Pedro Castro

El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961


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      El incendio del Templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961:

      crónica de una infamia

      Primera edición en papel, enero 2021

      Eidicón ePub, febrero 2021

      De la presente edición:

      D.R. © Pedro Castro

      ISBN 978-607-8781-24-9 (Bonilla Artigas Editores)

      ISBN digital 978-607-8781-25-6 (Bonilla Artigas Editores)

      Responsables en los procesos editoriales:

      Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

      Diseño de interiores y portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina

      Realización ePub: javierelo

      Hecho en México

      Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

      Dedico este libro a quienes sufrieron los ataques

      del anticomunismo eclesiástico, entre los que estuvieron

      mi padre y otras personas, perseguidos en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, y las víctimas del linchamiento ocurrido

      en San Miguel Canoa, Puebla en octubre de 1968.

      “Sucede hoy (1961) que ni en la lucha por la Independencia, ni en la Reforma, ni en la Revolución de 1910, se habían confabulado las fuerzas y las oligarquías dominantes con las del clero político y las del imperialismo norteamericano, como sucede hoy…” General y expresidente Lázaro Cárdenas, citado en Cárdenas, Cuauhtémoc, Cárdenas por Cárdenas, México, Penguin Random House, 2016.

      Los mitos nacen para satisfacer una necesidad emotiva o psicológica de los hombres. Estos se resisten a reconocer que el mal está en ellos mismos, en toda la humanidad. La mayor parte parece tener la necesidad de encerrar las fuerzas del mal en una sola figura. El cristianismo las personifica en el diablo. Él es responsable de todo lo malo. Pero, según ha progresado la civilización hay más y más gente a quien ya no satisface esta invisible y un poco cómica figura. Muchos han encontrado un sustituto más palpable: el comunismo. Para ellos esta fuerza maligna es la responsable de todo lo malo que hay en el mundo. Hay que combatirlo, cueste lo que cueste, donde quiera que aparezca o pueda aparecer. Los así obsesionados encuentran conspiraciones comunistas por doquier. Suelen incluso imputar criptocomunismo en quienes no comparten su obsesión…Adrián Lajous Martínez, Mi Cuarto a Espadas, México, EDAMEX, 1986.

      A principios de los años sesenta del siglo pasado dos fantasmas recorrían México: uno, de estructura semi-corporativa y mineral, de feroz verbo anticomunista; y el otro, imaginario, un fantástico y poderoso comunismo soviético-chino-cubano, listo para arrebatar la libertad, la fe, la propiedad y hasta la vida. En las más altas esferas el anticomunismo criollo se tejió la alianza entre Washington, el Vaticano y los sectores más reaccionarios de la sociedad, tanto al interior como fuera del gobierno, en una construcción político-ideológica de explosiva efectividad. Muchos medios –periódicos, televisoras, radiodifusoras– se unieron a esa Santa Alianza, de tal manera que se logró crear una “tormenta perfecta”, arrasando con todo lo que fuera, supiera, oliera o pareciera “comunista”. Nadie mejor que el expresidente Lázaro Cárdenas, cabeza de la defensa de Cuba frente a las agresiones de los Estados Unidos a la isla, conocía el alcance de esta alianza: la sinrazón más evidente de esta alianza fueron los “avances” del comunismo, de la Unión Soviética, China y más recientemente Cuba como “puntas de lanza por el dominio del mundo.” A la consigna que coreaba la izquierda ¡Cuba sí, Yanquis no!, la derecha opuso la de “¡Cristianismo sí, comunismo no!” Así, dos polos en conflicto recorrían México de cabo a rabo a principios de los años sesentas. Más allá de las fronteras nacionales, existía una campaña de largo alcance contra el Estado cubano, en alianza con los grupos más reaccionarios del continente: los Estados Unidos se encontraban al timón del barco del anticomunismo mundial, con presidentes, sus Departamento de Estado, la CIA y el FBI, pasando por los restos del macartismo, y la constelación de fuerzas en torno a la Iglesia Católica de este país, con sus adlátares entre los que figuraban –por supuesto– el poderoso Cardenal Francis Joseph Spellman, arzobispo de Nueva York entre 1939 y 1967. Este activísimo prelado, amigo personal de los presidentes Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy y Nixon, además de J. Edgar Hoover (director del FBI) y el Senador Joseph McCarthy, fue el arquitecto de la unión entre la Iglesia Católica norteamericana y mexicana, y los sectores más conservadores y anticomunistas de Estados Unidos en la Casa Blanca y fuera de ella. Actualmente defenestrado por indecencia y abuso de menores y casi borrado de la historia eclesiástica como consecuencia de lo anterior, fue un cruzado infatigable del anticomunismo. Y a partir de aquí el ambiente general del continente americano, merced en buena parte a las maniobras de los medios de comunicación, se encontraba entonces contaminado por los efluvios paranoicos contra la Unión Soviética, China y Cuba, “creaciones demoníacas” a destruir. Sería difícil aunque no imposible, por la fuerza de las circunstancias que también son evidencia, encontrar el punto de encuentro de esfuerzos coordinados entre el Vaticano (penetrado hasta la médula por la doctrina de Pío XII), el gobierno de los Estados Unidos y la Iglesia Católica Mexicana.

      Para entender mejor el ambiente que rodeó esta situación es necesario ver atrás. Así recomiendo la lectura de este libro, pero quien así lo desee puede empezar con la segunda parte, la que tiene que ver con el anticomunismo en acción en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, y al confluir, regresar a la primera parte. Cuando yo tenía siete años –en 1961– se hablaba cada vez más, en un estilo de alto volumen, de “Fidel Castro”, “el comunismo”, “Moscú”, en un sentido muy negativo. Pero nada para preocuparse, ya que la Unión Soviética y La Habana se encontraban bastante lejos de esta población, más allá del mar, un mar lejanísimo para esta población, pero mi padre y otras personas pronto iban a estar contra la pared en una disputa seudoideológica contra su voluntad y de manera inopinada, de la que iban a ser víctimas inermes de un ataque masivo con los agravantes tradicionales de la premeditación, alevosía y ventaja. Antes del siniestro del incendio del Templo Parroquial de San Antonio, pocos hablaban de Cuba o del comunismo más que de una manera remota, y mucho menos de los peligros que significaban para sus vidas. Para cualquier mexicano Cuba se asociaba con la música y sus espectaculares rumberas, con el exotismo tropical de muchas películas que se filmaron en este lugar. La mayoría de los cuauhtemenses, estoy seguro, ni siquiera sabía ubicar fácilmente esta isla, ni los puntos del mapamundi donde se encontraban la Unión Soviética o China. Las llamas que destruyeron el Templo Parroquial de San Antonio se alimentaron con un hálito histérico de anticomunismo al que el país no escapaba. Este siniestro envenenó las mentes de los pobladores, en la certeza de que había sido producto de un plan malévolo urdido en Moscú, Pekín o La Habana. De este incendio del templo se pasó a otra quemazón simbólica, la del tejido social merced a la indignación popular nutrida desde varias partes. Conviene remontarse al activismo político de la Iglesia Católica Mexicana y sus aliados, principalmente el Partido Acción Nacional (PAN) y a algunos personajes ultracatólicos que gozaban –y gozan sus descendientes– de privilegios, poder e influencia. Esta derecha había abrazado el anticomunismo y antisovietismo primero, y el anticastrismo después. Siguiendo el ejemplo estadounidense, la Iglesia abrazó una doctrina patética contra el llamado “comunismo”, y echando una red al agua y que igual atrapaba a un masón que a un ateo, a un liberal, a un protestante, a un comunista del partido o a un simpatizante de la Revolución Cubana, a algún católico despistado, o a cualquiera que se apartara de la línea del “mandato divino” tal como lo instruían los obispos y sacerdotes. Según ellos