Nidia Ester Silva de Primucci

El poder invisible del volcán


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       El poder invisible del volcán

      Compilado por Nidia Ester Silva de Primucci

      Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

      Índice de contenido

       Tapa

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

      El poder invisible del volcán

      Compilación: Nidia Ester Silva de Primucci

      Dirección: Stella M. Romero

      Diseño de tapa: Hugo Primucci

      Diseño del interior: Giannina Osorio

      Ilustración de tapa: Hugo Primucci

      Libro de edición argentina

      IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

      Primera edición, e-book

      MMXXI

      Es propiedad. © 2015, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.

      Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

      ISBN 978-987-798-337-1

Silva de Primucci, EsterEl poder invisible del volcán / Ester Silva de Primucci / Compilado por Nidia Ester Silva de Primucci / Dirigido por Stella M. Romero / Ilustrado por Leandro Blasco. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo Digital: onlineISBN 978-987-798-337-11. Literatura Piadosa. 2. Vida Cristiana. I. Silva de Primucci, Nidia Ester, comp. II. Romero, Stella M., dir. III. Blasco, Leandro, ilus. IV. Título.CDD 242.646

      Publicado el 20 de enero de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

      Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

      E-mail: [email protected]

      Website: editorialaces.com

      Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

      El hom­bre que usa­ba pan­ta­lo­nes lar­gos

      El sol no ha­bía sa­li­do aún so­bre las se­rra­nías de Gran San­gir, pe­ro su pri­me­ra cla­ri­dad te­ñía al vol­cán de un ma­tiz púr­pu­ra. La par­te ba­ja de la mon­ta­ña to­da­vía es­ta­ba en som­bras y sus es­tri­ba­cio­nes se pre­ci­pi­ta­ban al océa­no co­mo si fue­ran las raí­ces de un tron­co gi­gan­tes­co, que­bra­do en un pun­to.

      Sa­tu, el mu­cha­cho, se aco­mo­dó en­tre las al­tas ro­cas del la­do sur de la pe­que­ña ba­hía exis­ten­te en la cos­ta oc­ci­den­tal de la is­la. Res­pi­ró hon­do. Ha­bía co­rri­do to­do el tre­cho des­de la ca­sa de su pa­dre pa­ra ve­nir a ver sa­lir el sol so­bre el vol­cán. Lo fas­ci­na­ban los pe­na­chos de va­por que flo­ta­ban por en­ci­ma del crá­ter, y des­de su se­gu­ro apos­ta­de­ro con fre­cuen­cia sa­lu­da­ba a la ma­ña­na, ob­ser­van­do có­mo el co­lor vi­vo en­vol­vía a la mon­ta­ña a me­di­da que el día la ro­dea­ba.

      El mar azul que se es­ti­ra­ba unos tres ki­ló­me­tros en­tre él y el vol­cán es­ta­ba tran­qui­lo esa ma­ña­na; una bri­sa le­ví­si­ma ri­za­ba las aguas. La ma­rea se ha­bía re­ti­ra­do, y des­de las ro­cas co­ra­li­nas de la cos­ta cer­ca­na le lle­ga­ba el pe­ne­tran­te olor del agua sa­la­da. Lo ins­pi­ró con re­go­ci­jo, al tiem­po que re­cor­da­ba que ya es­ta­ría lis­to el pes­ca­do pa­ra el de­sa­yu­no y que se­ría me­jor que re­gre­sa­ra a ca­sa.

      En­ton­ces vio al pe­que­ño na­vío que ha­cía via­jes en­tre las is­las do­blan­do la pun­ta que pro­te­gía a la ba­hía por el su­does­te. Era un bar­co de car­ga, y no ve­nía muy a me­nu­do. Sa­tu se de­tu­vo; sin­tió que lo em­bar­ga­ba una ex­tra­ña ex­ci­ta­ción. Se ol­vi­dó de la pri­sa de mo­men­tos an­tes por co­rrer a su ca­sa pa­ra el de­sa­yu­no. El de­sem­bar­ca­de­ro es­ta­ba tan cer­ca que po­día que­dar­se don­de es­ta­ba y ob­ser­var la ope­ra­ción de des­car­ga. O, me­jor aún, po­día ir has­ta el mis­mo de­sem­bar­ca­de­ro. Se pu­so de pie en­tre las ro­cas, co­mo un pá­ja­ro lis­to pa­ra em­pren­der el vue­lo. Es­ta­ba in­de­ci­so.

      El bar­qui­to se acer­ca­ba ca­da vez más. Sa­tu vio que los ma­ri­ne­ros pre­pa­ra­ban las so­gas y lue­go en­la­za­ban los grue­sos pos­tes de ma­de­ra que so­bre­sa­lían del agua en el mue­lle. El mu­cha­cho no es­pe­ró más. Des­cen­dió rá­pi­da­men­te de su mi­ra­dor y co­rrió ha­cia el de­sem­bar­ca­de­ro.

      Cru­jién­do­le el ma­de­ra­men, el bar­co se aco­mo­dó pe­re­zo­sa­men­te jun­to al vie­jo mue­lle de ma­de­ra.

      Du­ran­te sus do­ce años de vi­da, Sa­tu ha­bía vis­to mu­chas ve­ces la car­ga y des­car­ga del bar­co, pe­ro en­ton­ces vio en la cu­bier­ta al­go que le hi­zo sal­tar el co­ra­zón den­tro de su pe­cho des­nu­do. Ya se da­ba cuen­ta de que ese de­sem­bar­co no se­ría co­mo otros. So­bre cu­bier­ta ha­bía pi­las de ca­jas de ex­tra­ña apa­rien­cia y ha­bía tam­bién gen­te ves­ti­da con ro­pas ra­ras, muy ra­ras. Esa gen­te no se pa­re­cía a nin­gu­na que hu­bie­ra vis­to an­tes. Eran cua­tro per­so­nas, una fa­mi­lia, su­pu­so él: el hom­bre, la mu­jer y dos ni­ños. Ha­bía un mu­cha­cho co­mo de su edad y una ni­ñi­ta de po­cos años.

      —¿Quié­nes son? —le pre­gun­tó a un ma­ri­ne­ro, se­ña­lan­do con su de­do bron­cea­do a los re­cién lle­ga­dos.

      —Son maes­tros. Vie­nen de un país lla­ma­do Eu­ro­pa.

      —¡Maes­tros! ¿Y qué son los maes­tros?

      Sa­tu mi­ra­ba los ex­tra­ños ves­ti­dos lar­gos que la mu­jer y la ni­ñi­ta lle­va­ban pues­tos. “Maes­tros... maes­tros”, re­pe­tía una y otra vez.

      —Pron­to sa­brás lo que son los maes­tros —y el ma­ri­ne­ro se echó a reír—. Ellos quie­ren vi­vir aquí, en es­ta is­la