Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


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era ante todo la nítida conquista de un estilo fluido y vigoroso, un efectivo y único estudio de caracteres subliminales, una exasperada aunque sumergida zarabanda gestual, un vago rumor secular de mares intimistas en zozobra agarrotada, una fiebre diminuta que conmueve y agita los ánimos en razón misma de su justeza, un sleeper quintaesenciado en virtud de sus tensiones a base de distendidos o climáticos rostros en pálpito, una tristeza presente por la culpa conjurada, un remordimiento altivo por la conciencia dolorosa, un sueño facial que al deshacerse sin remedio en nada deja sin embargo un valioso sedimento irreemplazable.

      Lado B: La justeza de la rabia martirizada

      En el origen del nuevo principio fue el caos, era el caos bajo el sol imperando pálido, hueco, estéril e inmóvil en el centro del cielo y de la pantalla, tal como lo describían los informantes de Fray Bernardino de Sahagún citados en letreros inscritos sobre la imagen empero resplandeciente (“¡Cómo habremos de vivir? ¡No se mueve el sol! / ¿Cómo en verdad haremos vivir a la gente? / ¡Que por nuestro mundo obedezca el sol, sacrifiquémonos, muramos todos!”). Entonces, actuando en consecuencia, la diosa fundadora Corazón de Cielo (Giovanna Zacarías) descendió hasta la tierra, bajo la efigie de una morenaza sexosa de vestido listado Tatei (Giovanna Zacarías de nuevo) que vino a surgir de los efluvios de un remedo del sol integrado por las redondas oquedades concéntricas que se formaban entre basamentos puentes peatonales de la ciudad de México, por donde la hembra iba a circular en paralelo al largo interminable desplazamiento lateral de la cámara viva y latiente del virtuosístico camarógrafo excuequero Alejandro Cantú. Visiblemente preocupada y acezante, abordaría un autobús haciendo fila primero entre lamentables personajes silenciosos cuyos lúgubres pensamientos preocupados rebotarían resonantes en la banda sonora sin que ellos movieran siquiera los labios, descendería por cunetas, divisaría barriadas cerriles y no descansaría en su zozobra hasta que su elección se hubiese llegado a posarse sobre el agitado chavo moreno de labios gruesos Ryo (Guillermo Villegas), a quien ligaría en la calle, desafiaría la lluvia repentina a su lado y lo seguiría entre risas y sonrisas hasta su casa para copular con él, otorgándole así el don de la nueva creación redimida del universo.

      Pero nada podrá ser tan fácil como lo deseaba la diosa encarnada y bendecidora. El bisexualizado Ryo sostiene en la terca realidad una sólida e incondicional pero abierta y fluyente relación amorosa jamás satisfactoria por completo con el apuesto galán barbilindo Kieri (Jorge Becerra), perpetuamente asediados e intervenidos genitalmente por el arracadas de barbitas ultradelgadas Tari (Javier Oliván). Por separado, juntos o entrechocando con otros seres afines pero a fin de cuentas tan solitarios como ellos, los tres personajes deambularán por mingitorios, callejuelas, gimnasios de boxeo, interiores derruidos y lobbies de cines, alcobas baldías y escaleras inmensas, con opresiva dirección de arte Jesús Torres Torres y Carolina Jiménez, que culminarán en la cobertura de los cuerpos viriles de ceniza, cual ocasionales amantes en reposo inarmónico de Hiroshima mi amor (Resnais, 1959), siempre desplazándose en glissandi de cámara que atrapa sus rostros acongojados y los vuelve a soltar de nuevo ávidos dentro del mismo giro en panning, a la desesperada búsqueda del amor desesperado e insatisfactorio desesperadamente homoerótico, como el de todas las cintas con la firma de Julián Hernández, y eso desde sus cruciales épocas de estudiante.

      Una furtiva pero indeleble reflexión cósmica sobre la búsqueda del amor, pues todos los conflictos habrán de dirimirse ahora en un mundo mítico en paralelo. Allí, la diosa dominante y protectora con largas faldas y los senos al aire (vestuario intemporalizante de Laura García de la Mora y maquillaje remarcado de Elvia Romero) sobre una colina podrá animar con voz legendaria en off al azotado Kieri (“¿Por qué, Kieri, están enjutas tus mejillas, demacrada tu cara, triste tu corazón, maltratado tu semblante, lleno de ansiedad tu vientre?”) para ir a rescatar a Ryo, cual guerrero de armadura inmortal cuyas palabras nunca dichas se inscriben en la pantalla como de un monólogo interior a otro (“¿Cómo podría no estar lleno de ansiedad mi corazón? ¡Mi amigo, a quien yo amo, ha desaparecido!”), allá en la gruta donde ha depositado al doncel, tras secuestrarlo, el seductor maléfico Tari. Bastará un soplido de la deidad a ambos lados del rostro del paladín instantáneo (“Encuéntrate con él y salva al mundo de esta desgracia”) para que la música electroacústica de Arturo Villela Vega y el imaginativo diseño sonoro de Federico Castillo con Omar Juárez Espino permitan el desplazamiento del héroe hacia las fritzlanguianas grutas de Macario (Gavaldón, 1959) para combatir al intruso, cargar en hombros el cuerpo amado objeto del rescate, ayudar a reanimarlo y demostrar la gran verdad eterna de la fábula (“El cielo siempre se acuerda de los hombres capaces de sentir amor”).

      En dos versiones de distinta duración ambas exhibidas comercialmente (la original en 191 minutos, otra fraudulentamente automutilada que sólo incluye los primeros 141 minutos más una incomprensible secuencia inmotivada final), Rabioso sol, rabioso cielo (Mil Nubes Cine – Foprocine : Imcine – Gobierno del Estado de Querétaro, 2009), tercer largometraje industrial de Julián Hernández otra vez en plan de autor completo y colocando ahora su estética bajo los designios de la justeza de una rabia martirizada.

      La justeza de la rabia martirizada de la nueva cinta delirante de Hernández fue respaldada, acreditada e introducida en la regia inauguración del Festival Mix 13 de Diversidad Sexual en Cine y Video en México, correspondiente a 2009, mediante un hermoso texto, con la prosa martirizada e hiperbólicamente exacta de su director general Arturo Castelán, no menos delirante que ella. “Tres hombres jóvenes de belleza singular descubren el amor y el desamor sin estar ceñidos a ninguna circunstancia especial o temporal (ya sea un cine porno en decadencia o una zona atemporal deica) en el presente continuo de la eternidad. El amor como una epopeya ancestral, como una lucha mítica en el que la pérdida y la muerte no son sino fases inevitables del dulce dolor que ayuda a tocar la felicidad absoluta. Un filme tumultuoso de pasiones épicas. Una odisea increíble —densa, sensual, perturbadora— nunca antes vista en el cine mexicano. Mix dice... desnudez, violencia y situaciones sexuales”.

      La justeza de la rabia martirizada surge de hecho por encima de cualquier conflicto argumental. Ni conflicto principal y central, ni forzados conflictos secundarios o sucedáneos, sólo una primera parte en blanco y negro más o menos realista que dura aproximadamente dos horas (incluyendo un prólogo) y una segunda parte radicalmente mítica en colores que se prolonga por casi una hora (retomando el prólogo y dándole su cabal sentido). Ni diálogos ni medias palabras, sólo voces impersonales o monólogos interiores (que sólo puede escuchar la diosa Taira cual ángel wendersiano de Las alas del deseo, 1987), parlamentos en off (al estilo Ashik Kerib del martirizado cinepoeta armenio-georgiano Serguéi Paradjanov, 1988) y letreros escritos en pantalla. Como ya ocurría en Mil nubes y en Cielo dividido serán los textos no dichos los que harán avanzar narrativamente la trama / no-trama del filme devorada por la energía descriptiva y la sabia valoración de cada instante visualizado-visualista, trátese del vuelo de las miradas de los homosexuales cazadas al vuelo por otro homosexual para identificarse tácitamente y en ausencia verbal en trance de orinar o espiar en el mingitorio, o trátese de la sexualidad fríamente enloquecida en las butacas raídas del cine semidesierto, generándose así no un lenguaje fíl-mico carente de ideas, sino un estilo de cinerrelato manifestando, expresando y estructurando ideas más inestables y móviles que las posibles de abstraer en un concepto, por encima de todo concepto duro, petrificante, limitativo.

      La justeza de la rabia martirizada produce y es producida, en una retroalimentación perfecta de circuito cerrado o mega loop, por una forma fílmica deambulatoria. Todo deambula, los espacios, los personajes, las corrientes plásticas del no-relato. Deambulación por pasos a desnivel, por las calles fantasmales de la ciudad desierta o de una nueva alborada, por escaleras posexpresionistas, por habitaciones-habitáculo-nido de caricias y excitaciones dominadas por la vista. Deambulación por taquillas-atrios de salas de cine porno donde se exhibe como atracción principal el corto Bramadero de Julián Hernández, 2007, cuyos carteles ornan la entrada-introito, en una encantadora autocita naïve. Deambulación sin fin, deambulación decidida, deambulación impulsivo-compulsiva del sexo instantáneo sin preámbulos, deambulación repentina y desterrada sin usura ni desgaste. Deambulación de una construcción sin embargo discursiva y jamás a la deriva, capitular, temática, ensayística. Personajes envueltos por