Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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de la paleta estilística nonata del destajista Delgado por la impersonalidad solemne de un Gavaldón capaz de reencuadrar estáticamente sobre el eje; para un esclerótico titiritero de lujo, la voluntad embellecedora es una embriaguez. Faltaba Don Quijote cabalga de nuevo (1972) extensión espaciotemporalmente desplazada de Un quijote sin mancha,

      ¿Existe mayor obsequio a sí mismo que usurpar alevosamente el centro de la ficción eviterna, relegando a un segundo término de patiño prestigioso al mismísimo Caballero de la Triste Figura (metamorfoseado en Monigote de la Abyecta Caricatura)? Sin siquiera tomarse la molestia de darle crédito a la obra original, conformándose con apostrofar de entrada al humor de Don Miguel para manifestar luego la devoción (más santurrona que estricta) de la empresa, y atreviéndose sin embargo a incluir en la trama al presunto soldado Cervantes (Javier Escrivá) como un escribano arreado, con la mano izquierda enguantada, que hace dibujitos y toma apuntes para su futura novela en la mesa de un tribunal de la Inquisición (¡!), Cantinflas se sube a duras penas al borrico de Sancho Panza para desde allí abaratar (léase “mejicanizar”), con carpera o morcillera verba inoportuna, cada parlamento; para neutralizar cada noble episodio de esta tragicomedia convertida en discursivo melodrama archiexplicativo, para rebajar el alcance del film a nivel de un programa de Platícame un libro del Canal 13, para sabotear los escasos momentos mínimamente inspirados de esta nueva adaptación escolar del Quijote, en la línea de la retórica versión española de Rafael Gil, con Rafael Rivelles, de 1948, y en las antípodas del soviético Kozintsev (1957).

      Las aventuras quijotescas se remodelan en función (al gusto) de este Sancho sin panza, con calzas rojas, gorrita manchega y calcetines escoceses, pero que conserva las habituales camiseta, mascadita ajada y ademanes urbanos de Cantinflas. Por lo tanto, el caballero se puso a darle estocadas a los pellejos de vino sólo para que Cantinflas se bañara de rojo líquido la cara en stop motion. Arremetió sobre molinos cual gigantes para que Cantinflas trepara miedosamente a las aspas y un stuntman girara por los aires. Cargó a su avanzada edad pesada armadura para que al bajarse del caballo Cantinflas le dijera: “Derechito, no se me pandié”. Fue transportado en una jaula y supuestamente juzgado en un atrio como criminal para que Cantinflas pitara discursos plañideros, invocara histriónicamente a Carlos “Mango” y a los doce Pares “de zapatos” de Francia, se desahogara en desplantes desdeñosos pateando el polvo, fuera contratado retrospectivamente por Don Alonso Quijano con nostálgica música de clavecín mal temperado (“¿Cómo a la inmortalidad? A esta hora ya está todo cerrado”) y volteara con tenaz sangronería media docena de dicharachos al revés, mientras las comparsas espectadores decían ajá con mímica. Soportó palos y humillaciones para que Cantinflas bailara con él, alzando la patita. Se trata de una materialización clásica del espíritu práctico, sin duda.

      A fin de cuentas ¿quién acompaña al guiñol verbal de Cantinflas? Un viejito cursi y raboverde que quiere llevarse la luz de tus ojos en el granero, un loquillo apocadón y verboso que desearía llevarse también el horizonte, pero si se acerca lo pierde, así como la oportunidad de enfrascarse en un diálogo de doble sentido estilo Teatro Follies de los treintas con una cuidadora de puercos. ¿Qué se fiz del ideal amoroso del Quijote? Se convirtió en un sexismo degradante en el que Dulcinea, aparece como una abestiada aldeana prostituida que se pasa la película con la boca abierta como idiota incurable, el ama de llaves resulta una codiciosa matrona que vela el lecho del caballero moribundo al estilo de Los cuervos están de luto, “a poco las mujeres son nuestros semejantes”, el juicio salomónico en la ínsula Barataria se aplaude por su denigración antifemenina, y la castellana pregona con ridícula mandolina que es Fuego, en tanto que la Dama de Pensamientos se hace de a mentiras un harakiri, disfrazada de Julieta de Zeffirelli.

      Aunque el admirable actor-director Fernando Fernán Gómez trate de darle utópica dignidad al personaje, posando como Cristo vulnerado en el alto vacío, este Quijote no es en última instancia más que un paladín del idealismo a lo Opus Dei, presto a afirmar que “los caballeros andantes y los curas son la misma oración”, viendo desde su ventana a las masas (estúpidas, por supuesto paternalista) quemar libros de caballerías como en estatal campaña antipornográfica y danzar alegres rondas en torno de la hoguera, de donde saldrán los fantasmas de Fahrenheit 451 a implorar a Don Quijote: “Sálvanos, papacito”, mientras Sanchinflas rescata heroicamente una pila de volúmenes.

      Y para rematar esta cadena de sermoneos y súplicas, el ingenioso hidalgo se fue arrastrando la cobija y regando por el camino sus enseres, vencido por el falso Caballero de la Blancaluna, para que Cantinflas, lloriqueando su lealtad preclara y mendigando de nuevo el afecto del espectador al invocar demagógicamente a niños y pobres (niños y pobres que nunca aparecieron en la película, pues es más fácil amar a los seres explotados en abstracto que tolerarlos en lo concreto), convenciera al desollado caballero en vías de jubilación de que vuelva a ejercer su oficio de vaguedad humanística, cuando se oigan coritos melosos de Waldo de los Ríos, y todo se resuelva en fervor navideño, dentro de una errabunda imagen triunfal del Quijote y su compadecible escudero, que cabalgan hacia el horizonte, como regia apoteosis de un antiguo noticiero EMA (España, México, Argentina).