Alberto Vazquez-Figueroa

El sueño de Texas


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      Se dispuso a continuar su camino, pero apenas hubo dado unos pasos, la anciana lo detuvo con un gesto.

      –¡Espera! ¿No serás de los que se llevan a las Américas?

      –Vivimos ahí abajo, en el convento viejo.

      –¿Y estáis pasando tanta hambre como dicen?

      –¡Más!

      –En ese caso te daré un saquito de «gofio» pa los muchachos.

      –No, gracias, cristiana. No aceptamos limosnas, pero si me regala unas semillitas, y me dice cómo tengo que hacer para conseguir ese millo allá en Texas, siempre nos acordaríamos de usted. Y tan lejos no podríamos hacerle la competencia.

      La buena mujer meditó mientras la observaba de hito en hito y por fin sonrió con sus dos únicos dientes.

      –¡Lindo pico tienes, niña! Y «espabilá» que eres...

      –La necesidad, que aprieta.

      –¿Si te doy las semillas te acordarás de seña Eufrasia?

      –Como María Curbelo que me llamo que todo el mundo lo conocerá como «El millo de Seña Eufrasia». La haré famosa en América.

      –Carajo que eres lista y zalamera. ¡Ven pacá!

      La muchacha obedeció y la vieja metió mano en el recipiente que tenía a su lado, extrajo dos puñados de semillas y los depositó en el pañuelo que la lanzaroteña se había apresurado a quitarse de la cabeza.

      –Las tienes que plantar cuando haya llovido tanto que el dedo se te hunda por completo, de amanecida, sola, y rezando cada vez un padrenuestro. Y al acabar te arrodillas en mitad del campo, de cara al sol, con los brazos en cruz y le ofreces la cosecha al santo del lugar.

      –¿Qué santo tienen en Texas?

      –¿Y cómo quiere que lo sepa? Alguno habrá. Y si no te llevas de aquí el que más te guste. Al fin y al cabo, todos son buenos.

      ***

      En el lujoso comedor de pesados muebles, enormes candelabros, vajilla de plata y larga mesa por la que se desparramaban toda clase de viandas, se encontraban reunidos media docena de hombres que escuchaban atentamente a su anfitrión, don Bartolomé de Casabuena, que presidía la reunión y hablaba con la voz fatua y engolada de quien vive convencido de estar en posesión de la verdad.

      Dos criadas servían en silencio, aunque parecían no perder detalle de cuanto se decía.

      –En lo que se refiere al posible despoblamiento de las islas no comparto su preocupación, visto que estos campesinos se reproducen como conejos –por algo en Lanzarote les llaman «conejeros»–, y a la vuelta de unos años habrá tantos mocosos hambrientos correteando por ahí que no sabrán qué hacer con ellos.

      El hombre al que se ha dirigido, un gordinflón elegante y muy enjoyado, sorbió con estudiada delicadeza un poco de vino para dejar a continuación la copa sobre la mesa y responder:

      –Es posible, pero a corto plazo, ese injusto «Tributo de Sangre» que se nos obliga a pagar a los canarios nos priva de una mano de obra imprescindible. No necesitamos mocosos hambrientos, sino hombres fuertes. ¿No es cierto, Quintero?

      El mencionado Quintero, sin duda otro terrateniente, asintió y fue a decir algo, pero Casabuena lo interrumpió con un gesto autoritario al tiempo que señalaba, visiblemente molesto:

      –En primer lugar, recuerden que ese término, «Tributo de Sangre», ofende a La Corona y no debe ser pronunciado, y menos en mi casa. En segundo lugar, tengan en cuenta que todo tiene un precio, y si no fuera por esa «contribución voluntaria» de algunas familias, las islas no disfrutarían de un trato preferencial en su comercio con las Indias.

      –¿Pero por qué a otras regiones no se les exige ese precio? Esas son las cosas que hacen que los canarios nos sintamos como si no fuéramos totalmente españoles sino tan solo una especie de «colonia menor». Cinco familias por cada cien toneladas de mercancía se me antoja un precio abusivo.

      –¿Preferiríais abonar tres mil reales?, porque esos tres mil reales saldrían directamente de vuestras bolsas. Y con ese dinero se pueden pagar muchos jornales.

      –¡No, desde luego que no! Desde ese punto de vista el trato nos conviene, pero el pueblo se queja.

      –El pueblo siempre se queja, amigo mío. ¡Siempre! Lo lleva en la sangre y si le escucháramos pronto exigiría limitar el trabajo a doce horas diarias. ¿A dónde iríamos a parar? Nuestro común amigo el Pagador Real, que entiende de números, podría decírnoslo.

      El citado Pagador Real, un hombre flaco, de expresión avinagrada y aire de chupatintas, hizo ademán de querer meter baza, pero en esos momentos se escucharon voces airadas, golpes y amenazas, y al poco la puerta se abrió bruscamente e hizo su aparición Juan Leal, que observó la escena con su único ojo brillando de ira.

      Casabuena se puso en pie de un salto:

      –¡Pero bueno! ¿Cómo se permite irrumpir así en mi casa?

      –Me lo permito porque en el convento hay niños que se mueren de hambre y llevo dos semanas aguardando a que me conceda audiencia. Tenemos enfermos, nadie se ocupa de ellos y eso no es lo que se nos prometió.

      –Yo no prometí nada.

      –Prometió que las necesidades del viaje correrían por cuenta de La Corona, y comer es una necesidad. ¿O no?

      –Supongo que sí, pero le advertí que se haría a través del marqués de San Miguel de Aguayo, a cuyos territorios están asignados. Él es quien tendrá que compensarlos en su día.

      –¿Compensarnos? ¿Por qué? ¿Por los muertos? El viaje durará meses y nadie vivirá para cobrar semejante compensación. Necesitamos comer aquí, no en Texas.

      –Ese es un problema que no me atañe y queda fuera de mis atribuciones, pero aquí el Pagador Real puede atestiguar que no existe presupuesto para el caso.

      –Ni un solo real ha sido asignado a ese respecto.

      Juan Leal los observó uno por uno, pareció comprender que no iba a encontrar la ayuda que buscaba, pero al fin señaló, convencido:

      –¡De acuerdo! Hagan lo que quieran, pero si mañana no empiezan a darles de comer, ni una sola de esas familias embarcará rumbo a América.

      –Se comprometieron a ello y la justicia les obligará.

      –Se desparramarán por la isla y perderán más tiempo y dinero buscándolos que dándoles de comer. –Hizo una larga y significativa pausa antes de añadir–: Y no creo que al rey le guste saber que se los trata como a criminales cuando lo único que hicieron fue confiar en su palabra.

      Abandonó la estancia con paso firme, dejando a los presentes desconcertados, y al fin fue el orondo Abreu el que comentó, no sin innegable mala intención:

      –Feo problema se le presenta, Bartolomé; ese hombre tiene razón. Y muchos cojones.

      ***

      Los niños jugaban en el gran patio central, las mujeres remendaban la harapienta ropa, los hombres charlaban, tomaban el sol o paseaban por el claustro con aire de hastío, y en todos los rostros se advertía angustia, hambre y el tremendo malestar que significaba el estar encerrados.

      Al poco en el portón hizo su aparición un criado que conducía del ronzal a un escuálido caballejo cargado con dos sacos, y ante la curiosidad general fue a detenerse en mitad del patio gritando:

      –¿Quién es Juan Leal?

      El aludido abandonó el grupo de hombres con los que discutía en voz baja y se acercó con presteza:

      –¡Yo! ¿Qué ocurre?

      –Mi amo, don Bartolomé de Casabuena, le envía los víveres que pidió.

      Juan