Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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la que se mete la inerte mano masculina bajo la falda entre las piernas sin mayor éxito, la arrepentida y contrita porque ha sacado de quicio por sólo haberle concedido 14 minutos de tregua a su amante antes de abalanzársele, la que se arrastra para ponerle flamantes zapatos negros a los pies que la patean reacios, la que es sacada de los cabellos del cuartucho amatorio, la ovillada gimoteante contra la puerta tras ser echada como perro, la escarnecida señora que intriga a la niñita futbolera y su amiguito (“Ella es una mamá”), la presa fácil para el relamido vecino de corbatón, la agitada inerme ante el repelente seductor panzón barrial muy arribacorazones (“No le diga que no a la vida, una copita para que se le quite esa cara de susto y se le asienten los nervios, digo yo: más vale mal acompañada que sola”). He ahí a la que se le hinca a la amiga o al macho aterrado sólo por un dinero de ayuda express, la que se envenena en un rapto de agresión / autoagresión y después se zurra de miedo, la eterna arpía derrotista y autodestructiva que no se atreve a salir de su hogar ni después de muerta autosaboteada, y así sucesivamente. Pero también, he ahí con preeminencia a la funesta nefasta que, con sus exasperadas e insaciables necesidades ovarioafectivas, se lleva entre las patas a todos los que la rodean, creyendo lo contrario (“Lo que no sabes es que te llevabas mi vida entre las piernas”, proferirá a la foto de su amante antes de ingerir el veneno) y se extingue satisfecha tras descomponer palpablemente a los demás (“¿Te duele, princesa, ¿qué hago? / Usted va a ayudarla a bien morir”). Exasperada de atar con demasiada frecuencia, sometida a los peores excesos intimidatorios, pero sin jamás conseguir la menor nobleza, carisma, convicción ni distancia crítica o humorística, una desangelada y sin gracia Arcelia Ramírez se esfuerza por construir con mínima coherencia perfecta un personaje incongruente desde su base: sólo sensual en la escena de la invasión al cuarto del amante (husmeando / acariciando / lengüeteando las sábanas sudadas de su amante y lamiendo la cucharilla con sus heces cafeteras) para recibir el cortón de su vida como un descontón con efecto irrecuperable (“Vete de mi vida, estás loca y no te quiero”).

      La khátarsis migrañadúltera consuma la coronación fantasmal de un corpus de obras. Según la recopilación Cine II: Los signos del movimiento y del tiempo de Gilles Deleuze (Editorial Cactus, Buenos Aires, 2011), en las intervenciones de una de las clases del maestro un alumno definió cierta película de Luis Buñuel (El diario de una recamarera, 1963) en los hondos, onanísticos, vagos, intercambiables y mamoncísimos términos de “se trata justamente de la relación agitación-deseos-fetichismo-glaciación perversa y no de la pulsión bruta”. Sin forzar apenas las cosas, Las razones del corazón podría ser definida con la misma fraseología, porque según Deleuze, “en el naturalismo desde que existe amor, hay elección de un pedazo”. Con viejos y vencidos hielos, perversiones, agitaciones, deseos, pulsiones, brutalidades y cola que le pisen, se trata en consecuencia de un naturalismo que, en el largo caso concreto y añejo del cine de Rip, sólo ha logrado generar dos tipos de esquemáticos personajes límite, pues sigue siendo cierto que “el autor naturalista no sobrepasa, en cuanto al contenido o a la forma, el horizonte de sus personajes; el horizonte de éstos es a la vez el del autor” (Lukács, ya en su Sociología de la literatura). Por un lado, entonces, los deleznables héroes gañanes patéticos, dominantes y asquerosos sin escrúpulos. Por el otro lado, las exigentes heroínas con síndrome PVH (en argot médico: pinches viejas histéricas) que abarrotan las salas de urgencia de los hospitales, bloqueando la atención a los verdaderos pacientes graves, y que con una pastilla-placebo medio alcoholizadita pueden quitárselas de encima por un buen rato. Para macilento, monotemático y duradero lucimiento de unos y otras. ¿Habría que acabar exigiendo más respeto y comprensión para los canallitas y las suicidas alter egos hechos mierda sobre mierda, por consiguiente? Sólo falta ya que el viudo cierre la puerta del escenario luctuoso, permitiendo un panning sobre la nívea mortaja arrugada sobre una mesa baldía como póstumo mudo elocuente comentario visual.

      Y la khátarsis migrañadúltera era por desventura a lo Disraeli una película pletórica de flojedades e inercias que tiene todas las virtudes que detestamos y ninguno de los vicios que amamos, sin el debido socorro interesado, inoportuno y pese a todo exultante.

      La khátarsis timidocéntrica

      Dependiente de su madre viuda Pilar (Monserrat Negrete) que regentea la discreta pero codiciada panadería La Ideal en una colonia céntrica del timorato Aguascalientes de mediados de los años cincuenta sacudido por el movimiento ferrocarrilero que encabezaba Demetrio Vallejo (“Nos esperan tiempos difíciles”, emite y repite vox populi a cada rato casi a coro), el sensible hasta la timidez y discreto adolescente cinero de 17 años Hernán Cortés Delgado (Jaziel de Lara) atiende muy guapito y prudencial el expendio familiar de pan, acierta en todas las trivias filmorradiofónicas que le permitan asistir gratis al cine con su queridoamigo bisexual de clóset Marco Antonio (Abel Amador), provocando la desesperación del gerente de un desaparecido Cine Colonial sito en la Avenida Juárez (Jaime Humberto Hermosillo en persona), y aspira a convertirse en escritor o dramaturgo a fuerza de leer obsesivamente piezas de Eugene O’Neill (el mejor regalo de amistad será un ejemplar de El viaje de un largo día hacia la noche traído expresamente desde Ciudad de México), si bien por el momento, quizá sólo para llenar el expediente y complacer los deseos prácticos de mamá sobretrabajada, estudia para contador privado en la academia comercial de segunda de Miss Serafina Llamas Rojas (Imelda Hernández Macías), por lo que debe disputar cotidianamente el uso de una vieja máquina de escribir con su puberta hermanita Verónica (Clarisa Limón Hermosillo), aunque cuente para todo lo demás con la devota complicidad de la sirvientita Agustina (Paola López), quien de hecho ya forma parte de la familia (“Para que te cases con una viuda”) y comparte su afición por la radionovela de moda El muro del odio con el muchacho, mientras su hermano mayor Eduardo (Stephan Bosch), contrastando con él, reparte en bicicleta el pan fabricado por mamá, se endroga de modo irresponsable con inútiles muebles modernos pagaderos a plazos, pretende convertirse en campeón ciclista, sin tener las cualidades requeridas para ello, y termina enamorándose, y muy poco después casándose, con la tierna joven politizada Paz Guerra (Angélica Padilla), abierta partidaria de la lucha reivindicadora vallejista (tan satanizada), que era la mejor amiga de Hernán, y seguirá siéndolo pese a haber devenido su cuñada.

      Pero no todo era dicha para la familia Cortés y sus adláteres en aquella época, sino más bien apuros. Hernán habría de recurrir a la caridad de su padrino Don Pancho (Armando Meza), dueño de la competidora panadería La Especial, para poder comprar el casimir del traje exigido de rigor en la graduación del por fin contador privado. El matrimonio del hermano plasta Eduardo con la vivaracha Paz estaría a punto de irse a pique por desacuerdos estrictamente sexuales, tras una iniciación en la noche de bodas que se sospecha torpe y brutal, por lo que la chica acabaría refugiándose en los cálidos brazos de su cuñadito cariñoso y siempre a punto de huir de regreso a la casa paterna. El buen Hernán sería empleado ya como profesionista por la pacata oficina de un Señor Sumarán (Norberto Hermosillo Méndez) cuyas desagraciadas desgraciadas secretarias hostilmente treintonas Gloria (Jessica Cordero Ramírez) e Imelda (Mariana Torres Ruiz) primero le harían la vida imposible al pobrecito estoico Hernán y luego lo aceptarían dentro de su círculo, convirtiéndose en sus aliadas, sobre todo cuando Marco cautivara a Imelda en la boda de Eduardo y el jefe de oficina se atreviera finalmente a llegarle ligadoramente a la solterona ansiosa Gloria.

      Por lo demás, acosada por el temor a chismes como los propalados por las brujeriles tías católicas beatas Toña (Graciela Díaz de León) y Concha (María de Lourdes Hermosillo), y asediada por las pretensiones del competidor Don Pancho de adquirir la panadería La Ideal e incluso plantándole mero enfrente una sucursal de la suya tan Especial y emblematizada por rechazados letreros infamantes de “Cristianismo sí, comunismo no”, la madre Pilar padecería de soledad y fortaleza, si bien parecería consolarse con el fornido obrero cincuentón de la panificadora apodado El Chato (Alberto Estrella) porque acaso no alcanzó nombre de pila. Y la diligente Agustina, siempre tan doblada sobre la radio para reportar de inmediato la nueva trivia fílmica (“¿Cuál era el verdadero nombre de Rita Hayworth?” / “¡Margarita Cansino!”), resultaría la elíptica ganona del reloj de Paz puesto a sorteo que permitiría a Hernán desertar de su rabona ciudad natal, a pesar de que sus dos principales acompañantes se rajarían a última hora: Paz ya embarazada de Eduardo,