Claudia Velasco

Lady Aurora


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inmaculada y sorprendentemente luminosa, y unos ojos negros enormes y brillantes, muy inocentes, y…

      –Oh, milady, gracias a Dios…

      Oyó que exclamaba con alivio poniéndose de pie y Richard se dio cuenta de que había divisado la figura de Meg, que caminaba hacia ellos vestida de época. De «Janeites», como todas sus amistades que ese día se reunían en Bath para celebrar el dichoso Baile de Regencia de Jane Austen.

      Se alegró de ver que al fin llegaban los refuerzos y la siguió de cerca cuando empezó a caminar muy decidida hacia su hermana y hacia Ben, su mejor amigo, que también venía vestido como en el siglo XVIII. Él era otro fanático experto en la señorita Austen, pero además era siquiatra, y eso era precisamente lo que necesitaban allí, pensó, llegando hasta ellos justo a tiempo de ver como Aurora cogía las dos manos de su hermana y la miraba a los ojos emocionada.

      –Milady, muchísimas gracias por venir. Mi nombre es Aurora FitzRoy, soy hija de Arthur y Clara FitzRoy, barones de Seagrave. Mi madre es una Abercrombie de Elderslie, y estoy, estoy… –se echó a llorar y Meg miró a Richard con lágrimas en los ojos–. Es evidente que estoy perdida, no sé dónde estoy, no recuerdo nada, y solo gracias a su distinguido hermano, que ha tenido a bien auxiliarme, he evitado un mal mayor porque podría…

      –Tranquila, lady Aurora –susurró Ben tomando las riendas del asunto–. Me llamo Benjamín Ferguson y esta es mi buena amiga, la señorita Montrose, Margaret Montrose. ¿Nos podría decir de dónde viene usted exactamente?

      –Estoy pasando el verano en Amesbury, en casa de mis tíos, los duques de Grafton, y en la fiesta de cumpleaños de mi tío Hugh nos fuimos todos hasta Stonehenge para ver un truco de magia de monsieur Petrescu, ¿lo conocen ustedes? –los tres negaron con la cabeza–. Es una celebridad en el mundo de la magia y me ofrecí voluntaria para participar en su espectáculo.

      –¿De qué manera?

      –Dijo que experimentaría un viaje en el tiempo, me metí dentro de su caja mágica y desperté aquí… no sé nada más –Ben le pasó un pañuelo de encaje y ella se enjugó las lágrimas–. Necesito encontrar a mi familia, a monsieur Petrescu, necesito ir a Stonehenge.

      –Por supuesto, tranquila –Meg le apretó las manos y le sonrió–. La ayudaremos en lo que podamos.

      –¿De qué año estamos hablando? ¿En qué fecha estamos, milady? –quiso saber Ben y Richard lo acribilló con la mirada.

      –Junio de 1819, ¿no es así, milord?

      –¿Quién reina en Gran Bretaña e Irlanda, milady?

      –Su majestad el rey Jorge III, milord, aunque desde su última recaída en 1811 su alteza real, el príncipe de Gales, gobierna como regente –se puso seria, entornó los ojos y Richard intervino llevándose a su hermana del brazo.

      –Dadnos un minuto, por favor –la apartó de los dos, viendo como Ben se llevaba a Aurora de vuelta al banco de madera junto al green, y le habló mirándola a los ojos–. ¿No la conocéis? ¿No es una de tus colegas «Janeites»?

      –No.

      –Entonces no deberíais interrogarla así, deberíais llevarla a un hospital, que le hagan una valoración y localicen a su familia. ¿No sois médicos? Por el amor de Dios, haced algo útil, no la pongáis más nerviosa.

      –Eso es lo que intenta Ben, valorarla. Tiene un discurso muy coherente, es increíble –sacó el teléfono móvil y empezó a buscar datos sobre los Grafton, los Seagrave y, por supuesto, del tal mago Petrescu.

      –Por supuesto que es coherente, está claro que se cree a pies juntillas todo lo que dice.

      –El tal Petrescu existió, qué fuerte, fue encarcelado en 1819 acusado de secuestro y homicidio porque hizo desaparecer a una joven aristócrata durante uno de sus trucos.

      –¿En serio?

      –Te lo juro –le pasó el móvil y Richard leyó los detalles del oscuro caso del que, sin embargo, no se daban datos concretos.

      –Ella puede haber leído esto también y…

      –No creo que padezca un trastorno siquiátrico –Ben se les acercó sacándose el sombrero y pasándose la mano por la cara–. Y, aunque obviamente hay que valorarla a fondo, creo que dice la verdad.

      –Claro que dice la verdad, vive su fantasía, ¿no hay gente con personalidades múltiples?

      –No parece un trastorno de identidad disociativo, pero es precipitado decirlo, sin embargo… –volvió a pasarse la mano por la cara y se giró para mirar a Aurora y sonreírle–. ¿Habéis visto su ropa?, parece auténtica, es valiosísima, yo solo he visto algo parecido en el Victoria&Albert Museum o en alguna exposición del Palacio de Kensington. Solo el broche que lleva en el pelo vale más de lo que gano yo en todo un año. ¿Y los anillos, el camafeo de oro, los pendientes, el chal?… Sin contar con ese acento exquisito que tiene, habla un inglés pulcro y perfecto. Nunca había oído algo semejante, no al menos en una chica tan joven.

      –Puede pertenecer a una familia rica, que esté pirada no significa que sea una pobre chavala de Tottenham Hale.

      –¡Richard! –lo regañó su hermana y él levantó las manos.

      –Vale, lo que queráis, pero mi opinión es que deberías llamar a la poli o llevarla a un hospital para que la identifiquen y avisen a su familia o a sus tutores legales. Esta chica parece estupenda, pero muy bien no puede estar.

      –Aun así te has quedado con ella y has intentado ayudarla.

      –Porque en seguida comprendí que algo no iba bien y porque está muy buena –les guiñó un ojo y Meg movió la cabeza–. Creí que era de las tuyas, una «Janeites» a la que se le había ido un poco más la olla.

      –En fin, nosotros nos ocupamos, gracias por llamarnos, hermanito. Aurora… –se giró hacia la joven que seguía como en estado de shock y Richard las observó en silencio.

      –¿Crees que es posible viajar en el tiempo? –preguntó a Ben y él asintió.

      –Sí, absolutamente.

      –¿Serías capaz de creer que de verdad un mago la ha mandado aquí desde el Stonehenge de 1819?

      –¿Por qué no?

      –Eres siquiatra, tío, un hombre de ciencia.

      –Ante todo soy una mente abierta.

      –Genial, sé que la dejo en las mejores manos. Me voy.

      –¿Nos vemos en Bath?

      –No, creo que se me han quitado las ganas de quedarme por aquí. Cojo el coche y me vuelvo a Londres, mañana tengo un brunch en casa de un cliente y las señales me indican que debería ir.

      Se despidió con la mano de los tres. Aurora FitzRoy, o como se llamara, le hizo una educada genuflexión, y él le sonrió dándole la espalda para recoger su equipo y salir corriendo de allí. No supo muy bien por qué, pero de repente le entraron unas ganas tremendas de llegar a Londres, a la gran ciudad y a su moderno y acogedor piso de Chelsea.

      Capítulo 2

      Se giró en la cama y las sábanas le parecieron un poco ásperas, seguramente Mary no se había molestado en plancharlas dos veces y si se llegaba a enterar la señora Hanson, se podía ir despidiendo de su día libre.

      Estiró las piernas y una lucecita de conciencia se le encendió en el cerebro, abrió los ojos y se sentó en la cama asustada. No estaba en Amesbury, ni en Suffolk, ni en Londres, no estaba ni siquiera en su tiempo, y la realidad le cayó encima como una losa. Se bajó de ese camastro endeble y estrecho, y antes de decidir qué debía hacer, la puerta sonó con dos golpecitos y esa chica tan amable, la señorita Montrose, la doctora Montrose, asomó la cabeza en el dormitorio y le sonrió.

      –Buenos