Edmundo Mireles

Tiroteo en Miami


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ibas. Si suspendías tus exámenes de armas de fuego, se te concedía una hora extra de formación y tiempo para centrarte, para luego probar de nuevo. Si suspendías de nuevo, desaparecías. Las pruebas físicas eran iguales: si suspendías dos veces, desaparecías. Era todo bastante directo. El estrés en la academia era artificial y, más que nada, auto-inducido.

      La formación legal representaba el bloque de temas más extenso a estudiar durante nuestra estancia en la academia. Pensé que era interesante y exigente porque era en su mayoría nuevo para mí. Estudiábamos las enmiendas de la Constitución que afectaban a las órdenes judiciales, de arresto o de registro, autoincriminación, imputaciones, penas crueles, inhumanas o degradantes, y el debido proceso. También estudiábamos los «derechos Miranda», el uso de la «fuerza letal», y otros asuntos legales que afectaban a diferentes agencias policiales.

      No obstante, el bloque de temas más extenso relativo al proceso académico en su conjunto fue la formación con las armas de fuego. Nos fue entregado un Smith & Wesson modelo 10-6, que era un revólver de cañón corto de cinco centímetros, con funda de pistola y cartuchera con munición extra. Era un revólver de cañón corto con una pinta muy chula, como el que se veía en las series policiales de la televisión. Durante mi primer contacto con dicha arma me percaté de lo malo que era con ella. Tendría una pinta chula, pero se trataba de un arma de corto alcance, no precisamente la mejor para disparar a cincuenta metros de distancia. Yo era un ex marine, muy macho, que podía sacarle los ojos a una hormiga con un rifle a trescientos metros de distancia, pero iba a descubrir que las pistolas eran un mundo aparte. Afortunadamente, el fbi contaba con grandes conocimientos sobre armas de fuego como para ofrecer formación adecuada en este terreno.

      Existía una corriente subterránea de urgencia en la Unidad de Formación en Armas de Fuego, y en la academia entera para el caso. Uno podía percibirlo, especialmente en las sesiones de tiro. Justo el mes antes de empezar mi formación, tres agentes del fbi habían sido asesinados a tiros en dos incidentes distintos. Esos tres agentes fueron asesinados un mismo 9 de agosto de 1979. ¿Cuántas posibilidades había de que tal cosa ocurriese? Había oído hablar de ambos incidentes, pero desconocía los detalles. El primer incidente fue la muerte de dos agentes a tiros en la Oficina Regional El Centro, una Resident Agency (ra). La ra era una oficina satélite de una oficina local, y El Centro era una oficina satélite de la oficina principal de San Diego. Al parecer, uno de los informadores de los agentes fallecidos llamó para decir que quería ir a la oficina, que estaba a cargo de dos agentes, para aportar nuevas informaciones, algo rutinario en la policía. Cuando el tipo hizo su aparición, estaba armado con una escopeta y una pistola. Hubo un tiroteo y ambos agentes, Charles W. Elmore y J. Robert Porter, perecieron. El tipo hizo lo correcto y se suicidó.

      El segundo incidente tuvo lugar en la oficina de Cleveland. Varios agentes habían estado buscando a un fugitivo, cuando el agente especial L. Oliver fue sorprendido y asesinado por el fugitivo en cuestión en el pasillo de un edifico de viviendas. El fugitivo pudo escapar pero fue luego capturado. Era suficientemente duro lidiar con la pérdida de un agente, ni que hablar tiene de tres profesionales el mismo día. Cuando llegamos a la academia en septiembre, pudimos sentir que había un compromiso añadido, una determinación en la Unidad de Formación en Armas de Fuego a hacer de la formación un asunto de primera y máxima importancia. Era todo muy real puesto que, a pesar de que el fbi era una organización a escala nacional, seguía siendo una pequeña y muy unida familia. Yo, personalmente, así lo experimenté y me beneficié de ello en años posteriores.

      Mi ilusión de graduarme en la academia del fbi era enorme, y los cuatro meses pasaron rápidamente. Habíamos llegado como materia prima para ser moldeados hasta convertirnos en agentes del fbi. Diciembre llegó y estábamos a punto de recibir la placa dorada y las credenciales para las cuales tan duramente habíamos trabajado. Nos llamaron a los veintinueve presentes por orden alfabético. Cuando fui llamado, me acerqué con mi mejor porte al estilo de los marines, me planté en el lugar estipulado, estreché la mano, tomé mis credenciales y sonreí para la foto. Mientras volvía a mi lugar, pensaba: «Vaya, lo logré, lo logré». Estaba tan orgulloso: «Un chico de pueblo está prosperando». Traté de no mirar mi placa y credenciales; les eché un masculino vistazo del tipo «esto no es para tanto» mientras me sentaba. Una vez en el asiento miré atentamente ambos artículos. En las credenciales se lee:

      Edmundo Mireles Jr. es un Agente Especial Regular del Federal Bureau de Investigación, del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Y, como tal, cuenta con el deber de investigar violaciones de las leyes de los Estados Unidos, recoger pruebas en casos en los que los Estados Unidos puedan tener algún interés, al tiempo que cumple con otras obligaciones impuestas por ley.

      Mientras salía memoricé algunas sabias palabras que uno de nuestros instructores nos había comunicado. Dijo: «Cuidad de vosotros mismos, de vuestras familias, de unos y otros, y no olvidéis, ¡vuestro trabajo consiste en meter a gente en la cárcel! Algunas veces no quieren ir pacíficamente, así que tendréis que ayudarles».

      No sabía yo entonces lo atinado que iba ser este consejo en tiempos venideros.

      2. fbi: la delegación en Washington

      Mi primer destino fue la delegación del fbi en Washington, también llamada wfo (Washington Field Office). La mayor parte del trabajo era bastante rutinario con relación a los estándares del fbi: entrevistas, vigilancia, unas cuantas detenciones y mucho papeleo. En torno al 50 % del trabajo era contrainteligencia y el 10 % trabajo criminal, mientras que el 40 % de nuestras labores eran las propias de novatos. Estas últimas consistían en realizar investigaciones sobre los antecedentes de nuevos candidatos que aspiraban a trabajar en el fbi, o en otras organizaciones como el Ministerio de Justicia o en algún comité vinculado al Congreso o al Senado. Con todo, se trata de un trabajo de investigación importante, pues sirve para verificar el buen carácter de una persona, sus principios morales y competencia.

      Realizar este tipo de investigaciones del historial personal es algo muy relevante, solo que no es glamuroso ni excitante, y dichas labores normalmente recaen sobre agentes —de ambos sexos— recién incorporados. De hecho, hay una buena razón para que los novatos desempeñen dichos encargos: uno aprende así a moverse por la ciudad siguiendo las pistas al tiempo que aprende sobre el papeleo de la agencia sin echar a perder ninguna causa criminal en caso de que meta la pata.

      Por aquel entonces yo era uno de los cinco agentes que hablaba español en toda la wfo. Siempre que había una queja emitida en español, ya fuese telefónica o presencial, uno de dichos agentes debía encargarse de ella. Tras varios meses aprendí que dichas quejas eran por lo general propias de personas que oían voces en sus cabezas, recibían ondas de radio en sus cerebros emitidas por alienígenas, o veían a gente muerta. No era en absoluto la experiencia que imaginaba que me encontraría en el fbi.

      Durante mi tiempo en la wfo pude saborear algún trabajo de infiltrado y tuve experiencias de primera mano en el mundo de la contrainteligencia. Fui uno de los afortunados que acabó trabajando en una brigada criminal, donde realizamos trabajo de campo de primera clase. También aprendí rápidamente cómo un agente primerizo del fbi podía verse arrastrado por incidentes que quedarían registrados en los libros de historia.

      El 4 de noviembre de 1979, un grupo de estudiantes radicales iraníes asaltaron la embajada de Estados Unidos en Teherán, y tomaron rehenes entre los trabajadores de la embajada, junto con otros ciudadanos estadounidenses. El Departamento de Estado expulsó del país a varios diplomáticos iraníes en diciembre, pero las cosas empezaron a calentarse de verdad en abril de 1980, cuando el presidente Jimmy Carter ordenó el cierre de la embajada de Irán en Washington, D.C., y expulsó del país a todos los diplomáticos iraníes que quedaban. A numerosas agencias, incluido el Departamento de Estado, el fbi, el Servicio Secreto, la Policía de Parques Nacionales, el Departamento de Policía Metropolitana de Washington, el us Marshal Service, y el Servicio de Inmigración y Naturalización les fue encargado servir de apoyo en el caso. Se estableció un área de control de cinco manzanas en torno a la embajada de Irán supuestamente para desviar y canalizar el tráfico, aunque la verdadera motivación era garantizar la seguridad. Nadie sabía muy bien cómo iban a reaccionar los diplomáticos iraníes, o cuáles eran