Claudia Velasco

Lady Aurora


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interesante dar con algo de eso.

      –Estáis demasiado implicados, deberíais buscar una segunda opinión.

      –En cuanto esté más adaptada, empiece a salir a la calle y la veamos preparada, le haremos una resonancia magnética para descartar cualquier problema cerebral, pero, te doy mi palabra de honor, no miente. Nadie, por muy demente que esté, se puede inventar una vida entera, esa vida que ella nos cuenta con tanta naturalidad. Es una gozada.

      –Claro, Ben y tú en vuestra salsa.

      –Sí, nos estamos turnando para no dejarla sola, pero ayer llegó Zack y nos está echando una mano. Ahora mismo se ha quedado con ella cosiendo. El pobre se echó a llorar cuando le enseñó su vestido, ya sabes, el hilo de plata, de oro, los bordados, la tela, los botones, las medias, las cintas… A menos que haya robado el Victoria&Albert Museum, no tiene de dónde conseguir semejante modelito, hecho con ese tipo de costura, de corte, en fin, mil cosas en las que Zack es un experto…

      –Sí, claro, un experto.

      Pensó en ese amigo de su hermana que vivía como en una novela de Jane Austen y se paseaba por ahí todo el año vestido de época, lo que lo había convertido en un personaje pintoresco y muy famoso en todo el mundo, gracias a lo cual vivía diseñando, cosiendo y vendiendo, a precios desorbitados, ropa inspirada en el siglo XIX. Respiró hondo.

      –Espero que no se aproveche de ella y empiece a exhibirla en Instagram.

      –No, hemos hecho un pacto por la seguridad de la propia Aurora, nada de redes sociales, nada de contarlo por ahí. Discreción absoluta hasta resolver este asunto, después, si alguien quiere, podrá escribir un libro.

      –Joder, cómo sois.

      –Tú el primero, que la encontraste y la mantuviste a salvo hasta que llegamos nosotros.

      –¿A salvo? Solo intenté contenerla un poco, encima es una cría.

      –Tiene diecinueve años, cumple veinte el ocho de octubre. El día que desapareció, su familia la estaba presionando para que eligiera marido. A esa edad y con una renta anual de dos mil libras, ya era hora de casarse. Qué fuerte.

      –Te lo estás pasando pipa, me alegro. ¿Sabes algo de la resonancia de la abuela?

      –Llamé a Sean Murray y me dijo que todo en orden, la semana que viene la ve su médico. Y ¿tú cómo estás?

      –¿Yo?, bien, como siempre, mucho curro.

      –¿Cuándo vienes a vernos? Aurora te tiene en muy alta estima por auxiliarla y apiadarte de ella en el peor momento de su vida, eso dice, y reza por ti, aunque ya le he dicho yo que no se preocupe tanto porque eres un poquito canalla, muy guapo, pero un calavera.

      –Muy bonito, yo también te quiero.

      –Bueno, hermano, te voy a dejar, me quedan tres horas de turno y tengo dos parturientas a punto de caramelo.

      –Ok, ya nos veremos. Creo que voy a ir a Glasgow el último fin de semana de julio.

      –¿Y después?

      –Una semana en Ibiza y otra en Portofino.

      –Como vives. ¿Te vas solo? ¿Con una novieta?

      –Nada de mujeres, solo Jason, Danny y yo. ¿Y tus vacaciones?

      –Me voy a quedar en Bath con lady Aurora FitzRoy, que es el mejor plan del mundo.

      –Estás loca. Adiós.

      –Ven a vernos, te encantará. Manda un beso a Perpetua.

      Le colgó mirando el trabajo pendiente y las llamadas perdidas, y se fue a buscar una botella de zumo a la nevera de Perpetua. Llegó allí y le guiñó un ojo pensando en su hermana y en Ben, que eran dos médicos serios e inteligentes y eficientes, capaces, sin embargo, de creerse semejante locura y poner toda su energía en escuchar, atender y ayudar a esa pobre chica que seguramente estaba como una chota.

      Siempre había admirado esa forma de ser de Meg, que era la más empática y generosa de las criaturas, pero le preocupaba que al final todo el castillo de naipes se le viniera abajo y acabara sufriendo.

      Había pasado otras veces, con otras personas y en otras circunstancias, claro, pero no podía permitir que volviera a pasarlo mal por meterse de cabeza en una historia tan truculenta y fantasiosa. Una cosa era ser una «Janeites» apasionada, vestirse de vez en cuando como los personajes de Jane Austen y ser una friki desinhibida y feliz, pero otra muy diferente era dedicarse en cuerpo y alma a una supuesta dama venida del siglo XIX por obra y gracia de un viaje en el tiempo.

      Eso sí que no, y pensaba empezar a intervenir antes de que fuera demasiado tarde.

      Capítulo 4

      6 de julio del año 2019. Ocho días aquí

      Gracias a Dios la señorita Montrose, Margaret, Meg para sus allegados, me ha regalado un cuaderno, uno grande con hojas blancas, y me ha enseñado a usar una pluma moderna que no necesita tinta. Gracias a Dios, porque necesitaba empezar un diario donde ordenar mis ideas, anotar todo lo que estoy viviendo y aprendiendo de este siglo XXI, y donde puedo escribir y explayarme de forma privada. Algo que siempre ha contribuido a que no me sienta tan sola, ni tan ajena, ni tan extraña.

      Tras ocho días en esta Inglaterra moderna sigo preguntándome qué hago yo aquí, aún no encuentro respuestas, pero rezo a Dios esperando orientación y auxilio. Sé que mis padres me cuidan desde donde estén y sé que han puesto a los hermanos Montrose, al doctor Ferguson y al señor Harrison, en mi camino. Sé que sin ellos esta insólita aventura involuntaria podría haberse convertido en un infierno y espero poder compensar algún día, de alguna forma, todo lo que hacen por mí.

      Hemos estado mirando libros de historia para buscar vestigios de mi familia, pero me deprime bastante seguir los pasos de mis parientes a través de unos fríos esquemas genealógicos, así que he desistido de involucrarme en eso y dejo que Meg y Ben los repasen por su cuenta.

      No necesito comprobar de dónde vengo, sé de dónde vengo. A ellos les fascina seguir mi periplo familiar, pero a mí me da reparo repasar nombres o alianzas, nacimientos o muertes. No necesito conocer esos detalles porque, si algún día consigo regresar a casa, si Dios así lo permite, prefiero seguir desconociendo el futuro de mis allegados.

      Lo único que me interesa ahora es buscar a las personas adecuadas que me puedan mandar de vuelta al siglo XIX. Eso y aprender, y estar ocupada, porque necesito distraerme, y en la tarea me va a ayudar Zack, el señor Harrison, que me ha pedido que lo ayude con alguna de sus labores.

      –Esa pulsera es preciosa, Aurora, ¿es algún recuerdo familiar?

      –¿Esta? No, es el regalo de un amigo.

      –¿Puedo verla? –ella dejó la labor encima de la mesa y extendió el brazo para que Zack, que era un joven muy amable, pudiera apreciarla de cerca–. ¿Son brillantes?

      –¿Los del bordado? No creo, me parece que es cristal de Murano, mi amigo Charles me la trajo de Italia.

      –Es un trabajo muy delicado, y muy bonito, seguro que es valiosísima.

      –Tiene un gran valor sentimental.

      De repente, acordarse de Charly le encogió el corazón, pero disimuló bien y volvió a trabajar sobre el bastidor que le había regalado Meg para que pudiera bordar junto a Zack Harrison, su amigo modisto. Un joven del siglo XXI que cosía y bordaba maravillosamente, y que la acompañaba las horas que Meg y Ben dedicaban a sus pacientes del hospital de Bath.

      Era un caballero interesante, muy bien informado de la moda de su tiempo, a quien le encantaba hacer preguntas y aprender, muy respetuoso, y no le costó nada acostumbrarse a él. Aunque, debía reconocerlo, al principio la había escandalizado sobremanera la idea de tener que quedarse con él a solas en la casa, sin una dama de compañía o una simple doncella que supervisara las visitas, había acabado por aceptarlo.