Geraldina Ce´spedes Ulloa

Ecofeminismo


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se conviertan en cómplices de los dominadores, adoptando sus mismos puntos de vista, como si el sistema de dominación ejerciera una especie de poder hipnótico5.

      La violencia simbólica hace que veamos como normales determinadas prácticas sociales, llegando a una naturalización de comportamientos y prácticas excluyentes. Es una estrategia que funciona como legitimadora y reforzadora de la violencia de género y la violencia hacia la tierra. La violencia simbólica está incrustada y es reproducida por las instituciones que tienen el poder de moldear los hábitos y el pensamiento de las personas: la familia, la escuela, el Estado, los medios de comunicación y la religión. Desde el punto de vista de este libro, que se ubica en una perspectiva teológica, esta última institución juega un rol crucial, pues si las otras instituciones naturalizan el sistema androcéntrico-patriarcal, esta última llega a sacralizarlo y eternizarlo, colocando la violencia simbólica en el ámbito mismo de la voluntad de Dios.

      En el marco de esta violencia simbólica, que es la violencia más sutil, invisible y suprema que utiliza el sistema y que es producida y reproducida por las instituciones señaladas antes, se ubican las distintas formas de violencia contra las mujeres. Esta violencia puede adoptar diferentes formas6 y expresarse así en distintos ámbitos:

      1) La violencia física, sexual y psicológica en la familia, que se expresa en los golpes, maltratos y humillaciones, falta de reconocimiento, abuso sexual de las niñas y adolescentes en el hogar, violación por el marido, aislamiento forzoso, limitaciones de la movilidad, «venta» de las hijas para casarlas con un hombre al que no conocen y no aman, mutilación genital, explotación por sobrecarga de trabajo en la casa, ya sea exigido por maridos, hermanos, suegros y suegras, tíos, etc. o derivada de la falta de corresponsabilidad de los hombres en las tareas del hogar.

      2) La violencia física, sexual y psicológica en el ámbito de la comunidad, que se expresa en las violaciones, abusos, acoso y hostigamiento sexual en el trabajo, en la calle y en las instituciones educativas o lugares de trabajo; la trata de mujeres, la prostitución forzada y la explotación en los distintos ámbitos de la vida laboral.

      3) La violencia física, sexual y psicológica del Estado: es la violencia perpetrada o tolerada por las mismas fuerzas del Estado a través de políticas públicas que favorecen la impunidad ante la violencia de género. También se da cuando no se impulsan medidas ni se crean instancias que contribuyan a erradicar las causas de esa violencia.

      El concepto de violencia de género incluye también la violencia económica, dentro de la cual entran las diversas formas de empobrecimiento, las injusticias, la exclusión social, que son consecuencias del sexismo. Las formas extremas de violencia hacia las mujeres no surgen de la noche a la mañana, sino que van creciendo gradualmente día a día en la medida en que toleramos las formas más sutiles y pequeñas de violencia y los micromachismos. Para percibir esas formas sutiles de violencia es necesario afinar la percepción y mirar con otras lentes; hay que ponerse las gafas violetas, como dice Lucía Ramón7, para darnos cuenta de que la exclusión y la violencia contra las mujeres son problemas estructurales y globales que están interconectados.

      Cuando se llega a las formas extremas de violencia hacia las mujeres, como el feminicidio, hay detrás una historia de exclusión y violación de otros derechos. Como sostiene Nancy Pineda-Madrid:

      Cuando el carácter de una sociedad se deteriora hasta el punto de que se viola la salud, el bienestar y la libertad de las mujeres, estas violaciones fomentan la «suposición de que las mujeres son usables, abusables, dispensables y descartables», y, con el tiempo, esto contribuye a formar un clima en el cual el feminicidio puede brotar y desarrollarse8.

      El feminicidio es un fenómeno extendido a lo largo y ancho del mundo como una pandemia invisible, pues ante este flagelo los gobiernos y las instituciones no se alarman como lo hacen frente a otras problemáticas. El feminicidio no solo comprende el asesinato, sino el conjunto de actos violentos contra mujeres, muchas de las cuales son supervivientes a muchos otros actos violentos perpetrados contra ellas, desde el ámbito doméstico hasta el estatal (algunos estudios de género identifican hasta diez tipos de violencia contra las mujeres: psicológica, sexual, patrimonial-económica, simbólica, de acoso-hostigamiento, doméstica, laboral, obstétrica, mediática e institucional).

      Las noticias sobre mujeres asesinadas son solo la punta del iceberg, pues también hay muchas otras mujeres que podríamos llamar «muertas en vida», ya que no han tenido la oportunidad de rehacer sus vidas tras haber sufrido experiencias violentas traumatizantes.

      Hasta el siglo XX, la violencia contra las mujeres era vista como algo normal y no se consideraba un problema o un delito, ni mucho menos una cuestión estructural. Hoy este flagelo tiene mayor visibilidad y hay mayor conciencia de que es un grave problema que urge superar. Ello supone realizar cambios profundos de mentalidad y en la estructura de la sociedad, que ha sido construida sobre la base de códigos de dominación masculina y subordinación femenina. Pero este es un proceso lento, a menos que la humanidad despierte y hagamos una revolución. Tal como está el panorama actual, con las resistencias a un cambio de paradigma, algunos –hombres y mujeres– consideran que aún faltan muchas décadas para que colapse el modelo hegemónico de masculinidad y feminidad y surja una nueva forma de ser hombre y mujer.

      c) Naturalización de las mujeres y feminización de la naturaleza

      Para entender mejor la conexión entre dominación de las mujeres y degradación de la naturaleza hay que analizar cómo el pensamiento hegemónico ha planteado la relación sexo-género para legitimar la desigualdad y las relaciones de dominio de los hombres hacia las mujeres y hacia la naturaleza.

      El patriarcado ha elaborado una construcción teórica que justifica la subordinación de las mujeres basándose en argumentos de orden natural, comenzando por la asociación que hace entre mujeres y naturaleza, mientras que los hombres son asociados a la cultura. La narrativa patriarcal ha inculcado la idea de que las mujeres estamos más cercanas a la naturaleza por nuestra condición biológica. Desde una visión esencialista y romántica de las mujeres y de lo femenino, se han trasladado los estereotipos de género a la esfera de la cuestión medioambiental, lo cual conduce no solo a asociar las mujeres a la naturaleza, sino también a desvincular a los hombres de la responsabilidad de cuidar la casa común, sobre todo el cuidado en el ámbito de la vida cotidiana.

      La identificación de las mujeres con la naturaleza entraña el peligro de replicar los esquemas de dominación patriarcal, reproduciendo, en estos tiempos de crisis ecológica, el mismo esquema de los estereotipos de género que defiende el sistema patriarcal. El problema de fondo es cómo se concibe la relación naturaleza-cultura, la cual ha sido comprendida desde una visión dualista y jerárquica, en la cual la cultura (asociada al hombre) está por encima de la naturaleza (asociada a la mujer).

      Si tanto la naturalización de la mujer como la feminización de la naturaleza son construcciones del patriarcado, ¿cómo plantear la relación entre seres humanos y naturaleza de modo que se supere la identificación mujer-naturaleza y el dualismo ser humano - naturaleza?

      Una de las cuestiones con las que tiene que lidiar un ecofeminismo crítico es precisamente con la forma en que hay que entender la relación ser humano - naturaleza, concretamente la relación mujeres-naturaleza. Es necesario repensar esa relación de modo que no se convierta en una forma nueva de sometimiento e «inferiorización» de las mujeres, pero tampoco en un distanciamiento de la naturaleza, pues, en estos tiempos más que nunca, tanto los hombres como las mujeres tenemos que establecer una relación de simbiosis y parentesco con la naturaleza. Esta visión de una relación simbiótica y de parentesco entre el ser humano y la tierra tiene mucha fuerza en diversas culturas y espiritualidades, sobre todo entre los pueblos indígenas, que conciben la tierra como madre, como hermana, como compañera. Esta familiaridad con la tierra, que se expresa como cuidado mutuo y concepción de la tierra como un organismo vivo que tiene sus derechos, su sabiduría, su sacralidad, es fundante para buscar una relación de respeto, reverencia y cuidado.

      3. Detectando algunas señales de esperanza