Jorge Ayala Blanco

La búsqueda del cine mexicano


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el Cristo junior (Carlos Piñar) y la inmaculada Magdalena pueblerina (Karla) en las gradas del altar, suenen menos fuera de lugar que los momentos salvables de Corona de lágrimas.

      La siguiente película de Galindo, Remolino de pasiones (1969), vuelve a tener, como aquella “corona de vergüenza” (Beatriz Bueno dixit), el lastre prácticamente insuperable de otra radionovela de Manuel Canseco Noriega, ahora la intitulada Fuego en la sangre. Pero hay Algo en la película. La secuencia de los créditos es francamente buena. La cámara se mueve con agilidad para espiar los pasos de Amparo Rivelles con aires de gran señora hermética que, custodiada por un par de corpulentos detectives, se encamina a rendir testimonio ante el agente del Ministerio Público, antes de ingresar en la prisión. Edificios nuevos, emplazamientos funcionales, fotografía bien balanceada, tensión en aumento, en fin, provocan la impresión de que la película va a estar planteada en términos plásticos y que los personajes no serán de cartón. Pero empieza la trama y vienen las dificultades que impedirán al Douglas Sirk mexicano manifestarse en plenitud.

      La bella y pulcra asesina de clase media alta se niega a rendir declaración, pues se encuentra aquejada de un complejo de Mujer X que la hará resplandecer con más intensidad su misterio tan otoñal, su consternación de personaje disculpable al cabo de ciento cincuenta capítulos de nuestra estrujante serie.

      Surgirá por ello, en ayuda del espectador, un testigo de descargo ad hoc, María Teresa Rivas, que acude a la comisaría con la misma seguridad y elegancia con que asistiría a un surprise funeral en los salones de recepción del Country Club. Su voz fuera de imagen se convertirá en la memoria de la cinta, más o menos obvia y enredosa, pero vibrando con sus observaciones, indignadas por cierto, indignadísimas, contra el canalla Carlos Piñar, quien, por gusto de atormentar, se dedicó a cortejar a la digna señora Rivelles, casada con un Augusto Benedico ejecutivo a quien le da un síncope cardiaco cada riguroso cuarto de hora, pero todavía enamorada, secreta y necrofílicamente de un primer novio al que Piñar se parece (se parecía, pues él fue el difunto en cuestión penal) como dos gotas de agua bidestilada, sobre todo cuando lo imitaba en todos sus gestos —pipa, suéteres, discos, modales, poses atléticas ante el escultor italiano Julián de Meriche, gusto por enviar rosas rojas de candente pasión, sádicas maquinaciones impasibles, ademanes de barbilindo que se cree hombre de mundo y miradas de cínico acabado de salir del salón de belleza—, al remediablemente perdido novio de la inconsolable viuda espiritual.

      Al contrario de su personaje de Cristo 70, Piñar es aquí irredimible. Por eso, una vez que haya hecho que la hija (Susana Dosamantes), tan bella como bemba, se enfrente a su madre (la Rivelles) por el amor que les ofrece a ambas en plan de vanidoso joven sin escrúpulos, una vez que haya hecho estremecerse a la señora al acariciarla en un recital de danza crotalista, una vez que haya bailado con la dama en la amplia sala vista en monumental top-shot que equivale a un rapto de obnubilación libidinal, una vez que haya provocado el casamiento por despecho de la hija con un pretendiente soso, una vez que haya recuperado a la chica ya dada a la bebida para ayudarla a vengarse de su madre, una vez que haya provocado el póstumo síncope del esposo engañado de la novela, el pérfido Piñar deberá descomponer su rostro de niño mimado y morirá abatido a balazos por la justiciera madre y amante en la Sala 3 del Aeropuerto Internacional. Una mínima retribución a su culpa sin límites y a su saña sin matices.

      Lo formidable de este delirante melodrama de Galindo es que los acontecimientos suenan justos, con hálito de juego concertante, aunque en conjunto formen un fárrago de tonterías, vilezas chatas y truculencias sentimentales dignas de peor película. Las epifanías melodramáticas se suceden sin cesar. Fugas semiborrosas en el campo, baile a solas en la casa, llamada telefónica de los amantes a la madre desde el bar, telaraña de las pasiones que se “siente” amenazadora, suicidio de la hija en el motel, muerte final del Alain Delon. Epifanías que exacerban el melodrama, paradójicamente con sutileza y contención, como ni siquiera Alberto Mariscal, en su mutilado Matrimonio y sexo, pudo conseguir en el cine actual. Un melodrama de estilo flamígero, sin cámara sobreexcitada ni motivos fantasiosos (de cine “moderno” exhibicionista a lo Ken Russell), con llamas de corto alcance, más bien en reposo y emigrando de una anacrónica cultura popular, aunque sin la abyección complaciente que la caracteriza habitualmente en nuestro país. Éste es nuestro melodrama désuet poniéndose sin conseguirlo ¿afortunadamente? al gusto del día. Esto nos recuerda que hay una esencia —fascinante, imprecisa, multiforme, extraña y a contracorriente de la intriga— que era el común denominador del melodrama y de la belleza específica del cine clásico.

      Después de Remolino de pasiones, el cansancio de Galindo va a hacerse cada vez más notorio, y ello se traducirá en el proceso degenerativo de su estilo relator: descuidado, inerte, rutinario. Es el caso de Simplemente vivir (1970), otra adaptación de telenovela; menos folletinesca quejas anteriores, pero esterilizada; presentando los conflictos de dos viudos (David Reynoso y Chela Castro) que tratan de “rehacer sus vidas” mediante un nuevo matrimonio que estabilice afectivamente su confort clasemediero, aunque los hijos de cada uno de los cónyuges maduros (Valentín Trujillo y Claudia Martel) sean obstáculos para la felicidad; todo resuelto a base de buenos sentimientos y a golpes de comprensión paternal. Las películas que le siguen en orden cronológico ya estarán basadas en argumentos originales de Galindo, pero la óptica telenovelera ya la lleva su cine en la sangre.

      Así ocurrirá en Verano ardiente (1970), adaptación expósita de Una tragedia americana de Dreisler, interpretada por Jorge Rivero como mercenario desmovilizado de la guerra de Vietnam (¡!), que trae de recuerdo de sus hazañas en el frente dos medallas purple heart en la maleta y una psicosis de flashes auditivos que lo va a ayudar enormemente en sus menesteres de arribismo social y para llegar al asesinato de sus competidores, antes de casarse con la rubia hija (Nadia Milton) del acogedor capitalista José Gálvez, aunque deba morir en una balacera de vértigo en la escena de la boda, oyendo las palabras del cura portavoz del mensaje de la cinta: la violencia engendra más violencia, hasta destruir a los violentos que creyeron que este subproducto de Cristo 70, sin el delirio melodramático de Remolino de pasiones, podría aclimatar al determinismo de la novela norteamericana de los veintes en un nivel superior al de la defensa de los valores más caducos de la familia burguesa y de la religión católica al servicio de la iniciativa privada; despojada de toda imaginación visual y hasta del repertorio de especímenes regiomontanos de Al rojo vivo de Gazcón, en cuya línea se inserta a pesar de su sermoneo oblicuamente antibélico.

      La siguiente película de Galindo fue producida por Cinematográfica Marte, que abandonaba momentáneamente la producción de películas de cineastas debutantes e incursionaba en los terrenos del viejo cine populachero, a fin de intentar resarcirse ante su mortal problema de descapitalización. Así, circunstancialmente, Galindo abrió un paréntesis en su serie de películas melodramáticas sobre el círculo familiar acomodado claudicantemente en concordia ante el receptor de televisión-espejo, y consiguió dirigir una cinta a su antiguo gusto: Tacos al carbón (1971). ¿Cómo renacería el pintoresquismo del barrio popular?

      Cuando Vicente Fernández vendía tacos de canasta en el frontón o en las puertas de las fábricas de Naucalpan, y se peleaba con otros taqueros por el derecho de antigüedad en la banqueta, la empleadita de “El taconazo popis” Ana Martin (siempre asediada por un insistente señor Martínez) ni lo fumaba. En las narices le cerraba la puerta de su accesoria de vecindad. Pero apenas vio que el buen peladón había ganado un automóvil norteamericano en la rifa organizada por una marca imaginaria de detergente, inmediatamente le hizo caso. Al poco tiempo se desposaron y tuvieron muchos hijos y taquerías. Sin embargo, no fueron dichosos por siempre jamás. Cada vez que inauguraba una sucursal de “El taco loco”, el hombre tenía que ponerle también su departamento a la respectiva mesera, pues bastaba con que las bailara al ritmo guapachoso de la sinfonola para que se consumara y se sumara una nueva mantenida en la lista de sus queridas. Esta fatigosa vida amorosa del flamante industrial del taco estilo Michoacán terminó el día en que el policía Sergio Ramos se indigestó con un taco de carne clandestina en la Sucursal Peralvillo y durante la investigación judicial del caso le cayeron en la maroma promiscua al Don Juan de la opulencia chafa, quien fue juzgado y escarnecido por sus mujeres. Al salir de la prisión todas lo despreciaron y tuvo que regresar al indigente punto de partida, volviendo a vender tacos de canasta junto