Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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requerido. “Pedro Infante, aquí está todo tu pueblo; México se cimbró como en un cataclismo, en un terremoto, al saber hace trece años que habías muerto; todo tu pueblo se consternó y lloró; nadie lo creyó, pero desgraciadamente habías volado al cielo”. Todos los signos externos y acústicos de la emoción patética, clamorosamente elegiaca, habíanse confabulado para que la exclamación proclive al grito imprecatorio se quedara suspendida, como si el tiempo hubiese perdido su índole sucesiva y de nuevo la muchedumbre, en pleno motín de histeria colectiva, aplastara materialmente a los deudos, en cuanto descendiesen a la última morada los restos carbonizados del actor cantante, rescatados de su avioneta accidentada y traídos en vuelo directo desde Mérida, Yucatán.

      Los circunstantes —mujeres, con trenzas que rezaban sin interrupción rosario tras rosario, viejecitas que musitaban tristemente: “Mi Pedrito-Mi Pedrito”, fortachones en camiseta tatuados en los brazos como sucesores privilegiados de Pepe el Toro, rostros anónimos que sintonizaban en sus radios de transistores la estación de Pedro Infante, chorreadas con delantal y peinado de raya en medio al estilo Blanca Estela Pavón que se estremecían hasta la parálisis al oír los arrumacos musicales de “Amorcito corazón”, adolescentes despistados, muchachas de humilde minifalda, niños traviesos y compungidos— prorrumpieron en estentóreo aplauso, olvidando que se hallaban en un acto luctuoso de pesadumbre obligatoria.

      El firmamento fílmico mexicano acogía complacido los estragos de una Época Dorada que había sido ignorada incluso por quienes la vivieron, pero que querían prolongarla en un absoluto sin tiempo, sin traición ni engaño. Tal vez, si un “borrego” periodístico difundiera el esperado rumor del hallazgo del ídolo a salvo en la jungla lacandona, planeando su retorno estelar en la película El regreso del nieto de Pepe el Toro o Nosotros los hijos de Sánchez también somos pobres, magna joya de la cinematografía azteca que se exhibirá verticalmente en las dos docenas de cines que integran la vistosa y homogeneizada cartelera capitalina, nadie quedaría sorprendido. El paréntesis de una muerte supuesta, calumnia alimentada por la torpeza vendida de la gran prensa, se cerraría sobre la invulnerabilidad del pasado.

      Pedro Infante sigue siendo el ideal del estereotipo mexicano y el objeto inobjetable de su enseñoreado proceso mental, detenido y consumado en el cine de barriada. Pedro Infante ya es nuestro Rodolfo Valentino, prometido a las viudas vicarias de fidelidad octogenaria. Pedro salió de la nada; era de naturaleza y destino superiores a los de Aquiles que (así sería bueno) era hijo de una diosa y tenía managers olímpicos. Pedro está despojado de asociaciones morbosas. Pedro es el milenario culto a la muerte que renace como fantasma del inconsciente. Pedro había derrotado por fin a Jorge Negrete y a su adinerada jactancia charra en el pugilato librado dentro de la entraña masiva. Pedro es la promesa de obtenerlo todo, mujeres, fama, simpatía, madre masoquista, padre autoritario, fortuna, amigos, por el envidiable hecho irrefutable de ser prototipo del macho querendón. Pedro es el milagro de un periodo historicosocial más allá de las impertinencias del tiempo y del desarrollo. Pedro se agiganta como mito producido y reforzado por un fanatismo a la altura de las circunstancias axiológicas. Pedro es la garantía de la movilidad social ascendente (de Necesito dinero a Ahora soy rico) sin perder el sentido del arraigo y las virtudes innatas de la pobreza. Pedro es el abogado de los más caros imposibles. Pedro es la abnegación de la virilidad enternecida en un mundo hostil.

      Pedrito seguirá siendo la última entraña.

      b) El excremento y la gracia

      De los rascacielos de la gran Ciudad de México pasamos a los muladares de una de sus “ciudades perdidas”. Un niño tuerto acusa a otros chicuelos que veían a dos canes copular, corriendo el riesgo de que les salieran perrillas. Dentro de una casucha, una niña enciende una veladora ante una pequeña estatua de San Martín de Porres, que está junto a una cama en donde un niño se encuentra muy enfermito. Es la casa de Pancho (Alberto Vázquez), hombre joven, honesto y trabajador que se dedica al juego para olvidar, sin conseguirlo. Olvidar que se casó con una Chole (Ana Martin) de vestido rotísimo, que lo hizo víctima de la “explotación panzográfica”. Olvidar que, por la irresponsabilidad ciudadana de no haber hecho a tiempo su servicio militar, carece de cartilla, y eso le impide sacar la licencia de primera que necesita para progresar en su trabajo como chofer de overol. Olvidar que la columna vertebral se le está deshaciendo y pronto lo dejará reducido a la invalidez en la mejor edad de su vida. Olvidar la existencia miserable que obliga a llevar a su familia

      Veintidós años después de su primera aparición, la fatalidad de Nosostros los pobres y Ustedes los ricos se abate contra el hogar de Faltas a la moral (Ismael Rodríguez, 1969), y el jefe de la casa está anulado de antemano; incapaz de presentar mínimo combate, ínfima resistencia. La pequeña madrecita Evita Muñoz Chachita, insuperable en el monólogo arrastrante de inmediata eficacia chantajista sentimental, ha crecido monstruosamente, hasta convertirse en una lavandera gritona a quien apodan La Pulques, de doscientos kilos, delantal, capita tejida y calcetines oscuros, que apenas puede acompañar a Chole en su desgracia, en la inversión de roles laborales que la joven madre debe hacer para combatir la fatalidad que llama a las puertas del hogar.

      Pero todos los esfuerzos de Chole están condenados al fracaso. Va a buscar a su hermana, prostituta de cargadores (Katy Jurado), con la sana intención de pedirle dinero prestado para la curación de su niño, y la mujer la hará también prostituirse en los brazos de un orangután humano que le recomienda condescendiente “si no le gusto, nomás cierra los ojitos y ya”. Regresa con el doctor para que vea al niño enfermo, y el facultativo le cobra ochenta pesos por certificar la muerte del pequeño. Recurre a su ex novio Juancho (Juan Miranda) cuando necesita sacarle dinero a quien sea para comprar el uniforme escolar de su hija, y el musculoso tarzancito de playera se trata de cobrar el favor seduciéndola en un mirador de la carretera desde el que contempla la ciudad “cada vez más grande”, dando motivo para que se les conduzca a la comandancia de policía por “faltas a la moral”. Trata de ocultarle lo ocurrido a su marido e intenta disuadirlo de que no pelee, cuando el Juancho va a provocarlo aventando botellazos contra su puerta, pero el muchacho casi inválido sale a dar manotazos de rabia impotente, mientras el otro abusivamente le rompe la cara.

      La culpa de tantas calamidades la tiene el populismo barroco de Ismael Rodríguez, tratando de recuperar las virtudes innatas de Nosotros los pobres, en su más pavorosa y proterva decadencia. La regresión franca y siquiatrizable concederá respiros de vida indigente a las infelices criaturas de Faltas a la moral, artificiales y estereotipadas, porque estamos ante una película conmovedora como el entierro de un chavito con las piernas dobladas porque no cupo en la caja y padres berreantes (“no le pegues tan duro”, dicen a quien clava el féretro) y música