Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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esa sinopsis “objetiva”, sin decir ninguna mentira estábamos haciendo la más jesuítica de las trampas. Omisión y ocultación: lo que en efecto vemos en la pantalla es dramática y estructuralmente muy distinto de lo que parece estar contenido en el esqueleto expuesto. Tanto los episodios como los incidentes y su presentación formal diluyen, niegan y ridiculizan sin piedad cualquier alcance heterodoxo o subversivo que habría podido tener una trama semejante. El estilo cinematográfico del Indio Fernández estaba tan terriblemente descompuesto que ya ningún tema podía desarrollar de manera coherente. Un alud de convicciones, creencias obsesivamente arraigadas, ideas fijas, simplismos y sueños inalcanzables de vigilia, inundaba cada toma y cada tema del film. No para matizar ni reforzar su potencia expresiva, sino para sojuzgarla, para debilitarla y para desviarla. Decir que estamos aquí ante una obra profundamente personal es un elogio bastante condicionado; también los síntomas de un padecimiento paraestético son personales. Cine de autor que es también autodenuncia y lápida de un autor destructivamente fiel a sí mismo.

      Lo que realmente es y significa ese viejo personaje de torso desproporcionado, facciones tosquísimas, anchas cejas, bigote grueso, labios rumiantes, cananas cruzadas, enorme sombrero sujeto por una poderosa cinta, sarape en la silla de montar, vestido de caqui antes de llegar al pueblo y de negro cuando una vecina lo entera de que a su madre se la llevó Dios Nuestro Señor, que lanza su mirada sobre las mujeres como el agua de una cascada, que camina golpeando solemnemente el suelo con sus espuelas, ni en la celda se quita el sombrero y fuma de perfil a la tarde que cae; lo que realmente es y significa no hay que buscarlo en las líneas generales de la trama, sino en la leyenda que sostiene el Indio en todos y cada uno de los personajes masculinos (o cuasi-masculinos) que han aparecido en las películas anteriores del cineasta, pues Fernández se quiere ver a sí mismo como síntesis y culminación de la estirpe de sus héroes noblemente viriles o sus villanos prepotentes.

      Como el militar colonizador David Silva de La isla de la pasión, el mayor Aurelio fornica con las mujeres lamentando no poder hacerlo con la patria. Como el bandido patriótico Pedro Armendáriz, enfrentado a los espías nazis que querían sabotear la participación de México en la Segunda Guerra Mundial de Soy puro mexicano, es liberado espontáneamente por sus correligionarios, siempre está a punto de batirse en duelo por una mujer y pierde instantes preciosos al ir con el cura para casarse con su novia.

      Como el revolucionario hijo desobediente de Flor Silvestre, se lanza a la lucha armada cuando sufre en carne propia la injusticia, pero se deja capturar y liquidar por sus enemigos para salvar la vida de su mujer y su hijo (postizo). Como el viejo hacendado desobedecido Miguel Ángel Ferriz, mira con estoicismo el derrumbe del mundo que había defendido con todos sus esfuerzos. Como el xochimilca Lorenzo Rafail de María Candelaria, es acusado vilmente de un delito que no cometió para que pueda dialogar tras la reja con su desdichada prometida. Como el miembro de la banda del automóvil gris de Las abandonadas, acepta brindarle su figura paterna al hijo (Jorge Pérez Hernández) de la mujer de quien se ha enamorado a primera vista y luego se hace acribillar por las fuerzas del orden con la recomendación de que el niño siga yendo a la escuela para que de grande sea un hombre importante de los que salen en los periódicos.

      Como el gallero guanajuatense Pedro Armendáriz de Bugambilia, regresa a su pueblo natal para ser baleado a la salida de su boda. Como el seminarista erotizable Ricardo Montalbán de Pepita Jiménez, se disputa a la mujer cortejada por un jerarca aldeano (el comandante ha sustituido al conde Rafael Alcayde) que será malherido y carimarcado en la primera trifulca. Como el pescador indígena de La perla, debe huir con mujer e hijo lejos del paisaje de su arraigo y sucumbirá en estado de pureza, sin llegar a contaminarse con la codicia que impulsa a sus perseguidores. Como el general hiperviril de Enamorada, secreta un irresistible efluvio amoroso que convertirá en su perro faldero a una fierecilla de largas naguas y de armas tomar.

      Como el maestro de primaria Fernando Fernández de Río Escondido, se sabe impotente para combatir solo a la violencia instalada en el medio rural, aunque crea en la bienhechora educación pública. Como el cacique brutal Carlos López Moctezuma, impone lo temible de su presencia con la misma intensidad que su fetichismo equino. Como el pescador humilde de Maclovia, irá a dar al presidio más por el amor de una mujer que por motivos sociales. Como el policía Miguel Inclán, de Salón México, cree en el valor de su uniforme como reivindicador paño de lágrimas para la mujer indefensa.

      Como su homónimo Aurelio (Roberto Cañedo) de Pueblerina, regresa con propósitos conciliatorios a su pueblo, después de un largo cautiverio, sólo para descubrir que su madre ha muerto, su casa está en ruinas y a su paso brota el rencor y la opresión. Como el enérgico patrón de La malquerida, está sentimentalmente desmembrado entre dos mujeres que profieren su amor como divas del cine italoamericano mudo. Como el capitán revolucionario Fernando Fernández de Duelo en las montañas, y como Popeye sus espinacas, mastica sexualmente a su amada antes de enfrentarse con las fuerzas federales.

      Como la periodista cubana Columba Domínguez de Un día de vida, se topa con recitadores de nuestra Historia Patria a la menor provocación: como en una fonda que se llama “Las glorias de Francisco Villa”, escucha a las lavanderas Celia Viveros y Aurora Cortés que se la mientan mutuamente invocando la derrota de Celaya, recibe el almuerzo de un niño que le asesta un discurso priista de nueve minutos acerca de la “trascendencia de la Revolución Mexicana en la afirmación de nuestros valores nacionales propios y distintivos, etc.”, lo increpa el cacique borracho que conduce la banda que toca “La Adelita” con tuba porque-es-el-himno-de-mi-general-Obregón, el paternal Pancho Villa promete ir a interceder por él con su cayado y su yunta ante los jueces, y así sucesivamente.

      Como el cabaretero Tito Junco de Víctimas del pecado, se encariña con un niño ajeno y esa debilidad de rejuvenecimiento fáustico la paga con la muerte. Como el presidiario Pedro Infante de Islas Marías, se asoma a la iglesia no para ver a su madre ciega Rosaura Revueltas en posición fetal junto al altar, sino para comprobar el buen estado de la fe de nuestro pueblo representada por un anciano con los brazos en cruz. Como el campesino mareado por el éxito Jorge Negrete en Siempre tuya, merece la admiración desbordada no de una Gloria Marín que le diga: “Dios me hizo tu sombra y fui una sombra tan insignificante que hizo que te alejaras de mí”, sino de una aguerrida Sonia Amelio que exclama al verlo: “Qué chulo pelao, ése sí es un hombre; un villista”.

      Como el maestro ladrón del ahorro escolar Roberto Cañedo de La bien amada, lo abatirá la fatalidad sólo porque los amores sin tragedia saben a frijoles refritos sin totopos. Como el capitán de barco Jorge Mistral de El mar y tú, regresa a su pueblo para enterarse de que su prometida se casó con el mal hombre que inventó la patraña de que el heroico combatiente había sido muerto en Corea o en la toma de Zacatecas. Como el nativo guerrerense Armando Calvo de Acapulco, esconde bajo su sencillez una gran fortuna humana. Como el all star cast de Reportaje, se diversifica en cien películas distintas y ninguna verdadera. Como el prófugo playero Armando Silvestre de La red, mira embelesado manipular a la amada sus sucedáneos fálicos, tal un cucharón gigante con que menea la cazuela del mole.

      Como el ranchero Jorge Negrete de El rapto, no puede gozar de su propiedad sexual en la noche de bodas. Como el libertador intelectual José Martí (Roberto Cañedo) de La rosa blanca, su modestia de prócer siempre lo hace estar pendiente de que sus frases sean memorizadas por la Historia. Como el costeño proscrito Marco Vicario de Nosotros dos, se deja corretear largamente para que podamos apreciar lo pródiga que es la naturaleza en materia de paisajes. Como el pampero solitario de La Tierra de Fuego se apaga, desciende al pueblo hostil para conocer el gran amor antes de que el destino le voltee la espalda.

      Como el amante trágico de Una cita de amor, se desploma sangrando sobre el tablado de la Historia para ser abrazado por la amante trágica enloquecida. Como el maestro universitario Pedro Armendáriz de El impostor, renuncia al incierto combate para llevar una vida idílica pero pronto se entera de que el paraíso perdido no existe. Como el ingeniero en caminos y puentes José Alonso Cano de Pueblito, no es en realidad sino un agente de relaciones públicas del progreso oficial de vacaciones en la provincia ignorante. Como el feroz cacique Emilio Fernández de Paloma herida, cae con su voluminoso vientre reventado por el estallido de una colisión tremendista que era imposible contener.

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