Alexandra Christo

Matar un reino


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       Para aquéllos a quienes amo y no tuvieron oportunidad de ver que esto sucediera.

      UNO

      Por cada año de vida, un corazón.

      Hay diecisiete escondidos en la arena de mi habitación. De cuando en cuando, araño la grava, sólo para comprobar que siguen allí. Enterrados en lo profundo, sangrientos. Los cuento uno por uno, para estar segura de que ninguno haya sido robado en medio de la noche. No es un miedo tan extraño. Los corazones son poder, y si hay una cosa que mi especie anhela más que el océano, es el poder.

      He escuchado cosas: historias de corazones perdidos y mujeres arponeadas, atadas para siempre al fondo del océano, como castigo por su traición. Abandonadas a su sufrimiento hasta que su sangre se convierte en sal y se disuelven en espuma marina. Éstas son las mujeres que cogen el botín humano de los suyos. Las nereidas son más peces que humanos, y la parte superior de sus cuerpos se acopla con las decadentes escamas de sus aletas.

      A diferencia de las sirenas, las nereidas tienen vainas y ramas azules en lugar de cabello, con una mandíbula que les permite estirar la boca hasta alcanzar el tamaño de un barco pequeño y engullir tiburones enteros. Su carne de color azul oscuro está salpicada de aletas que se extienden por sus brazos y espaldas. Son tanto peces como humanas, con la belleza de ninguno.

      Tienen la capacidad de ser letales, como todos los monstruos, pero mientras las sirenas seducen y matan, las nereidas se mantienen fascinadas por los humanos. Roban baratijas y siguen las naves con la esperanza de que algún tesoro caiga de sus cubiertas. A veces, salvan las vidas de los marineros y no reciben nada sino baratijas a cambio. Y cuando ellas roban los corazones que guardamos, no es por el poder. Es porque piensan que si comen los suficientes, podrían convertirse en humanas.

      Odio a las nereidas.

      El cabello me cubre la espalda, tan rojo como mi ojo izquierdo y sólo el izquierdo, por supuesto, porque el ojo derecho de cada sirena es del color del mar en el que nació. En mi caso, se trata del gran mar Diávolos, con aguas de manzana y zafiro. Una selección de ambos que no logra ser ninguno de los dos. En ese océano se encuentra el reino marino de Keto.

      Es un hecho bien conocido que las sirenas son hermosas, pero el linaje de Keto es real y de ahí viene su belleza. Una magnificencia forjada en el agua salada y la realeza. Tenemos pestañas nacidas de virutas de iceberg y labios pintados con sangre de marineros. Es sorprendente incluso que necesitemos nuestra canción para robar corazones.

      —¿Cuál cogerás, prima? —pregunta Kahlia en psáriin.

      Ella se sienta a mi lado en la roca y mira la nave en la distancia. Sus escamas son de un profundo castaño rojizo y su cabello rubio apenas le llega a los pechos, cubiertos por una trenza de algas anaranjadas.

      —Eres ridícula —respondo—. Ya sabes cuál.

      El barco navega ociosamente a lo largo de las tranquilas aguas de Adékaros, uno de los muchos reinos humanos que he prometido liberar de un príncipe. Es más pequeño que la mayoría y está hecho de la madera escarlata que representa los colores de su país.

      Los seres humanos disfrutan alardeando de sus tesoros por el mundo, pero eso sólo los convierte en el blanco perfecto para criaturas como Kahlia y yo, que podemos detectar fácilmente un barco real. Después de todo, es el único en la flota con la madera pintada y la bandera de tigre. El único buque en el que navega el príncipe de Adékaros.

      Presa fácil para aquellas que buscan cazar.

      El sol pesa sobre mi espalda. Su calor presiona mi cuello y hace que mi cabello se me pegue a la piel húmeda. Me duele el hielo del mar, tan fríamente afilado que lo siento como si fueran grandes cuchillos en cada hendidura entre mis huesos.

      —Es una pena —dice Kahlia—. Cuando lo estaba espiando, era como mirar a un ángel. Tiene un rostro hermoso.

      —Su corazón será más hermoso.

      La sonrisa de Kahlia es salvaje.

      —Ha pasado una eternidad desde la última vez que mataste, Lira —se burla—. ¿Estás segura de que no has perdido la práctica?

      —Un año difícilmente es una eternidad.

      —Depende de quién esté contando.

      Suspiro.

      —Entonces dime quién lo está haciendo para poder matarlo y terminar con esta conversación.

      La sonrisa de Kahlia es de incredulidad ahora. Del tipo que reserva para los momentos en que soy la más atroz, porque se supone que ése es el rasgo que las sirenas más valoran. Nuestra atrocidad es respetada. La amistad y el parentesco, según nos enseñaron, son tan ajenos como la tierra firme. La lealtad se reserva sólo para la Reina del Mar.

      —Parece que hoy no tienes corazón, ¿verdad?

      —Nunca —digo—. Hay diecisiete debajo de mi lecho.

      Kahlia sacude el agua de su cabello.

      —Tantos como príncipes has saboreado.

      Lo dice como si fuera algo de lo que debería sentirme orgullosa, pero eso se debe a que Kahlia es joven y sólo ha robado dos corazones. Ninguno de la realeza. Ésa es mi especialidad, mi territorio. Parte del respeto de Kahlia se debe a eso. No sabe si los labios de un príncipe tienen el mismo sabor de los de cualquier otro ser humano. Yo tampoco podría decirlo, porque sólo he probado labios de príncipes.

      Desde que nuestra diosa, Keto, fue asesinada por los humanos, se volvió costumbre robar un corazón cada año, en el mes de nuestro nacimiento. Es una celebración de la vida que Keto nos dio y un tributo de venganza por la vida que los humanos le quitaron. Cuando era demasiado joven para cazar, mi madre lo hacía por mí, como es tradición. Y ella siempre me dio príncipes. Algunos, tan jóvenes como yo. Otros, viejos y arrugados, o adolescentes que nunca tuvieron la oportunidad de gobernar. El rey de Armonía, por ejemplo, alguna vez tuvo seis hijos, y en mis primeros cumpleaños, mi madre me trajo uno cada año.

      Cuando finalmente tuve la edad suficiente para aventurarme por mi cuenta, no se me ocurrió renunciar a la realeza y hacer de los marineros mi blanco, como hace el resto de mi especie, o incluso cazar a las princesas que algún día asumirían sus tronos. No soy sino una fiel seguidora de las tradiciones de mi madre.

      —¿Has traído tu caracola? —pregunto.

      Kahlia aparta su cabello para mostrarme la caracola anaranjada que está amarrada a su cuello. Una similar, con sólo algunas sombras más sangrientas, se balancea alrededor de mi garganta. No parece gran cosa, pero para nosotras es la forma más fácil de comunicarnos. Si las sostenemos sobre nuestras orejas, podemos escuchar el sonido del océano y la canción de Keto, el palacio submarino al que llamamos hogar. Para Kahlia, puede funcionar como un mapa del mar Diávolos si nos separamos. Estamos muy lejos de nuestro reino, y nos llevó alrededor de una semana nadar hasta aquí. Como Kahlia tiene catorce años, tiende a quedarse cerca del palacio, pero fui yo quien decidió que eso debía cambiar y, como la princesa que soy, mis caprichos son tan buenos como la ley.

      —No nos separaremos —dice Kahlia.

      Normalmente, no me importaría si alguna de mis primas se quedara varada en un océano extraño. En conjunto, son un grupo tedioso y predecible, con poca ambición o imaginación. Desde que mi tía murió, se han convertido en meras lacayas adoradoras de mi madre. Eso es ridículo, porque la Reina del Mar no está allí para ser adorada. Está para ser temida.

      —Recuerda elegir sólo a uno —le digo—. No pierdas tu enfoque.

      Kahlia asiente.

      —¿A cuál? —pregunta ella—. ¿O me cantaréis cuando esté allí?

      —Seremos las únicas que cantaremos —digo—. Eso los encantará a todos, pero si te concentras en uno, se enamorarán de ti tan desesperadamente que aunque