Jorge Ayala Blanco

La justeza del cine mexicano


Скачать книгу

declamatorio, ni siquiera al estilo hipotético de los acartonados carnavales diazordacista-echeverristas de Emiliano Zapata (1970, también con libreto asimismo traicionado del gigantesco aplastante minimizador Garibay) y Aquellos años (1972), sólo deseando situarse en una terra incognita o una tierra de nadie entre la verborragia retorcida de las visitas de alcoba a Su Alteza Serenísima (2000) y la ronda de pulquerías realistamágica de la ya mencionada Las vueltas del citrillo, pensando quizá en la compensación apenas merecida de algún giro sorpresivo dentro de su plano y aburrido desempeño así sobresaltado. ¿No les bastaba con ser simplemente personajes de ficción, también deben ser actores transidos por el furor verbalino de diálogos más que artificiales y un carisma conceptual forzado, según la perspectiva o el grado de alucinación de cada uno de ellos?

      La justeza de la lealtad simula actuar de manera heterodoxa, si bien más sobre la iconografía fílmica que sobre la vacua iconografía oficial. Pero no basta con insinuar a un Villa por encima del Dios de los temerosos mojigatos, ese pobre infeliz que suele estar en todas partes y en cada lugar, en contraposición con regio nuestro General que ya liderea y se bate en todos partes y en ninguna. Pero no basta con reenfocar las figuras míticas centrales como Pancho Villa jodidísimo, desmitificado hasta la saciedad prehistórica, de retorno a las cuevas trucutuescas, con mirada torva y nariz aquilina, huyendo sin piedad hacia sí mismo de las tropas de la incursión de Estados Unidos pisándole los talones (por haber incinerado vivos a decenas de soldados gabachos, cosa que nunca explica el filme). Pero no basta con querer reivindicar / hundir paradójicamente a un inexplicado inexplicable prócer (lo contrario de un bandido o cuatrero de cuarta) que aparece en la pantalla sólo unos cuantos minutos, totalmente desintegrado en lo físico y en lo espiritual, sin el carisma paternalista-miedoso de Domingo Soler ni la bonhomía de José Elías Moreno ni la ferocidad sarcástica de Pedro Armendáriz, y no obstante recibiendo de modo incesante la pleitesía abierta de sus subalternos, tanto como el homenaje al revés de sus enemigos anglosajones. Pero no basta con haber hecho de Villa, como antes lo hizo con Zapata, “un ser ridículo que exige fidelidad inhumana”, “abrumado no por el peso de la historia sino por el exceso de maquillaje”, “un siniestro mamarracho, sin vida interna, sin emociones, sin capacidad de asombrar más allá de lo que diría una estampita escolar” (José Felipe Coria, en El Financiero, 7 de junio de 2010). Pero no basta con decir basta.

      La justeza de la lealtad quiere compensar (y recompensar) cualquier deficiencia y vuelca todo su resto en la figura escurrida y evanescente de su héroe titular. Chicogrande encarnaría a la mexicanidad traidora vuelta del revés, ahora iluminada por una lealtad perruna hacia el líder, al costo de la propia vida. Chicogrande encarnaría al Mexicano profesional que ha hecho, hace y hará la Historia (del episodio de la Expedición Punitiva hasta hoy fílmicamente inédito) como un héroe casi anónimo, sólo arrastrando y lanzando por delante el fardo de su idiosincrasia, su terquedad de mula que permite súbitos y jugosos cambios de tono verbal respetuoso / irrespetuoso (“Ya puede empezar, señor; yo no le digo, gringo jijo de la chingada”). Chicogrande encarnaría a la intensa ponderación del valor de la lealtad hacia tu país, hacia tus principios, hacia tu líder, hacia tu lucha y hacia ti mismo. Chicogrande encarnaría y vehicularía un discurso fervoroso sobre la lealtad fetichizada, la lealtad en presencia o no de la fe perdida / recobrada (más al otro que hacia sí), la lealtad como gracia ilusoria y esperanza ilusa, la manumitida lealtad agradecida al libertador inmediato (libre de los “palos del amo” gracias a Villa), la lealtad hasta la ignominia siempre. Chicogrande encarnaría el protagonista idealizado de un incidente insignificante (la búsqueda de un doctor) pero salvador (que cure a Villa), equiparable con la hazaña del Pequeño Coronel al rescatar las carretas repletas de provisiones indispensables para los heroicos confederados racistas aunque deba interrumpir el crucial combate en las trincheras de El nacimiento de una nación (1914), sin la prístina diafanidad de Griffith, por supuesto. Chicogrande encarnaría una traslación doméstica del héroe tallado en madera Charlton Heston ganando batallas después de muerto, cabalgando a la deriva y atado erecto a su caballo, en El Cid (1961), sin lo grandioso del aliento epopéyico de Anthony Mann, por supuesto. Chicogrande encarnaría al sucedáneo perfecto del bondadoso cura pícnico romano Gino Cervi fusilado por los nazis de Roma ciudad abierta (1945) a quien incluso le plagia posmodernamente sus últimas palabras (“Morir es fácil, lo difícil es morir correctamente”), sin la sencilla vehemencia desarmante de San Roberto Rossellini, por supuesto. Chicogrande encarnaría la tozudez henchida de unidimensionalidad imbatible (“Mi General necesita que yo lo defienda, Villa tiene que vivir”). Chicogrande encarnaría la lucha descomunal por ofrecer una inútil imagen ideal de la identidad mexicana, la abnegada y sacrificial, la auténtica y apabullada y desconocida por fin inocultable, la que aguardaba ser revelada (en las antípodas patrióticas de la ultrasobriedad minimalista y potencial de Una breve película sobre el Indio Nacional (o la pena prolongada de las Filipinas) del filipino Raya Martin, 2006), la que cree maravilloso burlarse de su propia miseria moralina y de narcisista indolencia, dándole sentido a su carencia de vida gracias a la consoladora muerte autoinmolatoria, aunque quizá prisionera también ella de su limitadísima forma de pensar y de su realidad abyecta por los siglos de los signos. Chicogrande encarnaría un remedo trágico de antitéticos fraternos inmortales Antonio Aguilar / Julio Alemán vueltos de pronto contrarios a la violencia y arrojando sus pistolas sin dejar de cabalgar perseguidos por el llano para ceñir mejor y más absurdamente la Nada al así dejarse matar en Los hermanos del Hierro (1960), sin el compasivo nihilismo antimachista de Ismael Rodríguez-Ricardo Garibay allí aliado, por supuesto. Chicogrande encarnaría un encarnizado luto por sí mismo del Ars vivendi, rígor mortis. Dentro de este esquema y este orden de ideas, Chicogrande deberá reivindicarse ad infinitum, por lo que morirá tantas veces como los empleados universitarios linchados por los pobladores de Canoa (Cazals, 1975), tanto para renovar el suspenso mortuorio-martirológico como para satisfacer las urgencias de baño de sangre de cualquier maniático realizador ya psicopático senil.

      La justeza de la lealtad deposita toda su impracticabilidad de emoción genuina, toda su falta de elocuencia, toda la convicción abstracta y todo el nulo poder de convencimiento de su antiépica estática en acartonadas declaraciones declamatorias de compungidos rostros guiñolescos villistas o de objetos bien privilegiados. Gracias a ellas, e invariablemente viendo pasar alguna saña del momento, podremos conocer y comprender ipso facto las no-razones de la lucha por la patria (“Dése bien cuenta de esta guerra que hemos emprendido...“), las no-causas de la valentía (“Y nunca podré comprender el ciego coraje mexicano que no cede por nada”), los no-motivos de la traición del Viejo cabresto viendo pasar el caos de la bola (“Quién quita y el gringo ése lo agarra a usté y luego al Villa... pinche Villa, y se regresan p’acá mis muchachos”) sin saber que su propio hijo ha sido ultimado a latigazos esa mañana patriota por negarse a delatar al caudillo, la no-indignación sagrada de la vendedora de empanadas viendo pasar un cuerpo todavía maldiciente arrastrado por el suelo polvoriento mediante una soga desde los caballos (“Ave María Purísima”), los no-remordimientos de la culpa extranjera en nombre de las generaciones futuras viendo pasar ancianas y ancianitos que agitan palmas y despliegan orondas banderas tricolores y blanden antorchas indiofernandescas posCanoa la noche de la partida invasora (“Es demasiado tarde para reconocerlo pero no escaparemos a un merecido castigo”); o la no-lucubración radiante del signo reflejado en el cardillo del machete del vigilante Úrsulo (Bruno Bichir) viendo pasar las señales apaches ineludiblemente westernistas, o la no-deliberada inefable imagen de la bandera de las barras y las extrellas ondeando retorcida hacia sí misma y hacia su propio recogimiento avergonzado porque a ella se le frunce hasta el Chicoprextas ya disponiéndose a largarse con su música a otra parte, sin pena ni gloria, como esta chantajista y tremebunda parábola patriotera misma.

      La justeza de la lealtad pretende, por último y como contundente legitimación estética final, articular una interminable y crispada agonía a caballo en cierto interminable ocaso ciclópeo que no llega ni a hierático crepúsculo fotogénico de Figueroa-Fernández pero se cree despuntar-amanecer guerrero del Kagemusha de Kurosawa (1980), al emular aquella eterna aurora de los ejércitos dentro de un plano-secuencia imposible en el detenido punto inamovible del alba frenética.

      Y la justeza de la lealtad era ante todo una rémora deflacionaria del más grandilocuente cine mexicano oficial de los años setenta que se creía explosiva,