Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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Lara al féretro de su amada inmóvil (“Solamente una vez / amé en la vida / solamente una vez / y nada más / una vez nada más en mi huerto / surgió la esperanza / la esperanza que alumbra el camino / de mi soledad”), un proferimiento sostenido que desafía y vence todos los ridículos conminantes posibles. Por contraste con esa delirante secuencia podrá deslindarse mejor que la película ha puesto en acción más situaciones y mecanismos subconceptuales de los que necesitaba y realmente podía manejar, disponer, desarrollar, valorar y controlar.

      Y la justeza del amar era ante todo la evidencia y el don de un amor que no se otorga aunque ambos contrayentes / contendientes se derritan de amor el uno por el otro, una condición abstinente dentro de la cual cada personaje que interviene representa una individual manera exclusiva de no-amar.

      La justeza de la aceptación

      Aguafuerte y aguacero a un tiempo, pero aguafuerte de agua (él) y fuerte (ella) y aguacero de agua (ella) y cero (él).

      Un triste adulto cuarentón y una lastimera adolescente de 19 años, los dos personajes principales del oneroso e inesperado fiasco comercial-melodramático Enemigos íntimos de Fernando Sariñana (2008), van a coincidir en cuartos contiguos y habrán de agonizar, solitarios o en tumulto, con numerosos congéneres y homólogos que se ignoran, al interior del lujoso hospital con helipuerto Médica Sur de la moralmente desmoronada ciudad de México.

      Por un lado, el varón del cuarto 83 es el hasta hace poco archiseguro arquitecto internacionalizado Álvaro Beltrán (Demián Bichir aún con arrestos espásticos de su Fidel Castro suprahollywoodense), cuyo mundo personal se ha visto derrumbado de súbito, tras ser internado por problemas de próstata sangrante, si bien secretamente pensando superar esa impotencia de todos tan temida (“Por eso no se me para” / “Ahí te quedas con tu hoyo”); ir a dar alegremente al quirófano para que el doctor cuate José Luis (Marcelo Buquet) lo someta a una operación a las 7:30, detectársele un tumor maligno en el riñón derecho, ser atendido por la infeliz enfermera muda Blanca (Dolores Heredia) con sufrida madre diabética (Luisa Huertas) que obsequia impaciente el impoluto velo parisino nupcial de la abuela e inescrupuloso novio taxista machín carimarcado Nacho (Roberto Sosa) que sólo desea tirársela pa’ pronto; recuperarse mínimamente, quedar más impotente que nunca, perder repentinamente el cabello gracias a un severo tratamiento de quimios y radioterapias, y pronto, por si fuera poco, agonizar rodeado de sus innumerables seres queridos, aunque más bien indiferentes, a causa de agudos conflictos personales: su quisquillosa esposa aún guapa de elegante pelo lacio Rebeca (Verónica Merchant), ahíta de culpas porque se descubre embarazada del amante que sin embargo la quiere a la buena Esteban (Daniel Martínez); su hijito autista Nico (Fernando Trujillo), que se la pasa haciendo figuritas con un sistema de bloques plásticos Lego y jugando con ellas; su fallido hermano drogadicto seudoescritor Raúl (Lenny Zundel), incapaz de superar un superlativo sentimiento de hijo rechazado; y la madre sexagenaria común, la egoísta y abandonada fotógrafa de arte Esther (Blanca Sánchez), quien ha sufrido el repudio del anciano padre ya con dificultades en el habla (Hugo Stiglitz) para rápido sustituirla con una exigente amante joven (Fabiola Campomanes) que, por supuesto, acertadamente, faltaba menos, lo explota y desprecia.

      Por su parte, la chica agonizante de al lado es la estudiante universitaria pobre Mariana (Ximena Sariñana vuelta sonrosada cantantita famosa para ahora apoyar paradójicamente la declinante obra fílmica de su papá exPigmalión) con madre preocupona profesional (Zaide Silvia Gutiérrez), hermanillo menor protectoramente ambiguo Octavio (Sebastián Sariñana) y brillante novio guapetón Mauricio (José María de Tavira) que prosigue sus estudios becado en España y a quien ella recibe de jubilosa visita cogiéndoselo contra el lavabo en un mingitorio del aeropuerto, ya proponiéndole él llevársela consigo, pero luego de marearse inopinadamente, desvanecerse cuan corta es, y ser sometida a espectaculares análisis clínicos y tomografías para descubrir que tiene un tumor cerebral, la muchacha decidirá callarse, ocultarle estoicamente la funesta noticia de sus padecimientos a su compañero amoroso, darle falsas pistas, inventar exámenes y urdir otros pretextos para dejar de verlo, largarse a pasar sus últimas destrampadamente tristes vacaciones en la playa con reventadas amigas traviesas (“Vamos a desnudarnos todas”, gritan antes de arrojarse al mar), ponerle a un atractivo ligador playero (Fernando Noriega), reñir con el intempestivo enamorado sempiternamente sorprendido, desmayarse junto a las sillas de lona, ser hospitalizada de urgencia y quedar en impronosticable estado de coma, yacer durante días conectada a un artificial respiradero clínico, prestar involuntariamente su cuerpo inmóvil como caminito al avión de juguete hecho con su Lego por el ensimismado Nico y por añadidura servirle como objeto voyeurista al más superazotado arquitecto al rape de su vecindario terminal, mientras en el estacionamiento del nosocomio su despistado burlado adorado galanazo Mauricio es fraternalmente agredido a golpes por un malencaminado Octavio furioso, para enterarlo así de la ingrata noticia escondida por su sacrificada hermana sacrificial, pero acabando los dos por abrazarse como buenos cuñados prometidos y compañeros del mismo dolor difícilmente soportable.

      Así, en el filme multiprotagónico Enemigos íntimos (Corazón Films – Foprocine : Imcine – Electra del Milenio, 90 minutos), séptimo largometraje del antes prolífico director-productor ya cincuentón Fernando Sariñana (el de Todo el poder, 1999, y Amar te duele, 2002), con profuso aunque esquemático libreto muy desbordable de su esposa Ana Carolina Rivera, predominan con empeño los afilados tentáculos del ocultamiento y la no-aceptación, pero sólo para mejor desembocar en una limada aceptación final y concluyente, una sobreexcitada y desahogadora aceptación multiforme y multiesmerada, una aliviadora e inmaculada aceptación multiesmerilada y multívoca, la justeza de una aceptación colectiva cual tema único a desarrollar o barruntar o garrapatear, hacia el que todo conduce y conlleva. Por encima de la idea de la muerte, puesto que “la muerte es una constante en la vida de todos; hasta que no entiendes su fragilidad puedes comprender su grandeza; es una reflexión difícil que atraviesa por aceptar la mortalidad y que todo se puede acabar en cualquier momento; Castaneda decía ‘hay que aceptar a la muerte como un compañero que siempre viaja a la izquierda’” (Fernando Sariñana, entrevistado por Carlos Jordán para el suplemento “Laberinto” de Milenio diario, 18 de julio de 2009). La aceptación en todas sus formas, ilustrada, exprimida e interpretada por todas las frases-dictum citables de los libros de autoayuda, aunque conduzcan a aberraciones seudoéticas como confesarle valerosamente a un moribundo indefenso que se le engaña desde hace un año y se espera un bebé de otro.

      La justeza de la aceptación se preocupa, primero que nada y después de todo, por revestir de apabullante modernidad apantalladora los viejos tópicos del melodrama lacrimógeno más adocenado y crujiente, un híbrido melodrama bifronte y conjunto, el melodrama de moribundos irremediables y el melodrama de bobalicones falsos conflictos adolescentes, no dejando ver nada de manera normal, ocultando artificialmente el todo a través de la parte móvil porque dinamizada a la fuerza, escamoteando lo más que se pueda, presentándolo todo de manera anómala, recurriendo a la menor provocación a una retórica de efectos vistosos, desplegando de manera constante una afanosa parafernalia sesuda de dudosos trucos expresivos (que parecen retornar sucedáneamente a la maniática ineficaz saboteadora cámara chueca del incipiente aunque trepidante Hasta morir de Sariñana, 1994), insertando abundosos recursos ópticos a granel. Furor innecesario de una acosadora cuan temblorosa cámara en la mano contra los personajes del incontinente cinefotógrafo-realizador Chava Cartas (Amor Xtremo, 2006), fotogramas corriendo y vuelta a corretear a velocidades arbitrariamente cambiantes, efectista picoteado de monton-shots cada vez más cerrados sobre sujetos estáticos, transiciones en acelerado que desplazan y reemplazan sistemáticamente al corte directo, visiones clínicas o mingitoriales alucinaciones posthorror oriental cual formas de paso, delirios y desmayos y desvaríos visionistas / visionarios / visionudos a granel, rudos jump cuts más automáticos que autoconscientes, síntesis de imágenes ¿para abreviar metraje? que se creen contundente descripción veloz, arrítmico montaje atropellado que torna malhechura con disculpa o valemadrismo vil a las normas narrativas de la ya rebotadísima corriente cinematográfica arcaica Dogma 95. Como si todo eso les proporcionara a las criaturas de Rivera-Sariñana la consistencia dramática que les falta, por infalible arte de magia tecnicista, en contraste con la casi siempre acertada, solvente y sonriente dirección actoral