Jonathan Maberry

Ruina y putrefacción


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="#fb3_img_img_b8408447-2e47-5e1b-9653-67964ec3a5cb.jpg" alt="Portada"/> Página de título

      Para los jóvenes escritores de mi clase de Escritura Experimental para Adolescentes: Rachel Tafoya, Clint Johnston, Brandon Strauss, Brianna Whiteman, Jessica Price, Tara Tosten, Jennifer Carr, Kellie Hollingsworth, Nathaniel Gage, Maggie Brennan, Kris Dugas, Evan Stahl y Jackson Toone. Ustedes siempre me asombran y me inspiran

      Y, como siempre, para Sara Jo

Portada

      1

      Benny Imura no podía conservar un trabajo, así que se dedicó a matar.

      Era el negocio familiar. Difícilmente le agradaba su familia —y por familia se refería a su hermano mayor, Tom— y definitivamente no simpatizaba con la idea de “negocio”. O de trabajar. La única parte de todo aquello que podría ser divertida era eso de matar.

      No lo había hecho hasta entonces. Desde luego, había pasado por cientos de simulaciones en el gimnasio de su escuela y con los exploradores, pero en ese momento no dejan que los niños maten de verdad. No antes de que cumplan quince años.

      —¿Por qué no? —preguntó Benny a su guía, un tipo gordo llamado Feeney que había sido presentador de la sección meteorológica en la televisión en el pasado. En ese momento Benny tenía once años y estaba obsesionado con la cacería de zombis—. ¿Cómo es que no nos dejan liquidar zoms de verdad?

      —Porque matar es el tipo de cosa que deberías aprender de tus padres —dijo Feeney.

      —Yo no tengo padres —replicó Benny—. Mamá y papá murieron durante la Primera Noche.

      —¡Ay! Lo siento, Benny, lo olvidé. En todo caso, tienes familia de algún tipo, ¿verdad?

      —Supongo. Tengo a “Soy el maldito perfecto Tom Imura” de hermano, y no quiero aprender nada de él.

      Feeney lo miró.

      —Vaya. No sabía que tenías parentesco con él. Bueno, ahí tienes tu respuesta, chico. Nadie mejor para enseñarte el arte de matar que un asesino profesional como Tom Imura —Feeney hizo una pausa y se lamió los labios nerviosamente—. Supongo que, siendo su hermano y todo eso, lo habrás visto acabar con un montón de zoms.

      —No —dijo Benny con enorme fastidio—. Nunca me deja mirar.

      —¿De verdad? Eso es raro. Bueno, pídeselo cuando cumplas trece.

      Así lo hizo Benny, pero Tom había dicho que no. Ni siquiera dio cabida a una discusión. Sólo se negó. Otra vez.

      Eso había ocurrido hace más de dos años, y ahora ya habían transcurrido seis semanas desde el cumpleaños número quince de Benny. Le restaban sólo cuatro semanas más para encontrar un trabajo asalariado antes de que la administración del pueblo redujera sus raciones a la mitad. Benny odiaba estar en esa posición, y si volvía a escuchar el discurso ese de “libre a los quince”, gritaría. Lo odiaba tanto como cuando la gente decía idioteces del tipo: “Caramba, se esfuerza como si tuviera quince y le faltara comida” cuando veía a alguien dándolo todo en el trabajo.

      Como si fuera algo por lo que debiera alegrarse. Algo para sentirse orgulloso. Matarse trabajando por el resto de la vida. Benny no veía qué podía haber de divertido en eso. Bueno, tal vez todo aquello implicaba algún bien, al menos ya sólo tendría que afrontar la mitad de días de escuela por semana. Pensándolo bien, igual era una monserga.

      Su amigo Lou Chong decía que era una señal de la creciente opresión cultural que estaba llevando a la humanidad postapocalíptica hacia la aceptación de un nuevo estado de esclavitud. Benny no tenía la menor idea de a qué se refería o si había algún significado siquiera en lo que decía. Pero asintió de todos modos, porque la expresión en la cara de Chong siempre hacía parecer que sabía exactamente todo lo que ocurría.

      En casa, antes incluso de que terminara su postre, Tom había dicho:

      —Si quiero hablar acerca de que te unas al negocio familiar, ¿me arrancarás la cabeza? ¿Otra vez?

      Benny lo miró con furia y dijo, de manera enfática y clara:

      —No. Quiero. Trabajar. En. El. Negocio. Familiar.

      —Lo tomaré como un “no”.

      —¿No te parece que es un poco tarde para querer que me emocione con el asunto? Te pedí un trillón de veces que…

      —Me pediste que te llevara conmigo a matar.

      —¡Exacto! Y cada vez, tú…

      Tom lo interrumpió.

      —Lo que hago es mucho más que eso, Benny.

      —Sí, probablemente sí, y tal vez yo hubiera pensado que era algo de lo que podía encargarme, pero nunca me dejaste estar en los momentos geniales.

      —Matar no tiene nada de “genial” —replicó Tom, cortante.

      —¡Cuando hablas de matar zoms, sí lo tiene! —replicó Benny.

      Con esto se atascó la conversación. Tom se escurrió de la habitación y se quedó en la cocina por un rato, y Benny se recostó en el sofá.

      Tom y Benny nunca hablaban de los zombis. Tenían todas las razones para hacerlo, pero jamás tocaban el tema. Benny no podía entenderlo. Odiaba a los zoms. Todo el mundo los odiaba, pero el de Benny era un odio voraz, al rojo vivo, que se remontaba a sus primeros recuerdos. Porque era su primer recuerdo: una pesadilla que aparecía cada vez que cerraba los ojos. Era una imagen grabada a fuego en él, aunque lo había visto cuando era muy pequeño.

      Papá y Mamá.

      Mamá gritando, corriendo hacia Tom, lanzando a un tembloroso Benny, de apenas dieciocho meses, a los brazos de su hermano. Gritando. Diciéndole que corriera.

      Mientras que la cosa que había sido Papá se abría paso a través de la puerta del dormitorio que Mamá había intentado bloquear con una silla y muebles y todo lo que había podido encontrar.

      Benny recordaba a Mamá gritando, pero el recuerdo era tan antiguo y él había sido tan joven que no recordaba ninguna de sus palabras. Tal vez no hubo palabras. Tal vez sólo habían sido sus gritos.

      Recordaba el calor húmedo en su cara mientras las lágrimas de Tom caían sobre él, mientras ambos salían por la ventana del dormitorio. Habían vivido en una típica casa de los suburbios, de un solo piso. La ventana daba a un jardín que pulsaba con luces rojas y azules. Hubo más gritos. Los vecinos. Los policías. Tal vez el ejército. Al recordarlo, Benny pensaba que probablemente había sido el ejército. Y el tronar constante de armas de fuego, cerca y muy lejos.

      Pero de todo aquello, Benny recordaba una sola y última imagen. Mientras Tom lo apretaba contra su pecho, Benny miró a la ventana del dormitorio por encima del hombro de su hermano. Mamá se asomaba por la ventana, gritando hacia ellos mientras las manos pálidas de Papá salían de entre las sombras de la habitación y tiraban de ella hacia atrás, lejos de su vista.

      Ése era el recuerdo más antiguo de Benny. Si hubo otros anteriores, aquella imagen los había destruido. Como era tan joven entonces, todo el asunto era poco más que un amasijo de imágenes y ruidos, pero con los años Benny se había quemado el cerebro para reclamar cada fragmento, para asignar significado y sentido a todo lo que podía recordar. Y Benny no podría olvidar el sonido de un martillo, vibrando contra su pecho, que era el latido del corazón aterrado de su hermano, y el largo aullido que en que se había transformado su grito inarticulado por su mamá y su papá.

      Odiaba a Tom por huir. Odiaba que no hubiera intentado ayudar a Mamá. Odiaba aquello en lo que su papá se había convertido en aquella Primera Noche, tantos años atrás. Igual que odiaba aquello en lo que Papá había convertido a Mamá.

      En su mente, ya no eran Papá y Mamá. Eran las cosas que los habían matado. Zoms. Y las odiaba con una intensidad