Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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(“No son las mantecadas las que me gustan; son los garibaldis, los de chochitos de colores”), parrafadas (“Esto no es un infierno, es la vida, la vida real”), parrafadas autoflageladoras de suplicante suplicio como silicio suplicio (“Sácame de esta vida, sácame de aquí, ¿recuerdas que me ibas a dar el arcoíris?, cúmplemelo Javi”), parrafadas en general y en lo particular infectas. Monólogos, diálogos y parrafadas que comienzan a delirar y perder pie mucho antes de que la heroína caiga en estado delirante y a él se abandone.

      La khátarsis migrañadúltera se apoya ante todo en un notable trabajo fotográfico con su correspondiente y casi autónoma (que no automática) elaboración visual en blanco y negro eminentemente plasticista del camarógrafo excuequero Alejandro Cantú. Aunque siempre se trate de imágenes-movimiento y jamás de imágenes-tiempo como sucedía en otras intervenciones más consecuentes de ese artista de la cámara (en especial Rabioso sol, rabioso cielo de Julián Hernández y El viaje del cometa de Ivonne Fuentes, ambas de 2009; o el segmento “La bienvenida” de Fernando Eimbcke dentro del film-ómnibus Revolución, 2010, desde entonces operando en blanco / negro), para mejor no contrastar con prodigios estéticos paralelos como los simultáneamente obtenidos en formatos similares con tempi opuestos por el húngaro apocalíptico Béla Tarr (El caballo de Turín, 2011) y el seco bretón Bruno Dumont (Fuera de Satán, 2011) o hasta el delicioso satirista noruego Bent Hamer (A casa en Navidad, 2010), he ahí lindos claroscuros esteticistas, nerviosos avances cámara en mano, fluida o acojonante sensación de encierro claustrofóbico, adecuada valoración de escenográficos móviles colgantes, fantasmagóricos reflejos parciales en la cristalería de los pasillos, sugerente fotogenia penumbrosa / radiante del viejo depto amplísimo y lleno de recovecos y escondrijos (en la piecera de la cama, tras una de las veinte puertecillas de la cocina integrada), conspiradores dollies circulares siempre envolventes más marchitándose que germinantes, absorbentes juegos duplicadores con los improbables espejos inmensos de pared a pared, enjundiosos planos-secuencia antidreyerianos puesto que sin tensión ni matices ni sorpresa interna ni necesidad objetiva, capitulares catapultantes fade-outs / fade-ins más persistentes que un simple parpadeo, acosantes tracks de ida y vuelta por los andadores de la azotea lastrada y los corredores interiores con exactas luces cambiantes, y last but not least todoabarcadores planos a la Wong Kar-Wai o Tarkovski desde la mirada de Orión o del Cristo Pantocrator de las iglesias ortodoxas cual permisividades medio desfachatadas medio ocultadoras del vecino aprovechado haciendo tactos genitourinarios con la boca (en homenaje al arranque felador de la soberbia Batalla en el cielo de Carlos Reygadas, 2005) o de la mismísima protagonista como si se hubiera desdoblado por un momento para contemplarse haciendo desfiguros, hasta culminar todo en el lentísimo avanzar de la cámara sobre la agonizante incapaz de escuchar el timbre telefónico que suena fuera de campo como único estertor suyo posible. Una fotografía capaz de crear más que de inducir estados anímicos. Ya lo decía el imprescindible Sadoul, cuando un realizador envejece se vuelve fotógrafo, y cuando da el viejazo irremediable, añadiríamos, hace decrépitos intentos desesperados por comprar comprando sangre joven en forma de imágenes de concepción impropia. Gracias al espléndido equipo técnico-creativo del productor independiente Roberto Fiesco, puede afirmarse que el maquilladísimo nuevo cine de Ripstein “hace bien la albañilería, pero mal la arquitectura”, hubiese advertido el refinado humanista dieciochesco Joseph Joubert.

      La khátarsis migrañadúltera tiende a prolongarse fatídicamente fuera de la pantalla. Vuelto el peor enemigo de sí mismo, don Arturo Ripstein acabaría dilapidando, por cortesía de su proverbial ira, todo su capital de aciertos circunstanciales al hacer escandalosos berrinches de pena ajena porque no lo premiaron en algún festival (San Sababastián 2011) del último país (cuya nacionalidad también posee) que aún creía en él, pues la cinta recibió en México una pamba atroz por parte de nuestra crítica fílmica de mayor prestigio y exigencia, pues Carlos Bonfil apreció que se encerrara “a los protagonistas, y con ellos al espectador en una atmósfera irrespirable” pero que “la pretendida aspiración a un melodrama vigoroso e intenso deriva, a fuerza de insistencias tremendistas, en un ocioso catálogo de envilecimientos circulares, de agria sordidez, desprovisto de esa calidad poética que habría podido conquistar con el contrapeso, así fuera mínimo, de una sobriedad moral y artística, ajena a la incontinencia verbal” (en La Jornada, 4 de noviembre de 2011); Luis Tovar advirtió como fundamental “la sensación, ésa sí definitivamente cansina, de estar frente a una película que ya se ha visto antes, y no entender por qué ha vuelto a ser filmada con variaciones prescindibles, según esto en afán de adaptar la obra maestra de Gustave Flaubert, aunque –AR dixit– ‘a Madame Bovary no le toqué ni un pelo’. Cosa buena para Madame, no así para Las razones del corazón” (en el suplemento cultural La Jornada Semanal del mismo periódico, 13 de noviembre de 2011), y el diario Reforma, dando muestras de escaso profesionalismo, publicó dos veces en diferentes días (3 y 18 de noviembre de 2011) el mismo artículo de Rafael Aviña, donde éste, con su mejor buena fe, tras señalar entre otras cosas que “el film de Ripstein tiene sin duda una enorme cantidad de elementos excesivos y muy discutibles”, queriendo hacerle un honroso favor consejero a la pareja autoral indicándole, como conclusión-dictamen, que “Garciadiego, quien tiene el último crédito, está lista para dirigir y Ripstein para darse la oportunidad de trabajar en solitario o con otro guionista: la labor de ambos podría retroalimentarse muy bien”.

      La khátarsis migrañadúltera invita de magnánima manera sobreentendida a construir por amputaciones una película ideal. Sólo habría que borrar por obviote el epígrafe lugarcomunesco y petulante de Blaise Pascal que la precede (“El corazón tiene razones que la razón no entiende”), quitar los primeros veinte minutos de inútiles deambulaciones (14 horas de espera para reencontrarse con el macho en mucho más de 14 minutos), suprimir los últimos veinte minutos que a todas luces salen sobrando (en rigor la anécdota a contar termina cuando la heroína en la tina que culmina se mete) dando la impresión de que la película nunca acabó de arrancar y nunca acabará de acabar, omitir por profilaxis mental todas las situaciones forzadísimas o explicativas en exceso, eliminar por imposibles la mayoría de los parlamentos inexpresivos / indigestos / inaudibles, recortar por misericordia melodramática al menos a la mitad o a la tercera parte las hiperreiterativas stanzas narrativas (de los 15 a los 7.5 o 5 minutos en pantalla), extirpar incongruencias y despropósitos y pajas y adherencias parásitas, liquidar por impudicia grotesca el par de gratuitas e inservibles escenas-shocking (la recogida de un tampón vaginal usado, la meada a media sala) allí sólo pour s’épater soi-même... Amputar, amputar, amputar, o tijeras, tijeras, tijeras, según recomendaba nuestra adorada antecesora en el ejercicio cinecrítico mexicano Luz Alba / Cube Bonifant. Pero sería de temerse que, ¡ay!, no restaría demasiado, ni tampoco muy poco: la elección del riguroso régimen del blanco / negro más artificial e irrealista que nunca, la precisión de los encuadres y las texturas, la tiesura malgré tout armónica y estilizada de las actuaciones, la machacona pertinencia / impertinencia gris de la música de David Mansfield, o así.

      La khátarsis migrañadúltera empieza, mantiene, concluye y se encierra a sí misma en un regusto sañoso por el espectáculo de la degradación femenina y sus quejumbres. He ahí, pues a la mantenida dormilona huevonaza que despierta a media mañana, la del blanquísimo camisón matapasiones, la golosa recién levantada, la que jamás se acomide a arreglar ni mínimamente su depto, la buscona de sexo, la rogona telefónica despojada de la acezante sublimidad trágica de Anna Magnani de Cocteau-Rossellini (en el episodio La voz humana de L’amore, 1948), la renuente a hacer o dejar hacer cualquier cosa lanzando como pretexto a la hija porque según ella está delicada de los pulmones, la sigilosa subrepticia del escondite inmediato para las inconfesables e hipócritas compras clandestinas, la insolidaria inmune a los reproches hacia off con cigarrillo pendiéndole de los dedos, la tipeja despatarrada pintándose las uñas de los pies o derrumbada de bruces sobre el lecho deshecho desde la mañana, la promotora del rencor heredado de generación en degeneración como única forma de relación madre-hija (ya evidente desde La reine de l’ennui de Rip, 1998). He ahí la despreciable desobligada inafectiva que ofrece comida congelada sin cocinar a su arisca hija ya dañada pero pidiéndole perdón de antemano, la botarata que gastó hasta el cambio previo a reventar la tarjeta de crédito por comprarle zapatos italianos de gala a su hombre, la desasosegada siempre al borde de un ataque de sus nervios erizados, la sabedora que todo