Bernardo (Bef) Fernández

Ojos de lagarto


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      A María y Sofía.

      Mil dragones las protejan por siempre

      Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio,

      de las que puede soñar tu filosofía.

      WILLIAM, SHAKESPEARE,

      Hamlet, acto I, escena V

      ¿Usted conoce la historia de México?

      Bien, no importa. No hay mucho que conocer.

      Todo es polvo y sangre.

      ALAN MOORE,

      Miracleman

      Las personas, localidades y situaciones que desfilan por las páginas de esta novela pertenecen por completo al terreno de la ficción, aun a pesar de que varias de ellas fueron reales.

      PRIMERA PARTE

       Mokèlé-mbèmbé

       Lago Bangweulu, Nubia, 1869

      El verdor de la jungla hervía furioso.

      El calor despertó a Lorenzo Cassanova a las siete de la mañana. Para esa hora el ruido del campamento no le hubiera permitido seguir durmiendo.

      Con su escándalo habitual, que al italiano le recordaba tanto aquel de los bazares de Alejandría, los cazadores que había traído desde el Sudán egipcio se preparaban para iniciar el día.

      Se desperezó en el angareb, cama africana similar a un catre de campaña, antes de levantarse. Enjuagó su rostro en la palangana de agua fresca, deslizando los dedos entre los oscuros cabellos de la barba, selva en miniatura que se había tragado su mentón.

      Desabotonó el caftán de algodón egipcio con que dormía. Durante la noche el sudor lo había repegado a su piel como la capa del maquillaje corporal que utilizaban los pigmeos de la región. Tomó una camisola militar limpia del baúl de viaje. Agradeció en silencio la presencia de las esclavas, que mantenían en orden el campamento.

      Salió de la choza de paja. Lo recibió una nube de mosquitos. La estación, una empalizada circular llena de corrales y jaulas, se levantaba a unos cuantos metros de la orilla del lago.

      Al fondo, más allá del tejido de espinos que sellaba la puerta del campamento, el lago se extendía por el horizonte.

      Sobre sus aguas se deslizaban parvadas de aves siguiendo el contorno de la orilla. A lo lejos flotaban algunos cocodrilos.

      En el centro de la empalizada, las chozas levantadas por los cazadores rodeaban junto con los corrales la gran hoguera que ardía durante la noche para ahuyentar a las fieras, ahora reducida sólo a brasas humeantes.

      Los sudaneses solían cantar y bailar alrededor del fuego hasta muy tarde. A diferencia de otros cazadores, Cassanova no viajaba acompañado de más europeos. Ello, además de ganarle fama de excéntrico, le permitía unirse sin reparos a las francachelas de sus criados mahometanos.

      La camarilla se componía de guerreros takruríes, ingeniosos tramperos y fieros cazadores capaces de someter un elefante al galope, cortándole los tendones, y lancheros hawatis, expertos nadadores, arponeros de agua dulce especialistas en cazar cocodrilos e hipopótamos. Entre ellos, Cassanova, como buen siciliano de sangre cartaginesa, se sentía en casa. Completaban la caravana las esclavas compradas en el Congo. Cocinaban para los hombres, ordeñaban las cabras, alimentaban a los animales, mantenían limpio el campamento y no pocas veces consolaban entre sus brazos la nostalgia de los hombres, por la cuenca del Nilo.

      El propio Cassanova había hallado refugio en ellas cuando la soledad agusanaba su pecho.

      En los corrales, diferentes animales intentaban ahuyentar a los mosquitos y al tedio. En medio del humor sofocante, el campamento con varios ejemplares de distintas especies hacía pensar que aquellos hombres se preparaban para un nuevo diluvio.

      No era así. El cazador italiano recolectaba un pedido para Carl Hagenbeck, el comerciante alemán de animales exóticos.

      Cassanova consideraba al teutón su mejor cliente a pesar de sus múltiples excentricidades; la más notable de ellas: referirse a sí mismo en plural.

      Se habían conocido apenas cinco años antes, cuando Cassanova desembarcó en Trieste con un cargamento de animales cazados en el norte de Abisinia. Hagenbeck, un hombre alto y delgado, de refinados modales, dueño de una mirada azul que hizo pensar a Cassanova en dos zafiros, era un negociante tan implacable como el león de la sabana.

      Fue Olaffson, un comericante de textiles, noruego, a quien Cassanova había conocido en Alejandría, el que lo presentó con Carl Hagenbeck. Lo hizo ahí mismo, en los muelles, apenas reconoció al italiano entre la multitud de estibadores y marineros. Cassanova dejó que sus hombres fueran a saciar sus apetitos en los burdeles cercanos, para cerrar el trato con el recién conocido mercader de especies exóticas.

      Sin beber más que té en El Cordero Degollado, la taberna de mala muerte en que cerraron el trato, el alemán ofreció apenas una cuarta parte de lo que Cassanova solicitaba por sus animales.

      —¿Cómo puedo estar seguro de que no vienen enfermos de muermo, signore Cassanova? —preguntó con voz suave.

      —Son animales sanos, señor. Usted sabe, los que llegan a puerto son los más fuertes. La mayoría murieron en el camino desde Suez.

      Hagenbeck dio un trago a su infusión. Clavó su mirada de hielo en Cassanova. A su lado, el cazador siciliano, con la barba desordenada como un arbusto chamuscado, semejaba uno más de sus cazadores sudaneses. Casi lo era.

      —Dos mil marcos. No más. ¿Lo toma o lo deja?

      Cassanova enmudeció. El gentleman añadió:

      —Estoy seguro de que el director del Jardin d' Acclimatation de París estaría encantado de ofrecerle un poco más. No mucho. O Charles Price, el director del Zoológico de Londres. Pero ellos no están aquí. Y es que, ay, esas ciudades están tan lejos…

      Hagenbeck apuró el resto de su té. Dejó unas cuantas monedas sobre la mesa, suficientes para pagar su bebida y la botella de grappa de la que daba cuenta Cassanova. Se levantó con la suavidad de un bailarín de ballet.

      —Encantado de conocerle, signore —dijo camino a la puerta de la taberna. Desentonaba en ese lugar tanto como un pordiosero en Versalles.

      —Dos mil quinientos —murmuró Cassanova sin despegar la vista de su copa de licor. La mirada comenzaba a nublársele.

      —Ahora ofrezco mil ochocientos —respondió a sus espaldas Hagenbeck, que observaba el puerto desde el umbral del tugurio. El bullicio de los muelles se colaba desde fuera. Adentro, todos los parroquianos los observaban con interés morboso.

      —Dos mil —el cazador cerró los ojos con fuerza, para evitar que una lágrima, tan fuera de lugar en su rostro como Hagenbeck en esa taberna, se le escapara de los ojos.

      —Mil novecientos.

      Cassanova dejó pasar un instante. Cuando escuchó que Hagenbeck se deslizaba hacia la noche, susurró un “trato hecho” apenas audible.

      No escuchó nada. Al abrir los ojos se encontró con la mano del alemán, ofreciendo un apretón de manos.

      —Es un placer hacer negocios con usted, signore —dijo Hagenbeck sin emoción