Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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van, etcétera. Pito Pérez o la vieja frontera reconstruida sólo en sus fisuras grimosas.

      Con estos argumentos se hace el papel de aquella estudiante de sicología que estaba maravillada ante la desinhibición de los lumpentrovadores niños que suben a pedir dinero en los camiones. Digamos mejor que a Pito Pérez se le ha trasladado a la etapa de la usurpación huertista para que a nadie le ofendan las invectivas que dirige contra generales y políticos corrompidos, y para que nadie se sorprenda de que en tiempos remotos existieron presos políticos. Pito Pérez está en las antípodas del jipismo puesto que nada rechaza (simplemente no puede alcanzarlo), ni participa en ningún movimiento, ni constituye una agresión social de la misma especie. Integra por sí mismo, desde su indumentaria hasta su índole deleznable, una subespecie humana. Es un ser por debajo e incluso aplastado por la ínfima sociedad que jamás podría asumirse por encima de sus condicionamientos ambientales.

      Pito Pérez representa, sobre todo, al individuo perfectamente pisoteable, y fusilable gratuitamente, sin remordimiento alguno, por las autoridades locales en un cementerio. Pito Pérez es la prueba tangible de que a los rebeldes sólo les queda el ingenio hipotético, el desprecio de las mujeres-masa (Lucha Villa) que cantan canciones de época como “¿Sabes de qué tengo ganas?”, y una maledicente soledad siempre refractaria. No usa melena, por lo tanto no es subversivo. Embriaga a todo un pueblo con jarabes de botica, como homenaje ferviente al consumo de alcohol, única droga permitida. Aunque se vista de gala, es un espécimen indigno de cualquier zoológico.

      Por todas estas razones el relato lo propone como espejo del deber ser del héroe positivo: insignificante, verborreico, autocompasivo, desintegrado. Un personaje inolvidable con inagotable capacidad de ridículo, para regocijo de retrógradas espíritus provincianos. El humor de taberna sube recatadamente al campanario y da un salto de medio siglo para labrar la grandeza del cine mexicano ronroneantemente culto. Gloria al pitoperismo reinante. La caricatura del subhombre conformista fue desde entonces el emblema encarnado que la Patria Agradecida necesitaba como estafeta para continuar la carrera de relevos sexenal.

      En reconocimiento a tales méritos de Gavaldón, que venían a refrendar los ya evaluados en La Rosa Blanca, la caridad mal entendida nos obligará moralmente a suprimir cualquier comentario sobre el rulfismo de la opereta ranchero-apestarsiana de El gallo de oro (película intermedia entre las dos analizadas, pues fue realizada en 1964), sobre las declaraciones públicas del rector haciendo llamados en el desierto para que se salvara al cine mexicano de las garras aviesas de los jóvenes cineastas; sobre las comparaciones con directores que saben envejecer con dignidad. Sobre la redención erótica de los jóvenes herederos del feudalismo industrial provinciano que retornaron de educarse en Estados Unidos “curados de machismo”, tratamiento que le fue negado al realizador de la película, quien, como desquite, vuelve a su protagonista Valentín Trujillo sospechoso de mariconería y edipismo incurable, proyectándose en la atropellantemente magnánima figura paterno-supermachista de David Reynoso que terminará victimando sentimentalmente a la humilde novia ramerita Ofelia Medina y dándose revolcones con su hijo en playas colimenses para evitar el suicidio del chico y devolverle su virilidad, al malinterpretar un guión póstumo de Hugo Butler llamado Las figuras de arena (1969). Y sobre la desarticulada farsa telenovelera con las empavesadas ancianas Carmen Montejo y Marga López espantando sobrinos mediante guiñolescos recursos de casa embrujada para Los Tres Chiflados distintos y un solo libretista Hugo Argüelles verdadero en Doña Macabra (1971). Pero no sobre la megalomanía de Mario Moreno Cantinflas, que debió cabalgar arriba y adelante por los campos coproductores de España en un nuevo Quijote.

      Aun de este modo, a diferencia de otros prestigios del viejo cine mexicano, Roberto Gavaldón dio gracias a sus siempre confirmadas cualidades de sequedad técnica en el cine tradicional bien manufacturado y logró emigrar del pasado y devenir en más de lo que nunca hubiese soñado: un apóstol del nacionalismo feudal, un diseñador de inútiles emblemas patrios, un benemérito de la hermandad cervantina.

      c) Don Cantinflas mendiga afecto de nuez

      Ya en plenitud de su decadencia, sólo treinta años después de haber eliminado cualquier impulso creador o inventivo para petrificarse en el éxito de su anacrónico peladito modelo 1936 (de los que ya no existen, si algún día existieron), orgulloso de ser reliquia del viejo cine e institución nacional, irremediablemente aburguesado y con imperturbable buena conciencia pero sin dejar de basar su comicidad residual en la abusiva explotación de la enfermedad del habla del mexicano (enfermedad gracias a él aislada, identificada, magnificada y cantinflantizada incluso metafísicamente), luciendo ahora a cadena perpetua el grácil rictus de un rostro quirúrgicamente restirado Cantinflas se erigió un pedestal clave de infeliz recordación en 1969: Un quijote sin mancha. Rodado inmediatamente a continuación del oratorio pobrediablista megalomaniaco de Su Excelencia (1966), donde ofrecía no pedidas lecciones de humanismo democrático-redentorista a los cancilleres latinoamericanos, y del bobhopismo vergonzante de Por mis pistolas (1968), si bien antes de hacer la apología a muy nuevo régimen de la delación patriótica en El profe (1970) como homenaje al sufrido magisterio nacional de regreso de Río Escondido, el film englobaba toda la obra reciente del “cómico de la gabardina”, precisándola temáticamente.

      Nada había cambiado; los rudimentos técnicos del maestro de obras Miguel M. Delgado seguían en el mismo estado, los inmóviles master shots volvían a ser invariablemente interrumpidos por monótonas tomas de protección en campo-contracampo ad nauseam, el comediante seguía representando al peladito taimado que se rebaja para agradar, la ideología de los chistes de almanaque permanecían bajo la advocación de San León Toral, y demás. Pero el celuloide exudaba, por todos sus poros, los denodados esfuerzos que multiplicaba el invernal Cantinflas para ponerse al día, o más bien, para hacer prevalecer su concepción del mundo sobre los tiempos que sensiblemente escapaban a su entendimiento desde hacía rato.

      Enarbolando el simbólico nombre de Justo Leal Aventado, el personaje reclamaba, para su gloria, el generoso mito capitalino de “El hombre del corbatón”, litigante protector de los menesterosos. Así, el abogadillo de pantalones remendados que encarnó, salía a combatir por los habitantes del vecindario, repartía moralina a la menor provocación, arremetía blandamente en contra de una corrupción judicial que diríase perteneciente a la “ingenuidad” del primer porfiriato mexicano (aunque vista desde el segundo), jugaba futbol de sombrero en la comisaría, bailaba desarticuladamente en cafés a go-gó disfrazado de grotesjipi para rescatar chicos del Taking Off de Forman, disuadía de divorciarse a vejetes impotentes, recibía con reverencia apolillados consejos de sentenciosos ancianos hispanos con gestos de hermana de la caridad (Ángel Garasa), añoraba en monólogo arrasante los tiempos en que fue honrosa la profesión de jurisconsulto, enderezaba cabareteras maternales en apuros de cine alemanista, fingía, modestia aparte, ser influyente, y gozaba sufriendo desaires amorosos, dentro de la olvidada gran época cantinflesca de Águila o sol (1973), para hacerse digno de pasear zoofílicamente orondo a una chiva blanca a través del Zócalo, como hidalgo moderno según él. ¿Me veneran aún?

      Los golpes de pecho positivistas y los discursos mojigatos no podían estar equivocados. Mediante el sermoneo paternal de un quijotismo simplista y fariseo, un quijotismo sin mancha como el que correspondería a cualquier millonario en busca de imago filantrópica, Cantinflas estaba dispuesto, de ser necesario, a pararse sobre los sempiternos bigotitos de sus comisuras bucales, con tal de convencer(se) de la vigencia popular y amada de su personaje declinante. Dejaba al desnudo la sonrisa sin respuesta. Autoinvestido como Beneficencia Pública, pose que desde entonces sería el pivote diamantino de su ficción abrupta, lambisconeaba socarronamente al aire. Una bondad primaria y fuera de la realidad social, vitalizada en el mejor de los casos por sus infantiles caprichos de momia narcisista, le concedía por primera vez, gracias al quijotismo ramplón, un sentido al habla enrevesada de Cantinflas.

      Pero aún faltaba la santa alianza del franquismo y el cantinflismo echeverrista, las nupcias de la alpargata retrógrada con el huarache sublime: la megalomanía es una fortuna creciente hasta lo inabarcable. Faltaban las coproductoras tierras secas de la Mancha y los paisajes verbales de Castilla: por mi raza hablará Cantinflas. Faltaba la sanción de nuestra prehistoria hispánica y la inmortalidad de la Gran Literatura: el reconocimiento