Ocho Suricatos
© del texto: Conxita Marlés Tortosa
© de las ilustraciones: Júlia Mose
© corrección del texto: Equipo BABIDI-BÚ
© de esta edición:
Editorial BABIDI-BÚ, 2020
Fernández de Ribera 32, 2ºD
41005 - Sevilla
Tlfn: 912.665.684
Primera edición: noviembre, 2020
ISBN: 978-84-18499-47-0
Producción del ebook: booqlab
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra»
A mi marido, Albert, y a mi hijo, Xavi, por su apoyo incondicional en mi nueva faceta.
A mis padres, Emili y Carmen, que estén donde estén, espero que lo lean y lo disfruten.
Al resto de mi familia, y especialmente a Anna Marlés Torres, por su ayuda.
ÍNDICE
¡Quiero ir a la ciudad de los rascacielos!
Haciendo de la ilusión una realidad
En busca de trabajo para el regreso
UNA NOCHE ESTRELLADA
Se levantó preocupada por los últimos acontecimientos del trabajo. Hacía días que no la dejaban dormir.
En la habitación hacía demasiado calor, y era difícil conciliar el sueño, debido a la fatal circunstancia de soñar con lo que no le gustaba: el trabajo. Roger dormía plácidamente.
Ana se puso el batín rosa, aquel que el chico del supermercado solía ver cuando le llevaba el encargo, y ella, entre cierta vergüenza y un «tanto me da igual que me vean de esta manera», intentaba disimular que no le importaba. Era el batín rosa de su vida. Lo conservaba desde sus ocho años, y un día decidió que no lo tiraría nunca. Y si alguien lo encontraba ya ridículo, peor para él.
Se dispuso a levantarse y a irse a beber un vaso de leche. Le habían dicho que llevaba un no sé qué de triptófano, y que podría ayudarla a dormir.
A las 5 de la mañana el comedor del piso resultaba algo frío; estaba medio dormida, por lo que no recordó que debía desconectar la alarma con celeridad, y al darse cuenta de que la luz roja se despertaba como ella, se precipitó a la pared para interceptar la vida de aquel desagradable aparato. «¡¡Qué vida más triste la de una alarma!! No la dejan hablar, y cuando lo hace grita y no explica nada, de hecho, solo grita…», pensó.
Eran fechas de Navidad, y justamente hacía pocos días, Ana había montado con mucha ilusión el árbol, una tradición que Roger y ella habían empezado con singularidad y con una significación muy original: cada vez que hacían un viaje, compraban algún detalle especial para colgar en su árbol de Navidad. De esa manera, la noche de Navidad recordaban, uno por uno, los viajes que habían hecho y lo que aquel detalle significaba. «¿Recuerdas cuando fuimos a Nueva York?, ¿y a Praga con los amigos?...», se decían entre ellos.
Esa noche, mientras saboreaba el vaso de leche calentito, se sentó en el comedor y encendió las luces del árbol. En la penumbra, las luces se abrían y cerraban proyectando una imagen cálida en las paredes, y los detalles navideños brillaban como nunca. Aquella escena le recordaba el espectáculo de la noche de estrellas que vivió hace unos años en la Polinesia Francesa, durmiendo bajo el cielo raso en una hamaca junto a Roger. Miles de estrellas, miles de puntos de luz a años de distancia…
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