Claudia Velasco

Lady Aurora


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      –Prefiero quedarme.

      –Como quieras. Yo tengo que ir a trabajar, tengo consulta hasta las seis. ¿Estaréis bien?

      –Por supuesto, gracias.

      –Que duerma, le vendrá bien. Luego os veo. Adiós.

      Se despidió de él con una venia y miró por la ventana el pequeño jardín que estaba cerca de la habitación, y a lo lejos el trajín incansable de personas. Una de las características más llamativas de ese siglo era la prisa de la gente. Todo lo tenían que hacer rápido: comunicarse, informarse, trasladarse de un sitio a otro, subir, bajar, andar, hablar, coser, escribir, limpiar, cocinar… y todo estaba previsto para eso, había maquinitas y aparatos para facilitar y agilizarlo todo, incluso para lavar los platos, y aquello la desorientaba un poco. No se detenían en nada y por las calles ni siquiera se saludaban, apenas se miraban, y aquello era desolador.

      De repente, ese aparato pequeñito, el «teléfono móvil», vibró en la mesilla de Meg y ella se movió en la cama, pero no se despertó. Aurora se acercó y pudo leer en la pantalla iluminada: RICHARD. Por un segundo hizo amago de contestar, tal como le había enseñado Zack, deslizando el dedo índice sobre la pantalla, pero se arrepintió y volvió a su sitio pensando que seguramente Richard, que sería el señor Montrose, llamaría más tarde.

      Hacía mucho que no lo veían, en realidad ella solo lo había visto dos veces después de que la ayudara en el campo de golf el veintinueve de junio, y en ambas ocasiones le había resultado harto difícil hablar con él, esencialmente porque no se parecía en nada a su hermana, a Ben o a Zack. Era mucho menos accesible, y también porque la interrogaba o la ignoraba indistintamente, y aquello era difícil de administrar.

      Le estaría agradecida el resto de su vida, rezaba por él todos los días, pero, diantres, el caballero era muy suyo, muy frío y, aunque Meg aseguraba que era el mejor y más noble de los hombres, a veces su proceder resultaba brusco y un poco descortés, y con eso sí que no podía lidiar. Solo aspiraba a merecer su amistad, pero no sabía cómo tratarlo.

      –Meg… –se levantó de un salto al ver que ella abría los ojos y le tocó la frente–. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

      –Estoy bien, solo tengo un poco de sed. Voy a llamar a la enfermera –pulsó un aparatito que tenía junto a la almohada y luego la observó con atención–. No tienes que quedarte, cariño, estaré bien.

      –Oh, no, de eso nada, yo no me separo de ti hasta que te llevemos a casa, y allí tampoco pienso hacerlo. Ahora soy yo la que va a cuidar de ti.

      –Gracias. Hola, Livi –saludó al ver entrar a una enfermera–. ¿Puedo beber líquidos? Tengo sed.

      –Pues no debería tener sed, doctora, sigue con el suero, pero voy a preguntar.

      –Gracias –se sentó y miró el teléfono–. Me ha llamado mi hermano, parece que se lo huele, es increíble. Ahora llamo a mis padres, no me apetece hablar con todos y menos si andan repartidos por el mundo.

      –Qué gran fortuna poder viajar.

      –Antes, en tu tiempo, ¿viajaste a alguna parte?

      –Oh, sí –le ahuecó las almohadas y volvió a su sitio–. Fuimos a Roma, a Florencia, a Marsella, varias veces a París, también visitamos Atenas. Ah, y Copenhague.

      –Vaya, a muchos sitios. ¿Por qué Copenhague?

      –Una hermana de mi madre está casada con un danés, un alto cargo de la Corona, y fuimos a verlos.

      –Qué suerte.

      –Mis padres viajaban mucho y casi siempre me llevaban. Lamentablemente, cuando murieron en Turquía, no iba yo, que estaba con tosferina en la cama.

      –Lo siento mucho, Aurora.

      –Ojalá hubiese estado con ellos –el recuerdo de sus padres le humedeció los ojos, pero forzó una sonrisa–, pero Dios tenía otros planes para mí.

      –¿Qué edad tenías?

      –Doce, casi trece.

      –Nunca hablas de ello.

      –Sigue siendo doloroso, en casa de mis tíos tampoco podía mencionarlos y todo lo que vino después… –cometer la indiscreción de hablar mal de su familia la detuvo y se calló de golpe–. En fin, ¿por qué tienes esos aparatos de hierro en la pierna?

      –No pasa nada porque te desahogues y hables de tus tíos o de tu vida con ellos, Aurora, somos amigas, y aquí no podemos hacer otra cosa más que charlar, así que…

      –¿Maggie?

      Un hombre muy apuesto, de mediana edad y vestido con bata blanca, entró sin llamar y Aurora se puso de pie, miró a Meg y vio que ella se ponía seria de golpe.

      –Fuera de aquí, David. Acaban de operarme, necesito descansar y no quiero verte.

      –¿Por qué no me avisaron? Estoy de guardia desde las once de la mañana.

      –Vete, por favor.

      –Maggie… –dio un paso hacia ella, ignorando su deseo, y Aurora frunció el ceño, se acercó y le cortó el paso.

      –Ya la ha oído, señor. Haga el favor de salir de la habitación.

      –¿Perdona, bonita?

      –¿Cómo dice? –cuadró los hombros y lo miró muy seria.

      –¿Quién coño es? –la esquivó y se dirigió a Meg–. ¿Tu guardaespaldas?

      –Déjame en paz, David.

      –¡Señor! –se le puso a un palmo de distancia y él dio un paso atrás completamente desconcertado–. La dama le ha pedido por favor que se marche, dos veces, y, si sigue ignorando sus deseos, tendré que tomar medidas más drásticas. Le ruego, por tanto, que se comporte como un caballero, que es lo que parece, y abandone la habitación inmediatamente. ¡Vamos!

      –¿Qué?

      –¿No tiene modales? ¿Hago que lo saquen de aquí de una forma más deshonrosa y pública? –se acercó a la puerta y la abrió de par en par–. Adiós, señor, no cometamos ni usted ni yo una imprudencia y evitemos el escándalo.

      –¿De dónde sales tú? –bufó y miró a Meg, ella giró la cara hacia la ventana y él retrocedió–. Solo quería saber cómo estás.

      –Está perfectamente, muchas gracias. Para más información sobre su estado de salud puede acudir al doctor Benjamin Ferguson, que está al tanto de los detalles. Buenas tardes.

      Le cerró la puerta en las narices, aliviada de no tener que ponerse a gritar pidiendo ayuda para sacarlo de allí, y se giró hacia Margaret, que la estaba observando con la boca abierta.

      –¿Quién es?

      –Un pretendiente al que no quiero ver ni en pintura.

      –Vaya, pues creo que necesita que alguien le enseñe modales –se alisó la falda tan tranquila y se acercó para estirarle las sábanas.

      –Aurora…

      –¿Qué?

      –Eres un crack.

      Capítulo 7

      –¡¿Qué?! ¡¿Por qué no me habéis avisado antes?!

      –Te llamamos el domingo por la noche y ayer todo el día, y estabas sin cobertura, no te enfades tanto. ¿Dónde estás?

      –En Cerdeña. Antes de salir de Ibiza la llamé, pero no me cogió el teléfono, después zarpamos y… joder. ¿Os vais para allá?

      –No, ella está ya en su casa, perfectamente atendida, y nosotros estamos ayudando a Lauren con los niños. Rafael sigue trabajando en Madrid y la pobre no da abasto con todo, en cuanto él venga,