Sam Harris
Despertar
Guía para una espiritualidad
sin religión
Traducción del inglés al castellano
de Fina Marfà
Título original: WAKING UP
© 2014 by Sam Harris
All rights reserved
© de la edición en castellano:
2015 by Editorial Kairós, S.A.
© de la traducción del inglés al castellano: Fina Marfà
Revisión: Alicia Conde
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Katrien van Steen
Foto cubierta: Redstone
Primera edición en papel: Septiembre 2015
Primera edición en digital: Noviembre 2020
ISBN papel: 978-84-9988-457-8
ISBN epub: 978-84-9988-857-6
ISBN kindle: 978-84-9988-858-3
Todos los derechos reservados.
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Para Annaka, Emma y Violet
1. Espiritualidad
Una vez participé en una marcha de veintitrés días en las montañas de Colorado. Si el objetivo del programa era exponer a los estudiantes a peligrosas tormentas eléctricas y a la mitad de la población mundial de mosquitos, se logró el primer día. Lo que fundamentalmente fue una marcha forzada a través de cientos de kilómetros por el monte culminó en un ritual conocido como «the solo», en el que, por fin, nos dejaron descansar –solos, a orillas de un bellísimo lago alpino– durante tres días de ayuno y meditación.
Acababa de cumplir dieciséis años y fue mi primer sorbo de verdadera soledad después de abandonar el vientre de mi madre. Como provocación fue suficiente. Tras una larga siesta y una mirada a las gélidas aguas del lago, el prometedor joven que yo imaginaba ser no tardó en venirse abajo abrumado por la soledad y el aburrimiento. Llené las páginas de mi diario no con los conocimientos de un naturalista, de un filósofo o de un místico en ciernes, sino con la lista de todo lo que pensaba ingerir en el preciso instante en que volviera a la civilización. A juzgar por mi estado de conciencia en aquel momento, lo más trascendental que habían producido millones de años de evolución homínida era el deseo de una hamburguesa con queso y un batido de chocolate.
La experiencia de permanecer tres días sentado sin interrupciones en medio de prístinas brisas y bajo la luz de las estrellas, sin nada que hacer aparte de contemplar el misterio de mi propia existencia, resultó ser para mí una fuente de perfecta miseria –en la que no veía ni el más mínimo indicio de mi contribución a ella–. El tono lastimoso y autocompasivo de las cartas que envié a casa competía con el de cualquiera de las que se escribieron en las batallas de Shiloh o Galípoli.
Por esto me sorprendió tanto que varios de los que integraban el grupo, que en su mayoría tenían diez años más que yo, describieran los días y las noches de soledad en términos tan positivos e incluso transformadores. La verdad es que no sabía cómo interpretar sus palabras de felicidad. ¿Cómo es posible que aumente la felicidad de una persona cuando se ha eliminado toda fuente de placer y distracción? En aquella época no me interesaba para nada la naturaleza de mi propia mente, solo me interesaba mi vida. E ignoraba por completo lo diferente que esta sería si cambiaba la calidad de mi mente.
La mente es todo lo que tenemos. Es lo único que hemos tenido siempre. Y es lo único que podemos ofrecer a los demás. Quizás esto no resulte muy obvio, sobre todo cuando creemos que deben mejorar determinados aspectos de nuestra vida (cuando no hacemos lo que nos proponemos, cuando nos esforzamos por encontrar una carrera, o cuando tenemos que corregir algo en nuestras relaciones personales). Pero es la verdad. Todas las experiencias que hayamos tenido habrán sido modeladas por nuestra mente. Todas las relaciones habrán sido buenas o malas en la medida en que la mente haya intervenido en ellas. Cuando alguien está constantemente enojado, deprimido, confuso o falto de amor, o cuando su atención está siempre en otra parte, por muchos éxitos que haya tenido en la vida, no los disfrutará.
Para la mayoría de nosotros sería fácil hacer una lista de los objetivos que nos hemos propuesto o de los problemas personales que deseamos resolver. Pero ¿cuál es la verdadera importancia de cada uno de esos elementos de la lista? Todo eso que queremos conseguir –pintar la casa, aprender otra lengua, encontrar un trabajo mejor– nos promete que, si lo conseguimos, por fin podremos relajarnos y disfrutar de la vida en el presente. En general, suele ser una falsa esperanza. No estoy negando la importancia de lograr los objetivos que nos proponemos, conservar nuestra salud o vestir y alimentar a nuestros hijos, pero casi todos nos pasamos la vida buscando la felicidad y la seguridad sin reconocer el propósito que se esconde en nuestra búsqueda: cada uno de nosotros busca un camino que nos devuelva al presente: tratamos de encontrar razones que basten para estar satisfechos ahora.
Reconocer que esta es la estructura del juego al que jugamos nos permite jugarlo de un modo distinto. Nuestra forma de prestar atención al momento presente determina en gran medida el carácter de nuestra experiencia y, por lo tanto, la calidad de nuestra vida. Místicos y contemplativos lo dicen desde hace siglos, pero son cada vez más las investigaciones científicas que lo corroboran.
Pocos años después de mi doloroso encuentro con la soledad, en el invierno de 1987, tomé una droga llamada 3,4-metilenedioximetanfetamina (MDMA), comúnmente conocida como éxtasis, y mi opinión sobre el potencial de la mente humana cambió profundamente. Aunque la MDMA se generalizó en discotecas y fiestas en la década de los 1990, en aquel momento no conocía a nadie de mi generación que la hubiera probado. Una noche, algunos meses antes de cumplir veinte años, un amigo mío y yo decidimos tomarla.
El escenario de nuestro experimento se parecía bastante poco a las condiciones de abandono dionisíaco en que actualmente se suele consumir la MDMA. Estábamos solos en una casa, sentados el uno frente al otro en los extremos de un sofá, y conversábamos tranquilamente mientras la droga se iba abriendo paso en nuestra cabeza. A diferencia de otras drogas con las que estábamos familiarizados, marihuana y alcohol, la MDMA no nos produjo ninguna sensación de distorsión en nuestros sentidos. Nuestra mente parecía estar completamente clara.
Sin embargo, de repente, en medio de esta normalidad, me sorprendió saber que amaba a mi amigo. Esta idea no debería haberme sorprendido, al fin y al cabo era uno de mis mejores amigos. Pero a aquella edad no tenía por costumbre pensar en lo mucho o poco que amaba a los hombres que había en mi vida. En aquel momento podía sentir que le amaba, y aquel sentimiento tenía implicaciones éticas que de repente me parecieron tan profundas como ahora me parecen vulgares sobre el papel: quería que mi amigo fuera feliz.
Aquella convicción me invadió con tanta intensidad que fue como si algo cediera en mi interior. De hecho, aquel conocimiento pareció reestructurar mi mente. Mi capacidad para la envidia, por ejemplo –ese sentimiento de sentirse disminuido por la felicidad de otra persona–, parecía el síntoma de una enfermedad mental que se hubiera desvanecido sin dejar rastro. En aquel momento me resultaba tan imposible sentir envidia como sacarme mis propios ojos. ¿A mí qué más me daba que mi amigo fuera más guapo o mejor deportista que yo? Si hubiera podido ofrecerle aquellas virtudes, lo habría hecho. Un verdadero deseo de verlo feliz hacía mía su felicidad.