Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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de la estación, sin mayor sentido expresivo ni dramático, a la hora de la partida de Hernán, ante una serie de conciliaciones y reconciliaciones de una docena de sus seres queridos, apenas con un toque de luminosidad irrealista / desrealizadora la puerta que conduce al andén y a las supuestas vías férreas sin retorno. Envolvimiento solidario en lugar de irremediable segregación / separación trágica, un error de cálculo muy característico de alguien que invoca dentro del relato la figura señera de John Ford, babeando tácitamente sobre su rigor, sin preocuparse por las causas y el sentido de su babeo sobre uniformes galoneados, desde una ficción a la deriva con aglutinamiento de escenas sin otra necesidad que la suma y resta de ellas para construir el relato más laxo y flojo de una galaxia filmonarrativa sólo nostálgica de sí misma. Una nostalgia por anticipado de la fuga exterior, la huida interior, el doble rompimiento. Presumiblemente, todo ello producto, como quizá la filmografía completa del realizador, del dolor de la timidez, la sensación de estar en el mundo pero viviendo en sus márgenes, entre otros tantos subterfugios que quisieran expresar el miedo que la vida le inspira al tímido, sin poder ofrecer de esa su reticencia resistente una representación directa.

      Y la khátarsis timidocéntrica por autoindulgencia desarmante sabe al fin que puede rozar el ridículo sin apenas tocarlo porque todo puede permitírselo la emotividad hipersensible orillada a decir de sí lo que dice también de ti.

      La khátarsis neoamarillista

      Fue empaquetada en pleno 68.

      Cuatro décadas después del horrendo descubrimiento (o “Macabro hallazgo”, según el diario populachero La Prensa o el magazine policiaco Alarma! en sus portadas sensacionalistas) del cadáver carcomido de la Empaquetada en un muladar y muy conscientemente pese a que ya existen casos de nota roja colectiva mucho más acuciantes, tipo las Muertas de Juárez o los supuestos sicarios Decapitados a diario en la lucha contra el narcocrimen organizado, el cuarentón divorciado y reportero de prensa escrita Germán Acosta (Adalberto Parra anticarismático) que sostiene equilibradas relaciones con su hija adolescente y su novia bibliotecaria Paloma (Aleyda Garza), recibe el encargo de acometer una investigación amarillista resurreccional (y acompañada de numerosos flashbacks que ocupan la mayor parte del tiempo en pantalla) acerca de la olvidada difunta cuya identidad nunca fue establecida y cuyo escandaloso homicidio jamás fue aclarado. Coincidiendo con el objetivo de poder desenterrar viejas pistas y proponer nuevas que reciclen la indagatoria, sobreviven aún, para fortuna del investigador improvisado, algunos vestigios testimoniales y numerosos personajes masculinos y femeninos ligados al hecho, hoy decrépitos en cuerpo y espíritu (o falta de éste), y tratándose de varones vetustos, la mayoría provistos de luengas barbas blancas.

      En primerísimo lugar, cuenta con una cinta marginal sobre la Empaquetada que filmó el guapo fotógrafo callejero del antiguo San Juan de Letrán y eterno aspirante a ingresar al CUEC Roberto Rentería (Rodrigo Virago), quien aparentemente se quitó la vida poco después de vomitarse ante el recién descubierto cuerpo en cuestión apenas indirectamente identificable (merced a cierta cadena con dije partido exhibiendo una D y una supuesta H extraviada), de realizar su peliculilla medio profesional independiente medio amateur sobre él y de perder a su ingenua si bien lanzada novia gringuita estudiante de baile Diana Inés Hermes (Diana García), demasiado involucrada en el Movimiento Estudiantil al lado de su amiga del alma Licha (Patricia Garza). Así que el testigo privilegiado se suicidó, o más bien fue suicidado, tal como se lo aseguran al intrigadísimo periodista algunos personajes hoy ancianos que lo conocieron (“Después se obsesionó con la mujer que mataron”), como algún cínico empleado del diario donde trabaja (“De veras que los muertos no se van del todo”), y se lo insinúan a la madre aún inconsolable del malogrado aprendiz de cineasta Olivia Acosta (Kariam Castro), un jodidazo cuate del trágico finado aún mariguano de tiempo completo ya desde entonces apodado El Moto (Gabriel Retes en franca autoparodia: “Ay hijo, el 68 es la Dimensión Desconocida, ya nadie sabe qué es la realidad y qué es la mentira: yo le dije al Beto...”) y lo que queda de una obesa Licha (Dunia Saldívar) tan envejecida cuan desvariante (“Hay cosas que no recuerdo bien, mis recuerdos se confunden”).

      Al violar la cripta donde reposan los restos calcinados del falso suicida, el avezado Germán encontrará, a buen resguardo dentro de la mismísima urna funeral, algunas fotos muy significativas, dejadas tan anónima cuan propositivamente allí, que lo remiten a la localización de un bronco guarura de procedencia militar apodado El Zurdo (Emmanuel Orenday) y, un poco más tarde, hacia el propio padre de la chica desaparecida, un perpetuamente agitado Hermes Zúñiga de Dios (René Campero) que, en aquel entonces (Alejandro Cuetara), estaba tan involucrado como la chica en el inolvidable Movimiento social de protesta, pero del lado de un grupo de represores, quienes, sin él saberlo, capturaron, encerraron en una celda clandestina y torturaron a su hija al lado de su amiga (“¡Qué niña más divina, cómo se veía encueradita!”), antes de golpear y liquidar a una de ellas, desfigurándola a filo de bayoneta y metiendo el feminofiambre en una cajuela, envuelto como paquete, para después deshacerse de él, abandonándolo en un terreno baldío.

      El intrépido reportero obsedido también encontrará unas postales patrióticas que lo llevarán a un laboratorio-archivo fotográfico sito en la Calle 16 de Septiembre del Centro Histórico, donde hallará fotos callejeras clave para realizar conjeturas que habrán de señalar como culpable intelectual de las capturas y ejecuciones, tanto de la muchacha como del infeliz Roberto, a un tal Lic. Armando Megido (Jorge Luke gangosamente deshecho), quien de hecho ya está, subrepticio y peligroso, tras los pasos del propio Germán, e incluso, junto con el torvo Zurdo redivivo, ha capturado a su hijita, como trampa y señuelo, para hacerlo llegar hasta las azoteas de Tlatelolco, adonde, una vez liberada la chavita ilesa, se efectuará un súbito aunque aplazado enfrentamiento a tiros entre el padre vengador Hermes que acompañaba a nuestro héroe (inmune a un amenazador mensajeo constante por celular para que detuviera su encuesta detectivesca), y sus antiguos compinches siempre impunes (“Yo estuve aquí y los desaparecimos a todos”), provocando descomunal matazón, no obstante previa a la feliz reunión del mismo progenitor ya vengado con su hija Diana Inés, medio loquita, al grado de ser confundida y confundirse ella misma para hacerse pasar durante cuarenta trastornados años por su amiga Licha.

      Borrar de la memoria (Producciones Borrar de la Memoria - Fidecine / Imcine - Eficine 226 - New Art Group, 109 minutos, 2006-2010), del exsuperochero-excuequero-exdirector de cabecera de las violentas narcopelículas de los Hermanos Almada-exdestajista inspirado-exlider sindical del STPC de 69 años Alfredo Gurrola (con sa-tíricos thrillers abismales como Llámenme Mike, 1979; con poschili-westerns magníficos como Cabalgando con la muerte, 1986; con desquiciadas cintas de ciencia-ficción hiperviolenta tipo Comando de la muerte, 1989), con guión original muy dominante del fecundo y creador cinecrítico de 52 años Rafael Aviña (“uno de los más perfectos del cine mexicano actual”, porque “por primera vez el movimiento estudiantil de 1968 parece ficción sin dejar de ser historia conocida” y porque el caso de La Empaquetada de 1966 “nos viene a decir que hoy ella es el antecedente de las muertas de Juárez”, apareciendo tal como “Francisco Corzas imaginó en la pintura”, según el difícilmente entusiasta Braulio Peralta, en el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 5 de noviembre de 2011), determina y certifica la topografía genérica de un cierto tipo de neothriller truculento, pensante y autoconsciente que considera emblemático, vigente, valioso y todavía posible de ser frecuentado, cierto cine violento popular ya extinto, aunque refugiado en el videohome, a semejanza de actores de presencia virulenta tipo Jorge Luke, con quienes habrá de toparse el relato a sacudidas, en vertiginoso itinerario humano casi inhumano dentro de los lugares más sórdidos de cierto paisaje urbano e histórico apenas sobreviviente, a la salpicadamente ominosa y resentida búsqueda consentida de una khátarsis neoamarillista, como sigue.

      La khátarsis neoamarillista se deja anunciar como una asunción programada y programática. Trepidante y tripartita de entrada, la cinta se notifica de súbito basada en hechos reales y, cual decidida a arrollar con abrupto vuelo turbulento y enigmático, se hace preceder por un prólogo que se plantea en tres líneas distintas que irán a fluir en paralelo y a corresponder a otras tantas dimensiones de ejecución vigorosa y destemplada hasta la brutalidad. En una primera línea la descuartizada empaquetadita es hallada por un perro