Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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pues había poca diferencia entre encarnar al coronel Zeta o al general Mapache de La pandilla salvaje o al viejo líder zapatista de La chamuscada o al santo Niño Anacleto de El rincón de las vírgenes, estuviese o no doblada la delgada voz del actor por el grave timbre de Narciso Busquets. En lo demás, la leyenda viviente del Indio lo aplastaba, lo obligaba a sostener públicamente un personaje inverosímil y tercamente extemporáneo.

      Era la leyenda periodística del dipsómano escandaloso que se desayunaba con botellas de tequila y pasaba de la máxima humildad afectuosa a la más descompuesta irascibilidad apenas se sentía obligado a dejar de escuchar transido canciones rancheras, para golpear o balear a algún camarero que le “había faltado”, o apalear a algún extranjero que había insultado a México. Era la leyenda del personaje supervital de traje pueblerino negro y paliacate infaltable que a los 67 años era capaz de parrandear hasta la madrugada, y a temprana hora presentarse impertérrito a un fatigosa sesión de jurado internacional de cine; la celebridad del has-been que vive en la pobreza dentro de un castillo en Coyoacán que se había mandado edificar con los materiales desechados en el rodaje de El fugitivo, haciendo esquina con la calle de Dulce Olivia que en un tiempo el director nacionalista se había “robado” para bautizarla así, en homenaje a su insustituible Olivia de Havilland; el renombre siempre declinante siempre novedoso del perfecto asistente-anfitrión folclóricamente hospitalario de los directores hollywoodenses de primera línea, ávidos de conocer la cosa fuerte mexicana que cambiaba cada temporada de mujer indígena veinteañera y tiraba bala durante la excursión al lago cercano; la fama del hombre vencido pero nunca derrotado que ya “había rendido” y vagaba aún por Churubusco, cansado de implorar a alguno de los mediocres realizadores nacionales que lo dirigían como actor, que le permitiera rodar medio shot de la película ajena, aunque eso de nada le sirviera para pagar los miles de pesos que tenía en deudas y entonces se viese obligado a seguir alquilando su casa como set, o algo así.

      Inútil sería analizar in extenso cualquiera de las tres películas realizadas por el Indio después de Una cita de amor: El impostor (1956) fue la versión mistificante y mutilada de la pieza El gesticulador de Rodolfo Usigli, acerca de la personalidad simuladora de un ideólogo demagogo a la mexicana; Pueblito (1961) fue una digresión mesiánica sobre la educación pública en poblaciones atrasadas, que semejaba un hierático refrito conjunto de Río Escondido y The Forgotten Village de Herbert Kline (1942); Paloma herida (1963) fue una inepta fantasía tanática con locaciones guatemaltecas en la que el propio Fernández interpretaba a un cacique ogresco que explotaba sin misericordia a los indígenas que bailaban twist junto al mar.

      A efectos de dilucidar en qué se convirtió finalmente la obra fílmica del Indio y de esclarecer retrospectivamente los supuestos estético-ideológicos que condicionaron (determinaron, dominaron, exaltaron y condenaron) a toda la obra del realizador, nada mejor que estudiar con cierta minucia Un Dorado de Pancho Villa, dirigida y actuada por el Indio tres años después de Paloma herida y nuevamente en contexto nacional. La cinta es una especie de película-summa, encrucijada y exageración al absurdo de todos los elementos, esquemas y manías que predominan a lo largo de las treinta y cinco películas anteriores del cineasta.

      Decimos que la película fue producida en 1966, que debía quedar escrito dentro de las efemérides de nuestro folclor patriótico como el año en que el poder legislativo mexicano, dócil a las indicaciones del presidente en turno (Gustavo Díaz Ordaz), decidió perdonarle la vida inmortal al guerrillero Francisco Villa, al cabo de cuarenta y tres años de muerto, e inscribió su nombre de santo laico ya inofensivo, en letras de oro, dentro del recinto del H. Congreso de la Unión. Más por oportunismo y por aprovechar la intensa propaganda gratuita desplegada, que por encargo oficial, el Indio Fernández se apresuró a escribir y conseguir financiamiento de amigos para dirigir el enésimo de sus retornos triunfales a la creación fílmica y la enésima de sus despedidas virtuales, asegurándose en esta ocasión el papel central indiscutible y mitológico de su cinta.

      No fue la única película conmemorativa, directa o indirecta que se filmó al vapor sobre el personaje histórico, o utilizando mercenariamente su nombre, esa temporada. El centauro Pancho Villa (Corona Blake, 1967) y La guerrillera de Villa (Morayta, 1967) iniciaron su rodaje un mes después del film de Fernández; pero a diferencia de ellas el Indio prescindía de la traza bonachona del actor José Elías Moreno, especializado desde hacía dieciocho años (Si Adelita se fuera con otro, Urueta 1948) en la caracterización paternalista del jefe de la División del Norte, Fernández había hecho el “gran descubrimiento”: uno de los hijos naturales de Pancho Villa, de nombre Trinidad Villa (y no Arango para perpetuar la leyenda), haría el papel de su padre en la película, confiando en que, con ese detalle supremo de autenticidad, se compensaría el abandono sufrido por el Indio de parte de sus antiguos colaboradores, ya que ni el escritor y burócrata gubernamental Mauricio Magdaleno, ni el camarógrafo autoritario Gabriel Figueroa, ni los músicos francisco Domínguez y Antonio Díaz Conde, antiguos compañeros de celebridad a la sombra del realizador, habían podido acompañarlo en esta nueva reincidencia. Sin embargo, el apoyo que podía dar el no-actor Trinidad Villa era bastante relativo; físicamente se parecía más a José Elías Moreno que a su padre y como intérprete se le obligaba a imitar todos los tics y actitudes codificadas por el mismo Moreno, aunque sin ninguna pericia ni recursos profesionales.

      Empero, la trama de Un Dorado de Pancho Villa es teóricamente tan crítica que, platicada a grandes rasgos, uno podría preguntarse cómo es posible que una historia así haya podido caber en el lecho de Procusto de la censura. Grandes titulares de El Demócrata y El Universal nos informan de la rendición de Villa a las tropas constitucionalistas federales de Obregón y Carranza el 28 de julio de 1920. El general guerrillero ha depuesto las armas y se despide de los Dorados de su Estado Mayor, para dedicarse en adelante a la agricultura en la hacienda de Canutillo. El mayor Aurelio Pérez (Emilio Fernández) regresa a su pueblo natal, en donde se da cuenta, en carne propia, del fracaso de la Revolución y de su propio fracaso como ser social. Su madre ha muerto, y su novia Amalia Espinoza de los Monteros (Maricruz Olivier) se ha casado con el nuevo señor amo, Don Gonzalo (Carlos López Moctezuma), que se ha adueñado de todo: comercio, banco, botica y las tierras que ha arrebatado a las viudas indefensas de los revolucionarios, contando con el apoyo incondicional del comandante de la zona militar del lugar (José Eduardo Pérez). El pueblo rehúsa pacificarse y la sola presencia del Dorado en el lugar provoca disputas entre villistas y carrancistas, que dirimen en rencillas mezquinas los atropellos socioeconómicos de que son víctimas.

      El viejo revolucionario se da cuenta de que no tiene cabida en esa nueva sociedad corrupta que nace. Dispuesto a partir, es aprehendido por las tropas federales bajo el pretexto del asesinato del cacique y de su esposa. En la prisión el hombre se entera del brutal atentado al general Villa en 1923, cosido por más de cien balazos, en el momento en que el líder guerrillero había comprendido el error que cometió al deponer las armas y por lo tanto se había vuelto altamente peligroso para el impopular gobierno constitucionalista, siempre temeroso de un levantamiento insofocable. Al ser trasladado a la prisión estatal el mayor Aurelio es liberado por una francotiradora, viuda de un villista, María Dolores (Sonia Amelio), que había sido la única persona del pueblo en demostrarle afecto y solidaridad al desmovilizado, cuando lo hostilizaban los poderosos de la región.

      En vista de tanta injusticia, hombre y mujer reclutan campesinos descontentos y organizan una guerrilla en la sierra. No tardarán en ser aniquilados y el revolucionario morirá acribillado por la soldadesca durante un dramático intento de evasión.

      Relatada así, ninguna duda podría caber de que Un Dorado de Pancho Villa es una feroz elegía, una temeraria denuncia de la traición gubernamental a los más elementales postulados de la Revolución que costó la vida a un millón de mexicanos, una desmitificación artera si bien expresada dentro del cine tradicional, una crítica política que va más allá de la doble cara de la burguesía prevaricadora que había puesto de manifiesto El compadre Mendoza y de la pérdida total de los ideales revolucionarios dentro de la lucha sangrienta de facciones tal como lo expresaban dolorosamente Vámonos con Pancho Villa y La soldadera. El sitio para analizar una película como Un Dorado de Pancho Villa no debería ser dentro de la sección dedicada a estudiar la decadencia de los viejos cineastas, sino que debería ocupar un lugar de privilegio dentro de las