Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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de noticieros Ileana (Cristina Bernal) que acostumbraba poseer caldosamente bajo la ducha, a su descarada hija estudiante de economía Perla (Valeria Maldonado) que evitaba riesgos mayores copulando en casa con algún noviecito insignificante (“Sigo tus reglas”) y a su ajada esposa Lucía (Gabriela Goldsmith) sabedora colérica de sus rutinarias infidelidades (“El último pelo de pendeja ya lo perdí”). Todo ello por acompañar a su querido perro fiel, su chofer-cómplice-tapadera acaso también hermano bastardo suyo José Francisco El Ojotes (Enoc Leaño) durante la agonía (ya concluida, pues han llegado tarde) y el humilde funeral de su anciana madre, aquella inolvidable criada cuentera verbal (”Hace como veinte años que no regreso por acá”), en un pueblaco de Coahuila enclavado a mitad del desierto.

      Éstas y otras situaciones triviales parecían bajo el máximo control. Pero inopinadamente la vida del magnate va a dar un giro inesperado, complicarse y cambiar cuando decida retornar solo y por carretera al DF, cuando su automóvil se le descomponga humeando exacto en un punto del desierto donde cierta señal caminera anuncia que ahí no hay señal para teléfono celular, y cuando resuelva proseguir su ruta, aun perdido y a pie. De pronto, en medio de la nada, cual producto de alguna calenturienta imaginación visionaria, surgirá de las dunas una despampanante hembraza desnuda por completo pintada de azul, hasta en el coño, una modelo llamada Patricia (Claudia La Gatta), felina venezolana omnívora de redondas tetas enhiestas que resulta ser la actriz de una convencional película árabe de utilería, pero con camellos y globitos, cuyo director es, por pura casualidad, un antiguo colaborador siempre a las órdenes de Víctor el supremo, quien ha quedado de inmediato cautivado por la mujer y a quien ella designa sin más como su compañero de cama para esa misma noche, no sin antes darle una buena inhalada a la fortísima droga denominada piedra a la que se encuentra enganchada en forma irremediable pero aún gozosa, tanto como depende además de la sáfica jefa de producción medio chicana medio machorra tráiler Mura (Mónica Dionne) que sigue autoritaria y protectoramente a la bella irresistible por doquier.

      A la mañana siguiente, en un rapto de libertad y liberación agresiva del otro, la irresponsable Patricia tirará el celular del aquiescente Víctor por la ventanilla de la blanquísima gran camioneta principal de la producción porque está segura de que “No hay nada mejor que ser ilocalizable”. Sin embargo, de repente se desencadenará la pesadilla vivida. A resultas de una emboscada entre narcos, la virago Mura empezará a empuñar en amenaza y a disparar con diestra energía una metralleta de súbito aparecida, para intimidar y defenderse de otras, en el transcurso de un violento y caótico ajuste de cuentas, a raíz del cual, en medio de un reguero de cadáveres entre quienes se cuentan todos los técnicos y el realizador mismo de la cinta ficcional, quedará claro que la tal Mura y la pelele Patricia pertenecen a un grupo que trafica con droga y el supuesto rodaje no era más que una simulación para rellenar las latas de película con heroína pura y luego llevarlas así escondidas al otro lado (“Dos kilos de heroína pura, nos quedamos con la plata, desaparecemos”).

      Sólo falta entonces que el chofer de nuestro admirado aunque estupefacto hombre de empresa ya reducido a su mínima expresión inerme, sea levantado en su pueblo para que una extraña cuarteta de fugitivos, integrada por Víctor, Patricia, Mura y José Francisco, vaya a vagar en la enorme camioneta blanca, cerca de la autosuficiencia y llena de sorpresas, por los caminos y desviaciones del desierto, perseguidos por una policía y un narco que son lo mismo (“Están retiraditos, pero nos vienen siguiendo”). Dos varones atemorizados y dos mujeres desatadas intercambiando casi a capricho sus puestos de secuestrados y secuestradoras, intentando de mil maneras cruzar la frontera por vías bloqueadas, confesándose alrededor del fuego de alguna fogata nocturna, poniendo en evidencia sus traumas y miserias, entredevorándose y consolándose entre sí al darse cuenta de su desamparo y del acoso mediático-policial en que los ha colocado la imprudencia de la resentida cínica TVconductora Ileana (“¿Y a mí por qué me va a mentir, si no soy su esposa?”) tras sacar al aire el caso de la desaparición de su amante Víctor (que incluso a ella misma le costará la vida), desencadenando la ambición por el cargamento del corruptísimo político vejancón Arnulfo Ortega (Carlos Cámara) que funge a la vez como sabueso investigador y líder de la narcomafia a la que encabezan incondicionales jefes de policía locales (como Raúl Campero), convirtiéndose los cuatro en desesperada banda asaltante de supermercados y liquidadora de maleantes en un dislocado antro caminero adonde Patricia se meterá en busca de piedra, hasta ser recogidos caritativamente por una tribu de vaqueros nómadas, auxiliados en la extirpación de una bala en vivo al infeliz sadiquillo José Francisco, adoptados, pero que, por desgracia, no podrán impedir una salvaje emboscada exterminadora al lado de un riachuelo, en la que los cuatro fantásticos errabundos tan asediados y huidizos serán por fin cosidos a balazos.

      De producción mexicano-venezolana, Travesía del desierto (Cima Films - Fidecine / Imcine-Eficine 226 - Bacata 3000 Films - Centro Nacional Autónomo de Cinematografía, 115 minutos, 2010), film 14 del veterano productor-realizador mexicano de 66 años con carrera predominantemente venezolana pero de regreso al país tras las expropiaciones mediáticas del chavismo Mauricio Walerstein (desde el meritorio segmento “Isabel” de Siempre hay una primera vez, 1971, y el heterodoxo Fin de fiesta, 1972, hasta culminar en los celebrados filmes políticos de avanzada Crónica de un subversivo latinoamericano, 1978, y La empresa perdona un momento de locura, 1978), con libreto de la guionista venezolana Claudia Nazca (quien ya había escrito Juegos bajo la luna, 2000, para el mismo realizador), narra a empellones, a empellones dictados por una concepción tradicional del cine reducido a un argumento efectista y a una confianza sobrevaloradora de sus intérpretes (actrices-presencia, actores proclives a la sobreactuación), las sacudidas de una imposible fuga fronteriza. De hecho, una fuga situada en los bordes de una frontera quíntuple, la frontera narrativa diegética con Estados Unidos propiamente dicha, pero también la frontera de la acción para la sobrevivencia, la frontera del arrobamiento sensual, la frontera del odio al poder y la frontera con leyenda, en obvia persecución de una múltiple khátarsis fugalastrada, como sigue.

      La khátarsis fugalastrada hace lo indecible por demostrar que se trata de una inigualable película de acción acaso originalísima, ubicada en lo nunca visto y asentada sobre lo nunca imaginado. Acción hiperviolenta reducida a balaceras tipo legendarias narcobaraturas cándidas de los Hermanos Almohada y al héroe sin zumba acorralado desde sus espaldas por un vehículo a punto de explotar cual enésima reminiscencia de la inconmensurable Intriga internacional de Hitchcock (1959). Recurso entrometido de helicópteros a la menor provocación trepidante: helicópteros transportadores de droga, helicópteros que irrumpen a ras del suelo echando bala, helicópteros salvadores o transformistas, helicópteros perseguidores desde los aires (de nuevo inspiradas por el insuperable viejo Hitch), helicópteros estallando en repentina lengüetada de fuego, o simple ruido conductista de hélices de helicópteros para efectuar el destripadero final. Desierto cerca de Cuatro Ciénegas en la locación real, desierto hipotético aunque tangible, desierto que se niega a intervenir y asumirse como un hipertrofiado personaje más. Exultación setentera de Patricia trepada en la ventanilla de la camioneta, al paso de motociclistas extraídos de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) que responden con señas obscenas a tanto entusiasmo setentero. Periplo dantesco, a partir de un extravío crucial en el Camino de la Vida, pero que se concibe asimismo como un estruendoso recorrido / itinerario / turismo por variados y distintos círculos del averno, el purgatorio y el cielo. Escape de cuatro atormentadas almas encadenadas por el destino atracador de Bonnie y Clyde (Penn, 1967), por mala suerte multiplicado por cuatro en su eternizado día de campo mortífero, sólo porque lucen mejor en overoles pardos y cachuchas gachas de inmensa visera. Diálogos de inoportuna ternura insospechada al arropar con un sarape multicolor a la tiritante espástica modelito presa del síndrome de abstinencia estupefaciente (“Si fuera el Hombre Lobo te comería”), tras una andanada de parlamentos pringados de sonoros venezolanismos que se juzgan encantadores y dinámicos per se (Te van a matar, me importa un carajo quien sea, igual te van a bochar” / “Lo siento, macho, te jodí”) y exabruptos acomplejados sin dialecto latinoa-mericano preciso (“Mejor le hablo a la policía, a mí no me va a pasar nada” / “¿Dónde crees que estás, en Suiza?”). Estridente acribillamiento banal del velador cegato Don Prudencio (José Carlos Ruiz) y ubicuidad acústica de la cantante vaquera (Lila Downs) aun antes de aparecer en vivo y en directo. Huida sin fin de un grupo sensualista curiosamente