Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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atropellado, salvado por la joven mesera de minifalda obligatoria Ana (Ana Serradilla cada vez más encantadoramente Cansada de besar sapos), con quien había tratado de ligar, y hospitalizado. Al egresar, se enfrenta al sermoneo madurador del Duque, pero, reacio a sus palabras y sus propuestas de actuar en una plaza provinciana, sustrae a escondidas las llaves de su auto y se larga de nuevo al Savoy para continuar ilusoriamente la conquista de la guapa Ana, so pretexto de agradecerle su generoso rescate, si bien esa misma noche, la chava, delante de la impotente presencia protectora del roquero, es corrida de su empleo explotador por culpa de la grosería de un cliente exigente en exceso y nomás por joder. Sin tener adónde ir, invitada a cenar y a pernoctar en camas separadas (“Amarras a tu animal”), la atractiva muchacha se confiesa chicanita, de 27 años, tránsfuga de San Francisco, sola en el mundo, obsesionada con su ascendencia mexicana y con los árboles, mostrándose insegura, despistada, sin clara ubicación existencial (“Siempre he deseado tener a alguien a quien amar y en quien confiar, pero siempre he tenido relaciones enfermas”), añorando localizar al único pariente que sabe vivo, un abuelo desconocido que acaso aún reside en Guanajuato.

      A la mañana siguiente, luego de una tempranera desaparición en busca de trabajo sin encontrar nada, Ana acepta el aventón foráneo que se acomide, o más se avoraza, a darle Pat, adueñado del auto de su agente y sólo en abusivo contacto telefónico con él. Entusiastas y cada quien esperanzado a su manera, se lanzan al largo viaje, material y emotivo a un tiempo, por la cinta asfáltica de la amplia carretera, ahítos de casetes de Los Doors y Beethoven por igual, haciendo voluntaria o involuntariamente varias escalas. En la primera, en Bernal, cerca de Querétaro, un Pat lleno de inútiles fingimientos y engaños (que pronto se convertirán en ocultamientos viles y ruines trampas) para impresionar y conquistar a la chava casi 20 años más joven, la lleva a la mansión del monstruosamente obeso y semidelincuencial canoso expromotor artístico de su grupo roquero Max (Ernesto Yáñez), quien, aunque detestando a su antiguo socio-enemigo, accede a recibirlos, sólo para no estallar en cólera, bajo el influjo de una terapia de administración de la ira con ejercicios gimnásticos y grabaciones ad hoc en off (“No deje que la ira lo derrote, no se deje vencer, usted es más fuerte que su propia ira”), aunque nada de eso le servirá para calmar la indignación que le producirá más tarde evocar el baje que le dio con su mujer hace lustros un burlón Pat, ayer irresistible hoy sólo displicente. Viendo a su acompañante tundido a golpes y salvajemente ahogado al filo de la tina, Ana en calzones bombachos intervendrá para defenderlo, usando un bat para golpear en la cabeza a Max, desangrarlo y, dándolo por muerto, revivir a Pat con respiración artificial, antes de escapar juntos, despavoridos, ella mordida de escrúpulos, él sin el menor remordimiento, incluso feliz de que la mujer le haya salvado la vida por segunda vez, literalmente arrancado de la muerte cuando ya se veía transitando por el túnel póstumo.

      En una segunda escala, no lejos de allí, en una capilla colonial que está remodelando con sus fieles el alivianadísimo y acogedor sacerdote católico Pablo (Francisco Cardoso convincente), Ana encontrará en éste el instantáneo amigo confidente que tanto buscaba y, aunque haciéndose pasar por esposa desde hace tres años de su compañero de viaje para ganar hamacas, acabará siendo apapachada por el joven prelado y acostándose con él, para sorpresa e indignación del celoso infeliz pero volitivamente maniatado Pat insistiendo en partir y consiguiéndolo sólo, a regañadientes, al tercer día. En una última escala, ya más tranquilos y confortados los viajeros, llegarán a su destino en un Guanajuato espléndido donde ambos indagarán con buen éxito el paradero del antepasado, lo encontrarán en la afectuosa y frágil figura de un enjuto anciano hiperacogedor y sobriamente eufórico (Carlos Cardán) a quien se le presentarán como una pareja con tres años de integrada, pernoctando en su casa, turisteando, callejoneando y conviviendo con él y con la buenaonda tía Inés que lo atiende en esos sus últimos años de vida. Mientras Ana disfruta la familia que nunca ha tenido (“Hola, soy la hija de Refugio, tu hijo”) ni volverá a tener, Pat descubrirá en un periódico la noticia de Max golpeado, vivo e internado en un nosocomio cercano a Bernal para su recuperación, pero nada le dice a la gringuita, creyendo que, al depender de su protección, tiene más oportunidades de acostarse con ella y, por añadidura, con la vagarosa esperanza de que lo salve de su propio pasado.

      Sin embargo, los estragos de la conciencia culpable siguen haciendo de las suyas y la partida de Guanajuato será fatal para la falsa pareja que en la realidad objetiva jamás ha logrado ni logrará establecerse como tal. Van a separarse de manera repentina, cuando Ana se escurra a escondidas en una parada de la ruta, sin duda para reunirse con el curita cogelón en trance de colgar los hábitos. Rabiando de furia y frustración, Pat volcará deliberadamente su auto prestado en un recodo, yendo a dar a un hospital de Bernal donde será prácticamente obligado a recuperarse del golpe y de sus costillas rotas, confinado al encierro, a la inmovilidad y a un asomo de reflexión, aunque sólo le sirva para enfrentar y confraternizar a carcajadas asfixiantes con el rencoroso experiodista hecho un ovillo patético por su estado terminal Polo Opuesto (Enrique Arreola orillado al guiñol), a quien le negó alguna vez alguna entrevista para él crucial y, bajo la atónita mirada de una enfermera protectora (Anabel San Juan), afrontar los violentos arrebatos energuménicos del mismísimo Max, quien también se repone allí de su percance, en el cuarto nueve, y ya no puede refrenar su presunta administración de la ira. Más jodido que nunca, sosteniéndose como puede, agarrándose las costillas en reparación y doblado sobre su pecho cuando se acuerda de ello, el infeliz Pat será perseguido por Max, también aventando su bata y secundado por sus amigotes criminales, hasta el templo en reconstrucción adonde el exroquero madrea feamente a su rival en amores, sortea a los delincuentes y se dispone a pasar una temporada feliz con Ana, agradecida y contrita, a la que sin embargo perderá por completo cuando le confiese el ocultamiento de información de que la hizo víctima para lograr retenerla y recobrarla.

      En Euforia (Triana Films – Fidecine : Imcine – Eficine 226 – Productos Media, 100 minutos, 2009), cuarto largometraje del veterano binacional de 58 años sin frecuencia en su oficio ni suerte comercial Alfonso Corona Álvarez (largometrajes de persistente pertinencia inexistente: Preparatoria, 1983; Deathstalker and the Warriors from Hell / La ciudad secreta, 1988, y Extraños caminos, 1993; cortometrajes sucedáneos: Coyote 13, 2003, y Valentina, 2004, basados en Arturo Souto Alabarce y Mario Benedetti, respectivamente), con guión suyo, se amalgaman demasiados discursos, los demasiados discursos previsibles e imprevisibles, en función del análisis supuestamente profundo y la evolución de los dos personajes centrales: un Pat en decadencia que, como todo decadente Pat estaba enamorado de la vitalidad y de la juventud, para él ya, infortunadamente inaccesibles, pero duplicado por una Ana, decadente prematura (“Toda nuestra vida sigue siendo abandono”) y perdida en el espacio geográfico, afectivo y vocacional. Igualados en la decadencia, cada quien su decadencia y el diablo para todos. Ambos aspirando no obstante a una inesperada justeza de la Decadencia, como sigue.

      La justeza de la decadencia lleva las manías genéricas de la road picture hasta sus últimas inconsecuencias. Una road picture en donde las aventuras y encuentros se suceden a ritmo vertiginosamente tranquilo. Una road picture al nivel de fallidísimos precursores nacionales tipo Sin dejar huella (Novaro, 2001) o La hija del caníbal (Serrano (2002) en la que al azar forzado siempre los mismos personajes se reencuentran en distintos lugares como si el relato y el mundo sólo pudieran girar en torno y gracias a ellos, a la vez núcleos, electrones, quarks, o cualquier partícula elemental en especial sensible a las interacciones fuertes. Una road picture pretendidamente crítica, o incluso hipercrítica-autocrítica que intenta elevar sus casualidades a nivel de testimonio y denuncia. Una road picture que se obliga a devolver amplificados los reflejos de ambigüedad y las falencias del mundo en que supone vivir el héroe (“No hay derrotas, sólo experiencias”). Una road picture que elucubra y propone situaciones en las que la violencia siempre estalla por fuera y bajo la piel de sus criaturas peleles. Una road picture que se finca en una dramaturgia muscular, untuosa, recurrente, singularmente inepta para interiorizar lo proclive al sainete y a la farsa. Una road picture cual entramado de linfas longitudinales (diríamos con un lenguaje ensayístico a lo David Viñas, tan perimido como el de la película misma), que se superponen, se bifurcan y regresan para fundirse ya esclerosadas. Una road picture en apariencia abierta pero que avanza sorda, solapadamente, sin otra sorpresa que su propio arbitrario ni otra convicción que la de seguir dando rodeos y giros