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Los trabajos del
infierno
José Montero
Ilustraciones:
Agustina Anselmi Rodríguez
Larga vida al metal
Cuando me presento como José Martínez Herrero, la gente piensa que estoy diciendo José Martínez, herrero. Cree que anuncio, junto con mi identidad, mi profesión. La verdad es que yo simplemente digo mi nombre y apellidos completos. Pero sí, también soy herrero. Así que segundo apellido y oficio son lo mismo. Soy Herrero. Soy herrero.
Lo malo de trabajar con metales en la ciudad es que los encargos son aburridos. Pura reja. Pura protección de balcón. Pura seguridad. Los clientes quieren lo más barato posible. Nada de creación. Nada artístico. Todo cuadrado. Chapa, varilla, perfiles, caño, soldadura eléctrica, amoladora.
Yo odio la soldadora eléctrica, y eso que empecé en este rubro por la fascinación de las chispas que vuelan cuando apoyás el electrodo. De chiquito me quedaba horas mirándolas de lejos en el taller del barrio.
Pero una cosa es observar, y otra, tener los chispazos a treinta, cuarenta centímetros de la cara. A mí me encanta. Me encantaba, quiero decir. El problema es que no puedo trabajar con máscara. Me siento como esos motoqueros que andan con el casco en el codo. Si se caen o chocan, no les va a servir de nada para amortiguar el golpe en la cabeza. Yo uso la máscara para tapar la campera de cuero. Me la saco antes de soldar y así queda protegida, como el codo del motociclista. ¿Y mi cara? Ya tengo varias quemaduras. ¿Y la vista? Por suerte no me saltó ninguna chispa adentro. Sí a los párpados, no a los ojos propiamente dichos.
La máscara te asfixia. No soporto respirar siempre el mismo aire. Y el visor de vidrio es tan grueso, tan oscuro, que solo ves cuando el electrodo está meta echar chispas. Después es laburo a ciegas. Y yo necesito ver dónde estoy poniendo el punto de soldadura.
Ahora me doy cuenta de las consecuencias. Mi visión disminuyó. Y además me fumo todo el humo, en especial cuando trabajo en lugares cerrados. Te enloquece. Te deja la cabeza hecha un manojo de ideas estúpidas. Mi mujer me dice que cuando vuelvo a la noche estoy raro, que no soy el mismo, que cambié, que me quedo callado, que tengo la mirada perdida, que no puede contar conmigo, que solo me encierro a escuchar Metallica y grito “Larga vida al metal”. Un montón de cosas me dice. Me tiene harto. Me tenía, bah. Ya no. Ya se fue, me dejó.
Y, ahora que estoy solo, nada me frena. Quiero cambiar de aire. Quiero libertad. Quiero un horizonte despejado. Vendo lo que me queda, cargo las máquinas y las herramientas en la camioneta y me voy al campo.
Al campo es un decir. Es acá nomás, a 80 kilómetros. Una casa con terreno que era de mi familia. Está medio abandonada, pero la pongo en funcionamiento. No necesito mucho. Monto mi taller en el galpón. La soldadora la traje porque puede hacerme falta en algún momento, pero la guardo. Ahora el centro de mi trabajo es la fragua, un horno que construyo con ladrillo y barro. Ahí quemo leña y carbón, y alcanzo las temperaturas máximas dándole aire con un fuelle, como en las películas, como en los dibujos antiguos. Estoy decidido a hacer trabajos de herrería artesanal y nada más.
En los primeros días me traen caballos para herrar, y yo los agarro porque no puedo desdeñar la plata, la necesito para comprar pinzas, tenazas, yunques, martillos y mazas de distintos tamaños, cosas que en la ciudad no usaba, o no usaba tanto y en tanta variedad.
No obstante, en cuanto estoy más instalado, y puedo elegir, elijo enfocarme en la cuchillería. Fabrico puñales, facones, dagas, estiletes, cuchillos de caza, verijeros, caroneros, sevillanas. Y se ve que lo hago bien, porque vendo toda mi producción, me llueven encargos, no doy abasto.
El proceso de fabricación es hermoso. Desde la elección del pedazo de acero que voy a trabajar hasta el acabado final, me gusta todo. Pero lo más mágico, lo ancestral, lo que me llega desde tiempos remotos y siento en las tripas, es el momento de calentar el metal al rojo vivo y forjarlo a puro golpe de martillo. Darle, darle y darle hasta que el material adquiere la forma que yo quiero. Y acá también hay chispas, pero de color naranja, no azules como las de soldadura, y un poco de humo te fumás. Después viene el pulido, y el encabado, y el afilado, y no termino hasta quedar ciento por ciento conforme.
Me sobra trabajo. Tengo pedidos que tomo de acá a nueve meses. Los clientes esperan su cuchillo como el nacimiento de un hijo. No puedo quejarme. Me va bien. Pero otra vez aparece el malestar. La sensación de que el fierro candente me está arruinando los ojos y los pulmones, y de que me hace pensar cosas malas. Y además de los pensamientos, ahora aparecen voces. Es el repiqueteo de la maza y el martillo sobre el yunque. No puedo sacármelo de la cabeza, ni siquiera durante la noche, cuando estoy en la cama. El repiqueteo sigue, y sigue, y sigue, y forma palabras, y me habla. Me dice cosas horribles, que no quiero ni pensar, no quiero repetir, me dan miedo, es como si me hablara mi lado malo, mi lado enfermo.
Encuentro un poco de sosiego cuando viene un señor. Dicen que es nuevo en la zona. Compró una estancia. Un ricachón. Viene con una foto de una espada antigua. Una espada medieval. Una espada de Toledo. Y me pregunta si puedo hacerle una igual. Quedo maravillado con la belleza de ese arma. Claro que puedo fabricarla. Quiero tenerla en mis manos. Quiero que salga de mis manos.
Dejo todo. Postergo trabajos que ya tengo señados, que los clientes están esperando. Y me dedico íntegramente, durante dos semanas, a forjar esa espada. Uso el mejor acero y pongo mi alma en el proyecto. Siento que le transfiero a la hoja, y al filo, una parte de mi ser. Pero no. Es al revés. La espada se clava en mí. Se apodera de mí, aunque no me pertenece, le pertenece al señor.
Cuando se cumplen los quince días, el señor me llama. Yo le digo que la tengo lista y él me pide que se la lleve. No es normal, porque los clientes