Claudia Velasco

Lady Aurora


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sola con una enorme toalla, se puso un camisón y Meg la llevó a su cuarto de invitados. Una habitación ridículamente pequeña, llena de estanterías con libros, cuadros y grabados del siglo XIX, con una ventana que daba al exterior, donde seguían pasando vehículos de colores, y una camita casi infantil, donde se metió, se estiró y se durmió inmediatamente.

      Levantó los ojos y se miró en ese espejo enorme del cuarto de baño. Era perfecto, seguramente de lo más valioso que había en esa casa porque el reflejo era muy puro, se cepilló el pelo y se cerró la bata. No se sentía nada cómoda con la ropa que le habían prestado, prefería esperar un poco antes de probársela, así que salió al saloncito como estaba, en camisón y bata, aunque más animada y descansada, para hablar con su anfitriona, que se hallaba delante de una especie de libro luminoso que apoyaba sobre la mesa y que tenía unas letras negras en la base, letras que ella tocaba muy rápido.

      –¿Es una especie de máquina de escribir? –preguntó observando la luz que emanaba y Meg la miró.

      –¿Conoces las máquinas de escribir?

      –Mi padre compró un prototipo en Italia, de un inventor, Pellegrino Turri creo que se llamaba, pero no servía para nada.

      –¿Quieres tomar algo? ¿Qué sueles tomar por las mañanas?

      –No te preocupes, ya no es de mañana, pero un vaso de leche estaría bien, muchas gracias.

      –Vamos –la llevó a ese rincón que llamaba cocina, se acercó a un armario blanco, lo abrió, este se iluminó y sacó de dentro una cajita llena de letras, le quitó un sello y vertió la leche en un cazo–. ¿Caliente o fría?

      –Templada, gracias. ¿Puedo ayudar en algo?

      –¿Qué sabes hacer? Creía que las damas del siglo XIX no sabían ni freír un huevo.

      –Sé preparar huevos pasados, revueltos o fritos. Puedo hacer pan y algún bollo relleno, por supuesto el té. ¿Quieres que preparé el té?

      –Lamentablemente aquí el té lo compramos casi preparado –le enseñó una caja llena de bolsitas–. Se pone en la taza y se le echa el agua caliente encima, nada más. Mi madre y mi abuela son las únicas personas que conozco que siguen preparando el té tradicional.

      –Vaya, qué interesante –cogió una bolsita y la olió–. Huele muy bien.

      –Aurora…

      –¿Sí? –dejó el té y le prestó atención.

      –¿Sigues pensando en localizar a Petrescu?

      –Por supuesto, es el único, él o su familia, lógicamente, que pueden ayudarme hoy por hoy a resolver mi situación.

      –Ben se fue con esa idea anoche y ahora dice que ha encontrado bastante documentación sobre Velkan Petrescu en Internet, en alguna biblioteca de Oxford, en la Sorbona de París, también en la Universidad de Salamanca y en Bucarest.

      –¿Todo eso tan rápido? ¿Cómo es posible? ¿Cómo ha podido viajar tanto?

      –No, no se ha movido de su casa. Hoy por hoy las comunicaciones son así de rápidas, ya te irás acostumbrando.

      –¿Desde su casa? ¿Cómo?

      –A través de un sistema llamado Internet, de la fibra óptica y… –la miró y se pasó la mano por la cara–. Es un poco complejo, irás aprendiendo poco a poco, ahora lo importante es que hemos encontrado mucha documentación sobre Velkan Petrescu y tal vez podamos acceder a su familia, a sus estudios o…

      –¿Se llama Velkan Petrescu?

      –Sí, mira… –le sirvió el tazón de leche, cogió una caja de galletas y se la llevó de vuelta al salón, donde le enseñó ese libro luminoso donde aparecían muchas líneas de texto que hablaban de monsieur Petrescu, el gran mago y alquimista ruso.

      –Creía que era rumano.

      –Según parece, huyó de Rusia por problemas con la iglesia y con los nobles locales. Era un mago muy famoso, pero muy controvertido, cambió muchas veces de país. Esto pone aquí.

      –Impresionaba mucho, la verdad, y mira lo que me hizo a mí.

      –Bueno, vamos a seguir investigando.

      –Muchísimas gracias –de repente las letras del libro luminoso se fueron y apareció una imagen en su lugar, un cuadro, de Meg con su hermano Richard y otra chica tan guapa como ellos–. Vaya, qué retrato más bonito.

      –Se llama fotografía, ya hablaremos de ella.

      –¿Y aparece de repente allí?

      –Es un salvapantallas, aparece cuando el ordenador lleva un tiempo sin actividad.

      –¿Ordenador?

      –Sí, esto se llama ordenador, sirve para hacer muchísimas cosas, también para estar conectados con todo el mundo y poder investigar, como hizo Ben anoche desde su casa.

      –Válgame Dios.

      –Tranquila, poco a poco lo irás comprendiendo todo.

      –¿Y ella quién es? ¿Tu cuñada?

      –No, ella es Lauren, mi otra hermana, somos tres hermanos: Richard, Lauren y yo. Es maestra y vive en España.

      –¿En España?

      –Sí, se casó con un chico de Madrid y vive allí enseñando inglés. Tiene dos hijos, Alba de dos años y Rafael de tres meses.

      –Alba… Escocia en gaélico.

      –Exactamente, para nosotros es el nombre gaélico de nuestro país y en español significa amanecer, la primera luz del día.

      –Vaya, qué bonito, es precioso.

      –Lo es, es muy bonito.

      –Mis padres me llamaron Aurora porque en la mitología romana Aurora es la deidad que representa el amanecer.

      –¿En serio? Me encanta.

      –Gracias. ¿Ninguno de los hermanos vivís en Escocia?

      –Ahora no, yo me vine a trabajar al Royal United Hospitals de Bath, Lauren se fue a Madrid y Richard vive en Londres porque trabaja en finanzas, en la City, es un pez gordo de las inversiones.

      –¿Disculpa?

      –Lo siento, es… trabaja con dinero, administra el dinero de muchos clientes ricos y por eso vive en Londres.

      –Entiendo. ¿Y tú no podías ser médico en Escocia?

      –Lo fui, estudié allí, pero quería viajar un poco, me hicieron una oferta estupenda aquí y me vine encantada porque Bath es mi ciudad favorita del mundo.

      –¿Por qué?

      –Porque en esta ciudad, que es preciosa, vivió mi escritora preferida, Jane Austen, y hay un centro dedicado a ella, muchas actividades como el baile de Regencia de ayer, el Festival Jane Austen en septiembre…

      –¿Jane Austen? –entornó los ojos y asintió, Meg sonrió y se quedó en silencio–. Conocí a la señorita Austen, hace unos siete años, antes de que murieran mis padres, yo debía de tener unos doce años.

      –¡¿Qué?! ¿Estás de broma?

      –¿De broma? No, en absoluto. Una vez la vi en casa de mi tía Patricia en Kensington, fue a una velada musical y al finalizar le pidieron que leyera un fragmento de un libro suyo, Sentido y sensibilidad, si no recuerdo mal. Leyó el primer capítulo y luego se marchó con su familia. Tenía una voz muy bonita y fue muy cariñosa conmigo porque mis padres le explicaron que también me gustaba escribir.

      –¡No me lo puedo creer!

      –Te lo juro por Dios, es verdad.

      –Lo sé, «no me lo puedo creer» es solo una expresión. Ya verás cuando se lo contemos a Ben.

      –¿Ben