Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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difuminadas de Alberto Lee. Y una modélica escena de violación infantil transcurre en off, leída en la tensa mirada fija del tío violador de perfil agitado y contracampos a la niñita semidormida, mano entrando a campo para sólo acariciarle la carita y luego puesta de espaldas so pretexto de masajearla, sobándola, sobándola, sin jamás bajar la cámara ni la guardia púdica de esa liviandad visual.

      La justeza de la pedofilia llega, en medio del ridículo, a metamórficas cumbres expresionistas / posexpresionistas / surrealistas sin siquiera darse cuenta de ello. Cuando el pesimismo determinista de los dramas de la calle del cine realista alemán de los lóbregos años veinte (La calle de Karl Grüne, 1924; Asfalto de Joe May, 1929, o Así es la vida de Carl Junghans, 1929) alcanzaba a inundar con su ola autodestructiva hasta la prisión adonde habían caído los héroes ejemplares del cine proletario alemán de fines de esa década (Lamprecht, Zille, Hochbaum, Jutzi), un rayo de luz inundaba de pronto su celda, no en forma de cruz irónica formada por los barrotes para fulminarlos (como en Susana, carne y demonio de Buñuel, 1950), sino en forma del emblema del particular partido político de izquierda que había patrocinado la película y cuyo ingreso y tutela se ofrecían como la máxima opción salvadora, la manera más eficaz para hacerlo desistir de su infame propósito, la única posibilidad redentora a la que podría asirse el obrero en el desespero tentado por el suicidio. Cuando el optimismo edificante de los dramas apologéticos de clase media alta del cine realista amañado de Paco del Toro alcanza a inundar con su ola autodestructiva hasta la prisión mental adonde había caído la heroína ejemplar de Secretos de familia con una pistola en la mano a punto de acribillar al violador que le desgració la vida, un rayo de luz inunda de pronto su rostro a plena luz del día, no en forma de cruz irónica formada por los barrotes para fulminarlos (como en Susana, carne y demonio de Buñuel, 1950), sino en forma del emblema de la particular secta evangélica de ultraderecha oscurantista que ha patrocinado la película y cuyo ingreso y tutela se ofrecían como la máxima opción salvadora, la manera más eficaz para hacerla desistir de su infame propósito, la única posibilidad redentora a la que podría asirse la enceguecida heroína en el autoazotaína tentada por el homicidio. Ese iluminador delirio lumínico sí se ve.

      La justeza de la pedofilia quiere pasarse de lista rizando el rizo, sin conseguirlo. Haciendo, por un lado, que el victimario de la violación sexual haya sido también una víctima del abuso genital nada menos que por parte de un hampón amigo de su propio padre, mereciendo su propio flashback (audazmente dentro de otro flashback, al estilo Potocki o clásico negro de El medallón de John Brahm, 1946), su sesión privada de sudores angustiosos para denotar / connotar una terrible lucha interior al cometer su acto abominable y demás. Haciendo, por otro lado, una larga disquisición en paralelo, con la anécdota no menos abominable del vejancón cazainfantes en las banquetas menesterosas, para poner de manifiesto la corrupción imperante en chilangolandia y, por ende generoso, en todo el país. Pero, por más que se agite el relato y se prolongue y ramifique esforzadamente, sólo consigue bordar en su propio lugar común, sin añadir sustancialmente nada decisivo en su discurso circular. De hecho, el tema del abuso sexual infantil que por fatalidad psicológica fabrica muy buenos pedófilos adultos deberá esperar hasta la contundencia del insólito corto de animación Jaulas (Juan José Medina Dávalos, 2009) para ser convincentemente abordado, y la invocación a la impunidad criminal dominante deberá aún tardar un poco más para escapar del tremendista lugar común denunciador / apologético al que hoy se le relega y remite tan circular cuan autofágicamente. De círculo vicioso en autofágico círculo cerrado, Secretos de familia sólo puede aportar, pues, su enorme capacidad insomne para dar vueltas sobre su propia insistencia machacona, sin desarrollo ni variaciones posibles, creyendo hacer proliferar, extender y diversificar sus planteamientos hiperbásicos.

      Y la justeza de la pedofilia era ante todo una reproducción aggiornada de viejos prejuicios acendrados, una inusitada capacidad regeneradora / generadora, una astuta emoción diferida, un arriesgado divagante bodrio infecto que pese a todo lograría cierta permanencia y resonancia en alguna baldía cartelera calderonista otoñal mexicana, un irrespirable estropicio por lo demás vagamente ateo en virtud de su irresponsabilidad-boomerang.

      La justeza de la evasión

      Son dos estridentes chavos-problema. O sea, dos almas perdidas, raras, extraviadas, inicialmente evasivas y luego evasionistas, pero al cabo almas gemelas y virginales en revuelta contra nada y a todo atribuible, por fin él y ella análogamente hostiles y rebeldes viscerales, desde que acostumbraban volcar en solitario todos sus barruntos de pensamiento y escupir todas sus cuitas en sendos diarios íntimos, escritos con tinta rojo sangre y leídos en off (“En el culo del mundo, y empeorando” / “Todo me sale mal” / “Voy a explotar”) por ser las únicas compañías en que parecen confiar.

      El quinceañero rico Román (Juan Pablo de Santiago) urde en clase un Plan B para asesinar a dos curas de su severo colegio confesional privado, por lo que es expulsado y removido a una institución pública, pero incluso allí el alumno nuevo se hace reprimir, por fingir su ahorcamiento en un espectáculo unipersonal, burlescamente autointitulado “I’ll See You in Hell”, al hacer hasta lo indecible por llamar la atención de su padre, el neoconservador político guanajuatense Eugenio Valadés (Daniel Giménez Cacho repitiendo en broma su característico numerín de caricaturesco mamarracho acartonado) que vive con su más joven segunda esposa exsecre Eva (Rebecca Jones) tras la turbia muerte de la primera en un accidente.

      En contraste, de clase media baja, pero en paralelo, la pobre adolescente pobre Maru Fernández (María Deschamps), con gafas, trenzas y chamarra de cuadritos, se siente huérfana desde que su hoy muy añorada amiga Martha se mudó de Guanajuato al DF, no ve la hora de ir a reunirse con ella, se besa ante el espejo, le saca el correteado bulto a las tentativas violamorosas en despoblado de su soso pretendiente de florecitas con auto Beto (Mauricio Porras) y, aunque tiene una buena relación con su afectuosa madre enfermera Malena (Martha Claudia Moreno), la exaspera la mediocridad de su ámbito; por ende, será la única estudiante en el salón de actos que se atreva a aplaudirle al provocador show-alarde suicida de Romancito.

      Se ven y el mundo estalla en torno de ellos. Frente a frente en la antesala del castigo escolar y tras lanzarse papelitos en intercambio para reconocerse, la alianza de ambos chavos no podrá ser más que explosiva. Pronto se reencuentran en el pasto y planean una pequeña fuga juntos. Román finge un secuestro de Maru, le da un tubazo al rastrero asistente paterno Tulio (el desmadroso director de Cabecitas Renato Ornelas) para apoderarse de su vocho, hacen como que huyen y en realidad desembarcan en la azotea de la regia mansión del muchacho, donde se esconden, parapetados en pijamas al interior de una casa de campaña por las noches y compartiendo audífonos durante el día para escuchar a todo volumen música de ópera o popera mientras toman sol a lo lindo en trajes de baño (“Órale Romántico, estamos como en la playa”), sin importarles la aflicción de la madre de Maru ni los amenazantes recursos policiales persecutorios que despliega el prepotente padre de Román (“Respetillo, por favor”), incluso enviándole a éste por celular bufonescos mensajes pretendidamente angustiosos para obligarlo a seguir falsas pistas (“Vamos camino a Silao” / “Estamos en Salamanca”).

      Apenas se asoman por el quicio de la azotea para observar, a través de autos alarmados, los efectos de la agitación por ellos suscitada (“Pinches rucos locos”). Con miedo y extremo cuidado se descuelgan a la mansión sólo cuando consideran que no hay nadie. Husmean restos de alimentos, se bañan con rapidez, se llevan comida y botellas de vino o tequila, en cierta ocasión deben escurrirse riesgosamente tras los sillones de la sala para no ser vistos. Decomisa él una pistola de las que lo fascinan y desde entonces siempre la llevará al cinto. De regreso a su cómodo escondite se atragantan, flirtean, se apapachan, se abandonan a escarceos bajo las cobijas y están a punto de hacer el amor, pero, ambos vírgenes e indecisos, tardan demasiado en decidirse, él o ella casi por turno, incluso acariciándose en la suntuosa alcoba matrimonial, hasta que se armen de valor y logren su propósito en la tienda de campaña, donde son sorprendidos por la madrastra, a quien han alertado los ruidos nocturnos, aunque nada dice.

      Por azar, recogen en una canasta de plástico la invitación a unos 15 años en Santa Clara que le lleva al diputado un pueblerino agradecido. Prueban distintas vestimentas y