Jorge Ayala Blanco

La khátarsis del cine mexicano


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a una pareja de padres de familia, a un corrillo de gente menuda, a un instantáneo cordón policial y a una reporteril sesión fotográfica, a modo de saqueo sacrílego que no rebasa el nivel de rutinaria plusvalía iconográfica hasta un “Ya párenle, cabrones”, espetado por un guardia uniformado. En la segunda serie de imágenes un mago lleva a cabo el consabido truco de la mujer partida en dos por un serrucho, dentro de un cajón ad hoc cual si se prestase voluntariamente a ser empaquetada para soportar de buena gana su martirio, el cual llegará en la frontera de la ilusión homicida y el truco fallido, para consternada emoción de sus espectadores (y de nosotros mismos, impotentes ante esa otra empaquetada impotente). Como tercera secuencia de alternación, brota de la nada de unos aposentos vacíos la cruel madriza que le propina salvajemente un tipo a una aterrada chica que intentaba escapar de su dominio y trata de levantar una pieza de bisutería en su fallida tentativa de fuga, cual si sólo fuese una paliza recibida en su hogar por la pareja reacia de un compañero particularmente inclemente en el descontrol de su furia. Y las tres líneas distintas se tornarán, por su permanencia improcedente y de manera retrospectiva, por separado y sin hilo conductor entre ellas, en acontecimientos premonitorios, alusivos, característicos, que incluyen ya, como aviesamente, los temas a desarrollar, los que van a fluir en paralelo y a corresponder a otras tantas dimensiones de ejecución vigorosa y destemplada hasta la brutalidad. Tres caras de un empaquetamiento en especial misógino y feminicida avant la lettre: su resultado, su fantasía y su acto desnudo, dando como resultado una insomne, sonámbula, incallable y terca banalidad del mal socialmente establecida y aceptada.

      La khátarsis neoamarillista se deja poblar anímica y caracterológicamente, a lo largo de toda su primera parte, por un audaz, sobresaturado, inteligente, estratégico, delicioso y delicado uso y abuso rampante de una cinefilia complacida que se desahoga hasta el desafío, siempre a manera de homenaje fervoroso al cine popular más humilde, en cierto modo a semejanza de la película misma, reminiscente de un tipo de cine hoy desaparecido que aún abarrotaba las salas barriales y pueblerinas de la república entera hasta fines de los años ochenta y principios de los noventa, determinando y decorando el inconsciente de sus poco exigentes espectadores ingenuos también ya desaparecidos. El compulsivo bombardeo erudito de cultura popular de época no se torna pedantería de dropping names a lo Carlos Fuentes, sino enumeración-asidero de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco y un delicioso rasgo de candor en el trazo del comportamiento de los personajes. Puesto que nada más modestamente encantador que una chica medio pocha tan explícita cuan denegadamente cortejada a lo Martha Roth en Una gringuita en México (Julián Soler, 1951), admitiendo modosa que le gusta oír canciones de Roberto Jordán, suspirar por la apostura de Julio Alemán y leer historietas rosas tipo La pequeña Lulú, Lucy, Archie y Suzy, secretos del corazón, pero cree firmemente en las reivindicaciones del movimiento estudiantil, y un galancito que califica de revoltosos a los militantes protestatarios (al igual que cierta vendida de la época) porque sin duda quisiera remitirlo todo a juegos aventurados de trivia aventurera con James Bond a la cabeza, pues de seguro añora sus puñetitas más que mentales con una plurinvocada escultural Maura Monti de La Mujer Murciélago (Cardona padre, 1967), o con los fulminantes ojos glaucos de Maricruz Olivier, y quisiera filmar secuelas porno de La Sombra Vengadora (Baledón, 1954), metamorfoseada como La Sombra Vergadora. Nada más bizarramente encantador que ver de pronto a dos noviecitos discutiendo sobre las piernas de la chaparrita supersexy Emily Cranz poco antes de atreverse a hacer el amor libre en un laboratorio de fotografía, o presenciar un exabrupto del protagonista reconociendo con orgullo su origen onomástico (“Me llamo Germán por Tin-tán”). Y nada más álgido, indicador y significativo que invocar a Vincent Price en La máscara de la muerte roja (Corman, 1964) exacto en el punto de inflexión del film hacia una cuestionable segunda y última parte, cuando se efectúa el cambio de tono fundamental y los evocadores cuentos intimistas en paralelo van a devenir en sanguinario y mórbido thriller, sin posible vuelta genérica atrás, aunque a fin de cuentas haya sido una sola mención.

      La khátarsis neoamarillista se fija en la parcialidad visual. A través y en virtud viciosa de una parcialidad visual que poco tiene que ver con la vida retórica de la metonimia (o la sinécdoque) cinematográfica o con la mayor presencia de los cuerpos obtenida por medio de su fragmentación sugerente (manos bressonianas y pies kingvidorianos), sino con un sistemático recurso a los planos demasiado cerrados sobre los rostros de los personajes, especie de abalanzarse constante sobre ellos con front y back-grounds desenfocados, que crean la confusión de las acciones y aumentan el tremebundismo del contenido del relato, en vez de incrementar su misterio y el esclarecimiento de éste. Un 1968 como telón de fondo pero compactado y duplicado en movilizaciones y torturantes fatalidades de torturas (“A pesar de que venía sangrando, no dejaba de gritar, de gritar y gritar, hija de la chingada”), nada gratuito ni novedoso por supuesto, pero tampoco irresponsable, en las antípodas pero concomitante con el enfoque y el estilo sin estilo utilizados en Todos los días son tuyos del cuequero debutante José Luis Gutiérrez Arias (2007) con respecto a los ecos del fenómeno armado de ETA, aunque preferible de todas todas a la alevosa masacrofilia chantajista del tristemente célebre Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989). Torpemente fotografiado por Juan Bernardo Sánchez Mejía y peor editado por Luis Alonso Cortés y el propio director, a fuerza de congestionar el encuadre de por si negrusca y acremente agitado y de querer compactar los hechos anecdóticos más allá de lo comprensible (luego del “crimen brutal, al estilo de la legendaria ‘Dalia Negra’ estadunidense”, “no hay una sola secuencia bien montada y las interminables referencias triviales / cinefílicas / populacheras del guión llegan a cansar”, según el cinecrítico Ernesto Diezmartínez, en Primera Fila de Reforma, 14 de octubre de 2011), llega a pensarse en la caída en lo contrario de aquello que se proponían en su conjunto el tono lúgubremente exasperado del film, su tremebundismo deliberado y sus estereotipos tristemente desregulados, desarreglados, ineficaces. En suma, todo se congestiona y se apelmaza, debido a la tortuosa elección de la postura fílmica, no del irrefutable oficio del realizador, resultado final del reinventado verosímil de un delicado guión con buenas ideas parcialmente echadas a perder por un sensacionalismo asumido y narrativamente intelectualizado pero filmado sin distancia ni demasiado interés cinematográfico ni taquillero carisma alguno.

      La khátarsis neoamarillista enaltece finalmente una sutura temeraria. Hace que el tratamiento de la impunidad se recite por el villano de atuendo / tesitura oficialista sobre las azoteas de la provocación con guante blanco (“Así fue en 68, en 84...”: en todas las demás fechas políticamente fatídicas) y se acentúe cual megaimpunidad enamorada de sí misma a través de los decenios y los contubernios y los siglos fervorosa de eternidad, desmontando tanto el contenido explícito de la nota roja nacional de época (maniática de culpabilizar a las víctimas en vez de a los verdugos) como alguno de sus mecanismos aún vigentes, entre el suspenso atrabiliario y el delirio postsuperochero atrabiliario en frío, como en cualquier Contrato con la muerte o Verdugo de traidores que compensara La fuga del Rojo (Gurrola, 1984 / 1986 / 1982 respectivamente), sumando represión estudiantil sobre inminente represión actual, rumbo a la aggiornada y reivindicadora sorpresa final del reconocimiento del lazo entre el padre buscador y un hija que parece aún más provecta que él, ese abrazo arbitrario y superlativo a rabiar, con corte y cambio bárbaro hacia una familiarista negrura concluyente. Pese a la desconfianza historicosocial predominante, al menos a ésos no se les podrá Borrar de la Memoria.

      Y la khátarsis neoamarillista era por desventura dichosa el inconsolable y luctuoso memorial colectivo de una trunca historia de amor (¿con la inconfesable Historia reciente?) que, aún concluida trágicamente, de buena gana seguiría gritando si pudiera “Guácala, qué rico” como toda contradictoria lógica autobiográfica comunal hecha marasmo irrecuperable.

      La khátarsis fugalastrada

      Rebelde y prófuga de su destino, una hermosísima doncella indígena ofrecida a los dioses prefería sumergirse desnuda dentro del río para siempre, en espera de que su enamorado indeciso, a quien había decidido entregarse primero que nada, se atreviera a alcanzarla algún día.

      Más que por solidaridad, por mera añoranza de aquella excitante leyenda aborigen con que una vieja sirvienta coahuilense alimentaba su imaginario infantil, el prominente industrial chilango presidente de un poderoso grupo internacional Víctor