José Antonio Pagola Elorza

Vaticano, el final de un mundo


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      PREFACIO

      Me gusta leer y releer a Stefan Zweig en su «mundo de ayer». El mundo tal como existía en Viena al alba del último siglo, antes de que la «gran tormenta» la destrozara. Me gustan sus páginas, a la vez lúcidas y trémulas, que esbozan el genio de una ciudad y de un imperio olvidado, devorado por el desatino de los seres humanos y la ferocidad de las guerras. Genio de una ciudad laboratorio de la modernidad y de una Europa central en la que, como en un paréntesis único en la historia, de coincidencia milagrosa de talentos y destinos, todas las artes, todas las corrientes de la cultura y las diversidades étnicas y lingüísticas se habían citado en un concentrado de inteligencia y belleza, de apoteosis antes del naufragio, de música, pintura, literatura, ciencia y energía espiritual.

      Por entonces, ningún sentimiento de decadencia o de fin de un mundo constreñía a esa sociedad, en la que incluso nadie presentía el fin de la monarquía y en la que, como escribe Zweig, a pesar de episodios de tensión nacionalista o xenófoba, se mezclaban las sangres alemana, eslava, húngara, española, italiana, francesa y judía. En ella se encomiaba a la «pléyade inmortal» de Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert, pero también a los músicos contemporáneos como Mahler, Schönberg y Berg, a los escritores como Schnitzler y Hofmannstahl, a los pintores como Klimt, Schiele y Kokoschka, a los arquitectos como Otto Wagner y, evidentemente, a Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. De esa edad de oro, en la bisagra de los dos últimos siglos, Zweig habla con desgarradora nostalgia 1.

      Siempre me han fascinado los relatos de decadencia de los imperios. A través de la voz de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, El fin del «homo sovieticus» 2 dibuja, a través de centenares de testimonios reunidos en una polifonía singular, la desintegración de la gran utopía marxista-leninista descrita por quienes, durante toda su vida, a pesar de su cortejo de dramas personales y desastres colectivos, habían creído en ella. Aquellos para quienes «el Estado era el único universo, el que hacía las veces de todo y remplazaba incluso su propia vida».

      En su magnífico réquiem, Svetlana Aleksiévich cuenta la historia de hombres y mujeres de toda condición a quienes el régimen había humillado y ofendido, pero que eran «incapaces de abandonar la gran historia, de decirle adiós, de ser felices de otra manera».

      Hombres y mujeres que no se acomodaron a pasar de ese sublime ideal a la economía capitalista más mediocre y triunfante que siguió a la caída de la Unión Soviética. La comparación que voy a hacer con la crisis que atraviesa la Iglesia católica podrá tal vez ser juzgada absurda, incluso provocativa o indecente. Pero no puedo ocultar que los recuerdos literarios de Zweig y de Aleksiévich me vienen a la mente cuando examino, con abatimiento o con compasión, según los días, lo que es preciso llamar la decadencia de una institución de más de mil millones de hombres y mujeres que, ciertamente, ha visto otras en sus dos mil años de historia, pero cuya sucesión repetida de escándalos y crisis acongojan el corazón de sus creyentes más endurecidos.

      Y me pregunto qué genio de la escritura, análogo al de Zweig, será mañana capaz de describir ese «mundo de la Iglesia de ayer», censurable en tantos aspectos, indigno a menudo, pero prestigioso, venerado o combatido según las épocas, todavía rico en una incomparable experiencia espiritual y humana, en una larga tradición y de referencias universales, en un patrimonio arquitectónico, musical, literario y pictórico único en el mundo y de una conciencia moral que ofrece un camino de salvación a todos. Y me pregunto qué escritora, como una Svetlana Aleksiévich, será mañana capaz de traducir el desasosiego de esos millones de católicos que, como yo, se han visto sacudidos en sus convicciones, heridos y humillados. Aquellos que apostaron todo –su fe, sus compromisos, sus expectativas y su vida– a la Iglesia y los que se fueron y viven al margen de ella. Aquellos que no se resignan al espectáculo actual de su declive. Aquellos que, con razón o sin ella, presienten, satisfechos o desesperados, su final.

      En este comienzo del siglo XXI, la «gran tormenta» ha pasado sobre la Iglesia católica igual que pasó sobre la Austria de Zweig en 1914. Una tormenta que, guardadas, claro, todas las proporciones, es tan catastrófica como la que eclipsó, hace un siglo, la página más brillante de la historia de Viena y su imperio. La entrada de la Iglesia católica en el tercer milenio de la historia cristiana, que un papa como Juan Pablo II, en el año 2000, había querido grandiosa y ejemplar para el mundo y que relacionaba, no sin argumentos, con la caída de los imperios totalitarios y las ideologías opresoras del siglo XX, se está convirtiendo en una aflictiva prueba. La lucha emprendida por un maestro en teología como Benedicto XVI contra el ostracismo de Dios en la sociedad posmoderna se pierde en vanas tentativas de reconquista y tufos de escándalos. Por último, la hermosa utopía de una vuelta a las fuentes evangélicas, a esa «Iglesia pobre para los pobres», humilde, descentralizada y colegiada, tan querida para el papa Francisco de los inicios, se consume en asuntos morales y de guerras de clan que agitan al Vaticano y escandalizan al mundo.

      Se hunde un «sistema» que los católicos de mi generación traducen a palabras que oigo a veces y cito por mi cuenta: «Hemos asistido, en los años ochenta a la caída del sistema soviético. Tal vez nos sea concedido asistir hoy al desplome del sistema católico romano-tridentino».

      ¿Cómo refutarlo cuando se suceden acontecimientos tan improbables como la revelación de abusos sexuales de sacerdotes contra niños, seminaristas y religiosas, complots en Roma y la dimisión de un papa, destituciones en serie de obispos, condenas de cardenales a la cárcel, publicaciones que atestiguan la existencia de redes homosexuales en el corazón del Vaticano, denuncias por mala conducta de un nuncio apostólico en París, y todo ello sobre el fondo de iglesias y seminarios que se vacían y prácticas que declinan? El incendio ocurrido el 15 de abril de 2016 en la catedral de Notre-Dame, de París, se interpretó como la metáfora de una Iglesia católica que vacila. Algunos vieron en él el signo de la cólera de Dios.

      Durante mucho tiempo se ha creído que los escándalos de abusos sexuales se reducían al fallo de individuos descentrados e inmaduros, incluidos a la fuerza en la estructura eclesial. Hoy se tiene ya la certeza de que son fruto de un fallo colectivo, de una cultura clerical que se remonta lejos en la historia, de un sistema de autoridad que ha creído poder escapar a la justicia de los hombres y a las reglas de la transparencia, la legalidad y la democracia. Si un hombre tan experimentado y sensato como el papa Francisco atribuye este fallo a los excesos del «clericalismo», Benedicto XVI lo analizaba aún como un efecto de la liberación sexual de mayo del 68, de la debacle de la teología moral católica y de la eliminación de los criterios objetivos del bien y del mal. El desacuerdo entre los dos papas vivos a propósito de la génesis de esta crisis expresa perfectamente la amplitud de las preguntas que atraviesan a la Iglesia a todos los niveles.

      La distancia abisal entre el discurso del Vaticano sobre el sexo y la «doble vida» de algunos de sus más altos representantes, homosexuales practicantes convertidos en expertos en homofobia, es el otro síntoma de una institución enferma. De una Iglesia de carne y sombras, podrida hasta su cabeza, cada día mancillada por sacerdotes, obispos y cardenales, ciertamente muy minoritarios, pero capaces de dobles vidas hipócritas, en situación de celebrar la misa por la mañana y frecuentar bares o saunas gais por la noche. Esta esquizofrenia tiene poco que ver con la pederastia, pero contribuye a ese clima de corrupción y de inmoralidad que evoca los peores períodos de la historia de la Iglesia, choca y subleva hasta el último de sus fieles y al mundo entero.

      La crisis de los abusos es la «madre» de todas las demás. Una crisis de imagen y de credibilidad para una institución que Juan Pablo II presentaba, ironías de la historia, como «maestra de la verdad». Una crisis de moralidad y gobierno. Una crisis de orientación, vinculada a las opciones pastorales controvertidas del papa Francisco. Una crisis de largo alcance y una crisis universal. Una crisis global –algunos la llaman «sistémica»– cuyos ingredientes serían la confusión moral en la que se encuentra la Iglesia, su rigidez institucional y disciplinar y su incertidumbre doctrinal. En todo caso, una crisis devastadora que desnuda las disfunciones de una institución como el Vaticano, convertido en caja de resonancia de mentiras, maniobras y arreglos de cuentas, en donde los escándalos sexuales son instrumentalizados por clanes conservadores que buscan asestar el golpe de gracia a un papa considerado como un usurpador.

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