Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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tras blandir en la mano la factura de un dispendioso viaje que le pagó a su amante a Los Cabos, se le hinca para evitar el embargo consecuente de su deuda, mismo numerito que le hace enseguida, semidesnudándosele en su fina lencería blanca, al vecino salivoso que abusó de ella la tarde anterior, si bien ahora infructuosamente en todos sentidos. A continuación, gracias a la estratagema diseñada por la portera ojeta de fingir que iban a recoger el equipo fumigador, un vengativo abogado bancario (Eligio Meléndez) con su chalán (Harold Torres) y un cargador (Horacio García Rojas) logran irrumpir en el depto de la familia Gallardo para embargar selectivamente todas sus pertenencias valiosas sin piedad para las súplicas (“La tele no, es de mi niña”), provocando que la despojada dueña se haga pipí de coraje ante la agresiva concurrencia, sufra el intempestivo entrometimiento de su madre angustiada (Marta Aura) que llega con Isabel para rendir cuentas del saqueo (“¿Y mi tele, mi Xbox y mis cosas?”), se despida con un derrumbado abrazo conmovedor y para siempre de la pequeña que la repudia en medio de la sala recién vaciada (“Ódiame, tienes mi bendición para ello”), ponga a su alcance en una taza el contenido de varios paquetes de raticida, ingiera la poción temblando de miedo, viste su más exquisito atuendo negro de gala y se recuesta a morir con dulzura dentro de una tina rebosante de agua que se desborda.

      En un extendido epílogo, o adherente coda innecesaria, llega intempestivamente al edificio el eterno marido Javier, se bronquea con la portera cínica (“Yo la checaba a ella y ella lo checaba a usted”), somete a una nueva andanada de reproches mutuos a la moribunda, la saca de la tina, la coloca sobre la cama para tratarla como su princesa, sube en busca del saxofonista para que su esposa muera en los brazos de su verdadero amado, le confiesa que lo sabía todo desde la primera vez, se niega a llamar una ambulancia porque no quiere que su mujer pueda quedar en estado de coma, presencian juntos los póstumos espasmos dolorosos, la velan perentoriamente en medio de la estancia expoliada, confraternizan a solas porque para Javier estar con su rival es “casi como estar con ella” y acuerdan volver a verse “un día de éstos”.

      Coproducido en grande con España, Las razones del corazón (Mil Nubes Cine - Fidecine / Imcine - Wanda Visión - KMZ Producciones - Ibermedia, 125 minutos, 2011), el nuevo enésimo opus póstumo ficcional de un Arturo Ripstein de 68 años íntimamente vencido (tras los pavorosos fracasos en todos los órdenes estético-taquilleros de La virgen de la lujuria (2002) y El carnaval de Sodoma (2006), ya vuelto vampirizador mendicante de un crew posjuvenil extracuequero, pero apoyado para variar en otro escalofriantemente pretencioso libreto anticinematográfico de la autora de los guiones autosuficientes más ridículos y misóginos de la galaxia fílmica actual y anexas de Paz Alicia Garciadiego, sólo pretende esta vez corregirle con modestia la plana a la novela Madame Bovary de un tal Gustave Flaubert, sin jamás mencionar en sus créditos ni a la obra ni al autor. Melodrama llevado hasta sus extremas consecuencias seudointelectuales y telenoveleras, película masturbatoria si las hay, el resultado pretende hacer un estudio del desconsuelo y la necesidad de autocastigo por causa del adulterio a través de la migraña, la migraña como producto involuntario e inmarcesible arte de perdurar en el error, la migraña como fuente de todos los males y a su vez consecuencia del déficit de accutimento, la migraña a medio camino entre el retrato social y la subjetividad imaginante, olvidando el “Madame Bovary soy yo” proferido por Flaubert ante los tribunales defendiendo los derechos de la imaginación de la mera / redundante / obscena objetividad rea-lista), en aras de una khátarsis migrañadúltera que a nadie podría dejar satisfecho ni por completo insatisfecho en sus expectativas de puro goce masoquista, a falta de mejores y más saludables placeres, como sigue.

      La khátarsis migrañadúltera estructura su anécdota aritmética por suma y suma, y nunca resta ni multiplica ni divide. Estructura por stanzas cual interminables sesiones de reproches y lamentos autocompasivos aunque bien compartidos. Estructura lineal para escalonar conflictos y problemas sin jerarquizarlos. Estructura por encuentros cual desfile de personajes tipificados hasta el prototipo, el estereotipo y la exacerbación. Estructura a base de una amalgama de planos secuencia con mano firme hasta la rigidez y la imposibilidad de variación o invención, quizá sólo por virtuosismo narcisista o para encapsular de manera atractiva y presuntamente inventiva los eternos blablablá, televisivos en última instancia, de miniseries a lo mexicano tremebundo. Estructura no muy lejana a la del vociferante e ignominioso itinerario humano que va del perdido Recodo de purgatorio de José Estrada (1975) a las visiones paranoico-megalómanas de Su Alteza Serenísima Felipe Cazals (2000). Estructura de encierros más cercanos al gozoso enclaustramiento paternal El castigo de la pereza (Rip, 1972) y al trágico fallido Así es la vida (pero la de Rip, 2000) que a la paradigmática Repulsión (Polanski, 1965) que por lo visto el realizador jamás podrá extirpar del todo de su nivel sanguíneo, de su inconsciente en blanco / negro ni de su extenuada memoria salvaje. Estructura de situaciones estáticas, circulares, sin salida (“Si no fueras tan pedestre”). Estructura que debe abrirse para que la penetren el día del embargo antifamiliar de Cuando los hijos se van / Cada hijo una cruz (Bustillo Oro, 1941 / 1957 / 1968), la henchida comedia macabra ante un cadáver hinchado de La perdición de los hombres (Rip, 2000) y hasta el guiño de la utilidad del matarratas que vendía el amado-odiado-temido padre enclaustrador del mencionado El castillo de la torpeza. Estructura enunciativa de letanía imparable o de sermón invertido de caudal mastodóntico. Estructura que se creía viviseccional inflamable, explosiva. Estructura a imagen y semejanza de su heroína. Estructura en sí más perturbada que perturbadora. Estructura de amiba yerta.

      La khátarsis migrañadúltera tiene como propósito cumbre magnificar a través del monólogo y el diálogo los sueños de la telaraña. Todo empieza con un prólogo monologal por sacudidas y tiene como puntos de suprema fuerza escénica otros cruciales monólogos arrasantes, como el de la ingestión del raticida con pavor (“Duele, me dices si me duele, no es más que un pinche matarratas, me da miedo que me duela, mamita”), a los que secundarán diálogos siempre ampulosos (“Todos los días a la seis la misma monserga”), diálogos en exceso (“Los compré apenas en el palacio, no los has visto, de piel, suavecita, para ti, cabrón”) y diálogos en ocasiones hilarantemente gongorinos (“Dios les dio brazos de pollo de leche para que los varones les hagamos los milagros”). Diálogos del género teléfono descompuesto modelo Littin (“Eso dijo él, eso” / “¿Eso dijo? Eso ha de ser”), diálogos infantiles que le dan en la madre a la madre quizá adulta mediante una sopa de su propio chocolate (“No oigo, no oigo, soy de palo”), diálogos enfrentados (“Por tu hija, ten dignidad”) al absoluto de la terquedad (“Pues no, no me voy, ni de tu vida ni de esta móndriga azotea”), diálogos pretendidamente ingeniosos por sus repeticiones juguetonas o sangronas variaciones de palabras (“Ahí usted dirá, pero de que vive, vine” / “Vino, no se preocupe”), diálogos autoirrisorios cual máxima forma de la lucidez (“Repudiada y digna, la combinación perfecta”), diálogos hiperconscientes sin aplicación dramática posible (“¿Feminismo yo? Mi desgracia es que es todo lo contrario”), diálogos impregnados de envidia de la mala (“No sabes qué envidia me das”) o de la buena que es la peor (“Lo oigo y digo: ¡qué ganas de ser como él, de hacer cosas lindas!”), diálogos que corean el jamás desmentido llamado tácito al orden viril (“Compórtese conforme a su sexo”), diálogos descriptivos desde el subrayado mensaje didáctico (“Tienes voz de alucinada, lo primero que hago es venir a ver qué pasa”) o facultativo (“Soy químico y sé...”), diálogos de admitida crueldad masoquista (“Míralo, regresó por ti”) o sádica (“Quiere castigarla porque se acostó conmigo”) o curiosa-malsana (“Cuéntame de ella y de ti” / “Nada que no se imagine, además ya para qué”) o autopunitiva vaciándose una anforita de licor (“Se me quedó el coraje dentro, mala suerte, hay que ir por el cuerpo”). Y entre ellos, parrafadas ineptas (“Tu mesada, y no le comentes nada a Javier, caray, ¡no sé ni por qué te pido que me eches una mano!”), parrafadas impronunciables tras parrafadas supuestamente altisonantes tras parrafadas seudoliterarias. Parrafadas mistificadoras que quisieran ser mitificadoras del lenguaje (“Ojalá tuvieras otro interés aparte de esperarme: canasta uruguaya, tenis, el culto a San Martín Caballero, cualquier cosa, Emilia me ahogas, me cortas la respiración, me aplastas el pecho con tus reclamos”), parrafadas incapaces de escuchar / reproducir / imitar ni de reelaborar / desbordar / trascender el habla popular (“A ti te tocó nacer jodida, te tocó ser hija mía, oye mi consejo: vete con cualquiera