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Patricio Enrique Pantoja Aravena
Desde el Mar
Pantoja Aravena, Patricio Enrique
Desde el mar / Patricio Enrique Pantoja Aravena. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2195-8
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Este libro es dedicado a todos los inmigrantes del mundo,
a los que no llegaron, a los que están, a los que están por llegar.
LA ESPERANZA
Habrían transcurrido unas dos horas y seguía sentado en una piedra, llena de pequeños moluscos a su alrededor.
En ese lapso, el mar se había retirado, unos tres metros desde su nivel anterior desde la piedra inmóvil, como todo a su alrededor, desde ese lugar veía los chorros de agua que lanzaban cada tanto, los moluscos enterrados en la arena, formando una pequeña coreografía ante mis ojos, toda mi vida los perseguí, para calmar el hambre, pero hoy no era hambre, era angustia y dolor, que ahí donde estaba sentado lo sentía en toda su magnitud.
El atardecer empezaba a dibujarse en tonos anaranjados y amarillos; ante mi tristeza, con la puesta del sol de esa tarde tranquila de verano; que era quizás el último de mi vida allí, donde mi existencia estaba impregnada de la sal del mar y la arena, y no alcanzaba a comprender las circunstancias que me alejaban quizás para siempre de allí.
Cómo no recordar mis andanzas por la playa, apenas comencé a caminar, jugando con mis amigos de la infancia, todo me comunicaba con el mar, por allí también pasó mi primer amor, todo mi ser era mar y arena.
Me paré de la piedra, en donde estaba sentado, ahí dejé mis últimos pensamientos, para volver a mi casa, que estaba detrás del cerro, hasta ahí no había más de ciento cincuenta metros, mientras caminaba, iba pateando todo, por el dolor que me causaba el dejar todo por una quimera lejana y desconocida, era un inmigrante más elegido, por las circunstancias que me tocaba vivir, como miles, y no es fácil tomar una decisión, con fines inciertos, pero había caído en la necesidad de salir del país, como miles de chilenos, sobre todo los más jóvenes.
No fue fácil tomar la decisión de irme, pero había caído en la trampa, la única salida era emigrar; este fenómeno se instaló en todos los jóvenes, lo que nos obligaba a ir en busca de lo desconocido. Sin pensar en los peligros que esto acarrea. Independientemente de dónde se encuentren, sin hacer discriminación de razas y credos alrededor del mundo.
Es algo único que te alienta y te da fuerzas. Miles han quedado, con sus sueños y esperanzas, en los caminos, en los desiertos y en el fondo de los mares.
Al llegar a mi casa paterna me despedí de mi madre y hermanos y partí en busca de mi destino. Hacía un mes que me había casado.
El golpe militar de Chile de 1973 me encontró mar adentro, solo lo supe al llegar a tierra con mis compañeros del bote, desde lejos veíamos un movimiento inusual en la playa, había carabineros por todas partes, lo que nos daba a entender que algo pasaba.
A unos 100 metros bajamos el velamen de la embarcación. Para hacer maniobras de acercamiento a la pasada otro pescador nos hizo señas, para que lo llevemos a la playa, ahí nos enteramos de lo que pasaba con el golpe de Estado. Este muy nervioso nos puso al tanto de lo que pasaba en la playa y sus consecuencias, para todos nosotros. Los que vivíamos el día a día con nuestro trabajo.
En la proa de la embarcación. Había dibujado el rostro del Che Guevara, muy de moda en esos años. Con un cuchillo empezamos a borrar la imagen, la cual se desprendió rápidamente por la humedad de la embarcación de madera, tras lo cual pusimos el ancla encima.
Casi al llegar a tierra, vimos cómo se llevaron a un pescador, que al parecer estaban esperando, para poner fin a una triste jornada de trabajo. Los días siguientes, después del golpe de Estado, eran una agonía, al no tener noticias certeras de lo que pasaba, además del toque de queda y otras restricciones, para ir a trabajar, teníamos que solicitar un permiso de zarpe, en la capitanía de puerto, por ser jurisdicción de la Armada.
Después del golpe de Estado, seguí a medias mi carrera en la universidad, becado por el gobierno derrocado, en la modalidad de alumno vespertino, la sede de la universidad estaba a una hora de camino, para llegar, tomaba dos micros.
Descansaba pocas horas, con tal de lograr mi objetivo, algunas veces me dormía, con el remo en la mano, mientras hacíamos nuestro recorrido en las frías madrugadas, mis compañeros, sabiendo la causa, me despertaban amablemente, con un puñado de agua salada y seguían remando como si nada. Después de recuperar el ritmo monótono, en el espejo de agua de la madrugada, éramos un motor de cuatro hélices, fallaba una y quedaba la escoba, las otras tres quedaban sin dirección, por lo que, había que coordinar el ritmo nuevamente y seguir remando en línea recta, hasta el otro lado de la bahía.
Era una agonía remar, desde un extremo hasta el otro, en que el viento aun dormía, este por lo general se levantaba, al salir los primeros rayos de sol.
En el invierno se nos helaban las manos, por lo que las sumergía en el agua, para recuperar el flujo sanguíneo de los dedos.
Algunas veces, después de la calma llegaba el viento norte, que era nuestro enemigo y verdugo, este entraba por el lado norte de la bahía, muchas veces acompañado por la lluvia, por lo que en una media hora teníamos el temporal encima y eso no era un buen presagio, cuando esto pasaba, era un día de trabajo perdido.
Una vez naufragué, con mis compañeros de la embarcación, en la mitad del regreso a casa, el viento norte y las marejadas, se hicieron sentir en toda su magnitud, en pleno invierno, mientras nosotros navegábamos en contra de este, haciendo maniobras de sotavento, para tomar el viento y subir.
Ahí se ponía a prueba la pericia del capitán al mando del timón, mientras, la lluvia y las marejadas formaban un techo sobre nuestras cabezas, no había tiempo para el miedo, ni sentir el frío que se colaba, entre nuestras ropas mojadas.
En una de las maniobras, de cambio de posición de la pequeña vela latina, se rompió el botavara, lo que produjo el desequilibrio del bote, dejándolo a merced del intenso oleaje, ahí recién nos dimos cuenta de la situación extrema por la que estábamos atravesando, sin chalecos salvavidas y en medio de la nada, no se veía nadie a nuestro alrededor, por lo que todo era agua, hasta donde alcanzaba la vista, mientras nos sujetábamos fuertemente de la embarcación, llena de agua, solo sabíamos que la marejada nos llevaría a tierra firme, tarde o temprano, nada más que no sabíamos en qué lugar del interior, de la bahía. Tal vez con otro naufragio no contaba otra historia, aun así no quería dejar el mar.
El 17 de marzo de 1976, dejé todo y con otro amigo me fui con rumbo a Tucumán, Argentina, un viaje de unos 2000 km desde el puerto de Lirquén, Chile.
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