Bram Stoker

Drácula


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mío:

      Bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien esta noche. Mañana, a las tres, la diligencia partirá rumbo a Bucovina; hay un lugar reservado para usted. Mi carruaje lo estará esperando en el Desfiladero de Borgo para traerlo a mi casa. Espero que su viaje desde Londres haya sido agradable, y que disfrute su estancia en mi hermoso país.

      Su amigo,

      Drácula”

      4 de mayo.

      Supe que mi posadero había recibido una carta del Conde, para pedirle que se asegurara de reservar para mí el mejor lugar del carruaje; pero al preguntarle acerca de los detalles se mostró un poco reticente, y fingió que no podía entender mi alemán.

      Esto no podía ser cierto, porque hasta antes de ese momento lo había entendido perfectamente; o al menos respondía a mis preguntas como si así fuera.

      Él y su esposa, la mujer mayor que me había recibido, se miraron mutuamente con temor. El hombre dijo entre dientes que le habían enviado el dinero en una carta, y que eso era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula, y si podía decirme algo sobre su castillo, ambos se santiguaron y, asegurándome que no sabían nada en absoluto, simplemente se negaron a decir más. Como la hora de partir se acercaba, no tuve tiempo para preguntar otras personas, pero todo era muy misterioso y nada tranquilizador.

      Justo antes de marcharme, la mujer subió a mi habitación, y me dijo en un tono casi histérico:

      —¿Tiene que ir? ¡Oh, joven Herr!, ¿en verdad tiene que ir?

      Estaba tan alterada que parecía haber olvidado completamente el poco alemán que sabía, y comenzó a mezclarlo con algún otro idioma que yo nunca había oído. Apenas pude comprender un poco de lo que decía haciéndole numerosas preguntas. Cuando le dije que debía partir inmediatamente porque me esperaban asuntos muy importantes, me preguntó otra vez:

      —¿Sabe usted qué día es hoy?

      Le respondí que era cuatro de mayo. Ella movió la cabeza negativamente y habló otra vez:

      —¡Sí! ¡Eso ya lo sé! ¡Ya lo sé! Pero, ¿sabe usted qué día es hoy?

      Cuando le dije que no entendía a qué se refería, ella prosiguió:

      —Es la víspera del día de San Jorge. ¿Sabe usted que esta noche, cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas malignas del mundo serán omnipotentes? ¿Sabe usted a dónde va, y a lo que se enfrentará?

      Estaba sumida en tal angustia que intenté consolarla, pero no lo conseguí. Finalmente, se puso de rodillas y me rogó que no fuera; o que al menos esperara uno o dos días antes de partir.

      Aunque todo eso parecía sumamente ridículo, me hizo sentir intranquilo. Sin embargo, me esperaban asuntos importantes, y no podía permitir que nada se interpusiera en mi camino.

      Intenté ayudarla a ponerse de pie, y le dije, tan seriamente como pude, que se lo agradecía, pero que mi deber era urgente, y que debía partir.

      La mujer se levantó y se enjaugó las lágrimas, y tomando un crucifijo que llevaba colgado al cuello me lo dio.

      No sabía qué hacer, pues como miembro de la Iglesia de Inglaterra, me habían enseñado a considerar semejantes cosas como símbolos de idolatría en cierto sentido. Sin embargo, me pareció sumamente descortés rechazar aquel gesto de una anciana, con tan buenas intenciones y que se encontraba en tal estado de ánimo.

      Creo que adivinó la expresión de duda en mi rostro, pues poniendo ella misma el rosario alrededor de mi cuello, me dijo:

      —Hágalo por amor a su madre.

      Y luego salió de la habitación.

      Estoy escribiendo esta parte del diario mientras espero a que llegue el carruaje, que, naturalmente, viene retrasado; y el crucifijo sigue colgado alrededor de mi cuello.

      No sé si sea por los temores de la anciana, o debido a las incontables tradiciones fantasmales de este lugar, o por el crucifijo en sí, pero el caso es que mi mente no está tan tranquila como de costumbre.

      Si este libro llegará a manos de Mina antes que yo, espero que le lleve mi adiós. ¡Aquí viene el carruaje!

      5 de mayo.

      El Castillo. —Las tinieblas de la mañana han desaparecido, y el sol brilla en lo alto sobre el horizonte distante, que parece irregular, no sé si debido a los árboles o a las colinas, pues está tan lejos que las cosas grandes y pequeñas se mezclan entre sí.

      No puedo dormir, y como nadie me llamará hasta que me despierte, me he puesto a escribir hasta que me venza el sueño.

      Han pasado tantas cosas extrañas sobre las que quisiera escribir, y para que quien lea esto no crea que cené opíparamente antes de llegar Bistrita, anotaré exactamente lo que comí.

      Cené un platillo que los locales llaman “filete robado”, compuesto por rodajas de tocino, cebolla y carne de res, sazonado con pimiento rojo, y ensartados en pinchos para ser asados al fuego, ¡muy parecido al estilo sencillo de la “carne de gato” de Londres!

      El vino fue un Golden Mediasch, que provoca una sensación extraña de picazón en la lengua, la cual, curiosamente, no es desagradable.

      Sólo bebí un par de copas de este vino.

      Cuando me subí al carruaje, el cochero todavía no se encontraba en su asiento, y pude verlo hablando con la posadera.

      Era evidente que estaban hablando de mí, pues de vez en cuando volteaban a verme, y algunas de las personas que estaban sentadas en una banca fuera de la puerta, se acercaron para escuchar, y luego me miraron, la mayoría con lástima. Alcancé a escuchar distintas palabras que se repetían a menudo, palabras extrañas, pues en el grupo había personas de distintas nacionalidades, así que saqué discretamente de mi maleta mi diccionario políglota y comencé a buscarlas.

      Debo decir que no sentí la menor alegría al ver su significado, pues entre ellas estaban “Ordog” (Satanás), “pokol” (infierno), “stregoica” (bruja), “vrolok” y “vlkoslak” (ambas significan lo mismo, una en eslovaco y la otra en serbio, y se utilizan para referirse a algo que es un vampiro o un hombre lobo). (Nota: Preguntar al Conde acerca de estas supersticiones.)

      Cuando nos pusimos en marcha, el grupo de personas reunidas alrededor de la puerta de la posada, que para ese entonces ya había aumentado considerablemente, hicieron la señal de la cruz y extendieron dos dedos hacia mí.

      Con cierta dificultad, logré que uno de los pasajeros me dijera lo que eso significaba. Al principio no quiso responderme, pero cuando supo que yo era inglés, me explicó que se trataba de un hechizo o protección contra el mal de ojo.

      Escuchar esto tampoco fue nada agradable, especialmente mientras partía rumbo a un lugar desconocido para reunirme con un hombre que nunca antes había visto. Pero todos parecían tan bondadosos, tan tristes, y tan solidarios, que no pude evitar sentirme emocionado.

      Nunca olvidaré el último vistazo que eché a la posada y al grupo de pintorescos personajes, todos santiguándose a la vez de pie en el amplio pórtico, sobre un fondo de abundante follaje de adelfas y naranjos en contenedores verdes concentrados en el centro del patio.

      En ese instante, nuestro cochero, cuyo enorme pantalón de lino cubría todo el asiento frontal, (ellos le llaman “gotza”), golpeó con su largo látigo a sus cuatro caballos pequeños, que corrían lado a lado, e iniciamos nuestro viaje.

      Al poco tiempo perdí de vista y olvidé todos los temores fantasmales ante la belleza del paisaje que recorríamos, aunque si hubiera conocido el idioma, o más bien los idiomas, en que hablaban mis compañeros de viaje, seguramente no habría podido olvidarme tan fácilmente de ellos. Frente a nosotros se extendía una vasta ladera de campo verde, repleta de bosques y salpicada de empinadas colinas coronadas por grupos de árboles o casas de campo, con sus aguilones blancos mirando