A Marc, como siempre, por ser mi valor
y mi medicina, mi esperanza y mi fuerza.
A Lucy Lara y a todas las directoras y editoras
con quienes he compartido mi vida editorial:
Helena es un poco de todas ustedes.
A Lulú y Lucila, mis hermanas,
por su amor que trasciende océanos.
A Rogelio, Pablo y Rosy, de mi casa Océano,
por volver a creer.
A Karl, Liza y Noor, mis gatos, que en esta pandemia
—y siempre— me han salvado de enloquecer.
Prefacio
Prefería salir del trabajo tarde por dos cosas: el tráfico era menos caótico y los chismosos de la oficina se habían marchado ya en el autobús de la compañía. No: no tenía por qué ocultar su Mercedes último modelo —regalo de su madre al graduarse con honores en la universidad—, pero no le apetecía dar explicaciones de su vida a nadie, y menos a la gente que adoraba prejuzgar. ¿Cómo era posible que alguien que entraba a hacer prácticas no remuneradas a una empresa pudiera tener un coche como ése?
Con pesadez, se dejó caer en el asiento que despidió un familiar aroma a piel. Arrancó y salió suavemente del estacionamiento. Conducir siempre le había relajado y paulatinamente comenzó a sentirse mejor. Aceleró y sintió el ronroneo del Mercedes, envolvente, reconfortante. Había tenido un día pesadísimo en la oficina: a la gente de abajo siempre se le carga más la mano. Ni hablar: así lo había querido. “Quiero forjarme una carrera con mi propio esfuerzo y no por dedazos, mamá”, dijo contundente cuando Irma insistió en llamar a un amigo que trabajaba en el gabinete presidencial y le debía muchos favores. “Ya te dije que no, no insistas. Y mucho menos quiero deber nada a nadie de ese círculo: con ellos los favores se pagan con sangre. Déjalo por favor, mamá. Déjalo ya.” Irma no tuvo entonces más remedio que mantenerse al margen.
Poco a poco, la contaminación luminosa y acústica de la gran ciudad comenzó a quedar atrás. Al frente, la línea de asfalto de la carretera parecía correr también y le hacía sentir que tenía los mismos deseos de llegar a casa. Encendió el radio para sentir algo de compañía. …la cantante inglesa Dido nos acaricia los sentidos con “Thank you”, melodía que se desprende de su primer álbum y que se ha vuelto el gran éxito de este 2001 y que seguramente…
—Qué flojera —dijo mientras introducía en el estéreo The Joshua Tree de U2. Así, con Bono como compañía y una carretera casi vacía, el camino a casa se le hizo, si no más corto, sí más ameno. Al llegar a la pequeña villa privada en lo alto de la colina, desde donde la vista distante de la ciudad era un verdadero espectáculo, se detuvo un momento en la caseta de vigilancia donde el guardia, con un gesto amable, le abría el portón de entrada. Llegó a la puerta de su casa y dudó si meter el coche al garaje o no. Recordó que al día siguiente tenía que irse muy temprano, así que cerró la portezuela y, con un gesto al aire, decidió dejarlo fuera. Al fin y al cabo, aquí nunca pasaba nada.
“¡Mamá!”, gritó nada más entrar. La casa estaba medio a oscuras. Lucrecia, la asistenta, salió de la cocina a su encuentro. “¿Mi mamá ya cenó?”, le preguntó. Ella dijo que no, que su madre se sentía cansada y se había ido a su habitación hacía ya bastante rato. “Mejor, así ceno con ella”, y subió a buscarla. En la escalera, se detuvo ante una caca de perro y maldijo a Milo, el pomerano de su madre. “Puto perro”, dijo, mientras se sacaba el zapato y se dirigía al baño de invitados para dejarlo en el lavamanos.
Con un solo zapato continuó el trayecto al cuarto de su madre.
—Madre, de verdad tienes que educar a ese perro. Se caga todo el tiempo dentro de la casa. ¿Cuántas alfombras más vamos a cambiar? Digo, si no tuviera dónde pasear… pero con tantos kilómetros de jardín allá afuera, es imperdonable… ¿Madre? —preguntó al no escuchar ruido en la habitación completamente oscura.
Fue hasta el apagador y, poco a poco, comenzó a subir el dimmer de la luz. Arrugó la nariz ante los olores mezclados de los muebles viejos, cera de pulir y el Shalimar de su madre. Era un aroma familiarmente chocante. No obstante, se percibía en el aire algo más, pero su cerebro no pudo relacionarlo con nada en ese momento. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, vio a Irma recostada en la cama, al fondo del enorme dormitorio. Con cautela, para no sobresaltarla, se fue acercando.
—Mamá, ya llegué. ¿Quieres que cenemos algo?
Pero no hubo respuesta. Se acercó un poco más y vio que Irma estaba completamente vestida. Y muy bien vestida. Los minúsculos cristales entramados en el tweed de su nuevo traje blanco y negro de Alta Costura de Chanel, al reflejar la suave luz, brillaban de tal forma que parecían danzar al ritmo de la mustia melodía de una cajita de música. Reparó en las suelas limpias de sus zapatos de tacón nuevos. Habían vuelto de viaje apenas la semana anterior e Irma había traído de Europa una docena de maletas llenas de ropa y joyas que moría por estrenar. Dio un paso más, con sigilo. Su madre sufría de los nervios y se asustaba de todo. La misma luz que hacía bailar los destellos del traje ahora incendiaba las joyas de diamantes que llevaba en el pecho y las manos.
—Mamá… ¿ibas a salir? Te quedaste dormida como las ancianas —dijo con una risilla de complicidad. Pero al acercarse y moverla suavemente por el hombro, notó algo extraño. Su rostro no se distinguía bien. Como Irma odiaba la luz directa —de ahí los dimmers—, la única iluminación cercana a la cabecera de la cama la daba su lámpara de buró.
Se aproximó a encenderla y con su único pie descalzo pisó algo viscoso en el suelo. Vómito. Un latigazo frío le bajó de la cabeza a los pies.
—¡Mamá! —repitió sacudiéndola con pánico—. ¡Mamá! ¿Te sientes mal? —dijo dándole ligeros golpes en la cara para reanimarla. Un poco de vómito brotó por la boca. A su lado, en la cama, tres frascos de Rivotril yacían completamente vacíos. Uno más, empuñado en su enjoyada mano, estaba también vacío. Irma, esa tarde, había decidido vestirse de alta costura para quitarse la vida.
1
Baja los pies de mi escritorio
Helena Cortez salió del salón de conferencias de la universidad con paso veloz. Sólo agitó un par de veces la mano al escuchar algunos “hasta luego” y “bye” a sus espaldas. Ya en la puerta que daba a la calle, sacó sus gafas oversized de Lanvin —sus favoritas, qué pena que ya no las hagan más, pensaba— y las puso rauda en su rostro para buscar de inmediato el teléfono y llamar a su chofer. “Víctor, ya salí”, dijo mientras caminaba hacia la calle, tropezando accidentalmente con una chica que pasaba por ahí. Se disculpó con un casi imperceptible movimiento de cabeza, recibiendo como respuesta una mueca de la joven. Ya fuera, mientras esperaba, miró a su alrededor. El día estaba soleado y los estudiantes, vestidos con camisetas y jeans, reían estridentes e iban de un lado a otro con sus vasos desechables de café. Helena siempre había detestado la idea de comer y caminar… o comer en público. Quizá lo más cercano a ello era cuando lo hacía en el jardín o terraza de alguno de sus restaurantes favoritos. Y por supuesto que del café servido en una mesa con vistas a Central Park en Nueva York a ir corriendo con un vasito de Starbucks, había un mar de diferencia. Sí: Helena era esnob, pero no por pose o por mamonería, sino porque siempre había tenido muy claro lo que quería en la vida, y justo eso fue lo que la llevó a la posición que tenía ahora. Era una de las mujeres más respetadas de la moda en todo el país y reconocida en el mundo por sus críticos —pero siempre constructivos— puntos de vista sobre el tema.
Y sí: ahí paradita con su traje sastre, su bolsa de Hermès que costaba lo mismo que un coche compacto y sus zapatos de charol de vertiginoso tacón de aguja, se sintió por un momento fuera de lugar. Una mujer como ella en un sitio así sólo podía significar dos cosas: que era la madre de un alumno o una profesora. Y no. A la maternidad se negó por años y cuando decidió que ya estaba lista, las cosas no fueron como hubiera querido: buscó la fertilización in vitro —no tenía entonces pareja con la que