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© de la edición: Diego Pun Ediciones, 2018
© de la edición: Diego Pun Ediciones, 2018
© de las ilustraciones: Luis San Vicente, 2018
1ª edición versión electrónica: Febrero 2019
Diego Pun Ediciones
Factoría de Cuentos S.L.
Santa Cruz de Tenerife
www.factoriadecuentos.com
Dirección y coordinación:
Ernesto Rodríguez Abad
Cayetano J. Cordovés Dorta
Consejo asesor:
Benigno León Felipe
Elvira Novell Iglesias
Maruchy Hernández Hernández
Diseño y maquetación: Distinto Creatividad
Conversión a libro electrónico: Eduardo Cobo
Impreso en España
ISBN formato papel: 978-84-946630-8-6
ISBN formato ePub: 978-84-949994-4-4
Depósito legal: TF 439 - 2018
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
A María Cordovés, para que sonría
siempre con las historias de Diego Pun
Índice
La princesa que se convirtió en rana
I
No sé si conocen a Diego Pun. Es un ser maravilloso, lleno de palabras para regalar. Vive sobre un gran árbol que está en las afueras de un pueblo, alejado, solitario frente al mar.
Vivió siempre en ese árbol. Cuando era pequeño se metía entre los huecos de las ramas y asomaba la cabeza cuando los otros chicos lo llamábamos.
–¡Diego Pun, cuéntanos una historia!
Desde pequeño le gustaba inventar cuentos para los demás.
Dicen algunos que el árbol es más viejo que el mundo. Otros me han susurrado al oído que bajo ese gran laurel tienen sus casas hadas, duendes y seres que el ojo humano no ve.
Diego Pun parece un duende, a veces; otras, se le pone cara de juglar o de trovador; algunos días su cuerpo y su rostro semejan los de un ogro, un gigante o un dragón.
Un día cuando contaba un cuento de dragones voladores, estornudó y yo me tapé la cara porque creía que iba a salir una llamarada y me quemaría.
–¡Ah!, ¡anda!, ¡bien! –eran las únicas palabras que yo acertaba a decir.
Diego Pun me miró a la cara, dos chispas saltaron de sus ojos como carbones. Rio muy alto. Echó a correr sobre las ramas del laurel. Lo busqué desde abajo, me acosté sobre la yerba y miré con atención por entre las hojas.
–No te escondas –grité–. ¡Quiero que me cuentes un cuento!
Lo oí reír. Lo vi moverse por entre las hojas verdes. Saltaba de una rama a otra como los monos. Y reía, siempre reía.
–Si quieres un cuento, primero tienes que acertar estas adivinanzas. Son cuatro, una por cada cuento que he de decirte hoy. Si no las aciertas, no los oirás.
–¡Anda, no seas malo!
–Espera. Primero has de acertar esta adivinanza, si no lo haces esperarás hasta que tengas la respuesta. Hay que respetar las reglas del juego.
Cómo le gustaba jugar. No he conocido a nadie que juegue tanto como él. Y comenzó a cantar aquellas adivinanzas locas. Yo me estrujaba la mente porque sabía que si no las acertaba no oiría los cuentos.
–Escucha con atención, no mires detrás de ti y acertarás sin pensar:
«Siempre voy en tu compaña,
en tu compaña estoy siempre,
unas veces como paje,
como galán otras veces:
y si por la noche oscura
a pasear te salieres,
no te puedo acompañar
porque el sereno me ofende».
Diego Pun rio a carcajadas. Le gustaba verme nervioso, pensando que no averiguaría el acertijo y no me contaría el cuento.
–La sombra. La sombra es. Acerté, acerté, acerté. Es la sombra, ya lo sé.
Pues te contaré el primer cuento. Pon atención. Las palabras son mágicas y vienen desde épocas lejanas.
En un país muy lejano, había una vez un rey, que tenía muchos súbditos y una hija muy guapa.
Cuando la princesa llegó a la edad de casarse, tenía tantos pretendientes a su mano que el rey no sabía a quién elegir. Después de mucho meditar, determinó que los aspirantes a la mano de su hija debían pasar una prueba y se casaría con ella aquel que le trajese tres cosas que nadie, nunca, había podido encontrar y que eran nada, no nada y ayayay.
Se publicaron bandos por todo el mundo y llegaron príncipes, reyes y duques de los lugares más lejanos; pero ninguno pudo traer aquellas tres cosas.
El más tonto del pueblo, que había oído el bando del rey y que estaba enamorado, en secreto, de la princesa, decidió también probar suerte y salió en busca de nada, no nada y ayayay. Todos se rieron de él, pero no hizo caso y continuó en su empeño.
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