Miquel Molina
Proyecto Barcelona
Ideas para impedir la decadencia
Índice
Los hombres angustiados. Juan Muñoz
‘Barcelona Head’. Roy Lichtenstein
El Montjuïc de las oportunidades perdidas
Innovar, regenerar
Otra oportunidad para el puerto
La Ciutadella de los prodigios
La caída de un muro
Glòries: nuevas afinidades
El horizonte metropolitano
El mayor tesoro menos visto. Joan Miró
Una noche mágica en el Liceu
La cultura como agente dinamizador
La música como promoción de ciudad
Ciudad de la literatura
Un otoño de cine
El submarino enterrado. Josep Riera i Aragó
Ni del sur de Europa ni de ninguna parte
La importancia de ser capital
Ni Shenzhen ni Silicon Valley
La capitalidad que Barcelona no necesita
La ciudad de los grandes eventos
Urbanismo: aunque se hable mal
Metropolitana por lo civil
La ciudad es el lugar donde se entremezcla gente de todo tipo y condición, incluso contra su voluntad y con intereses opuestos, compartiendo una vida en común, por efímera y cambiante que sea, que viene siendo desde hace mucho tiempo objeto de comentario por urbanistas de toda clase y tema sugestivo de innumerables representaciones y escritos que intentan captar su carácter (o el carácter particular de la vida en una ciudad concreta en determinado lugar y momento).
David Harvey
Soy de Madrid, Cádiz, Barcelona, Oporto, Lyon, Bruselas, Berna, Frankfurt, Stuttgart, Turín, Florencia. Pertenezco a Moscú, Cracovia, Varsovia o hacia el norte a Christiania o Estocolmo, o a la Irkutsk siberiana, o a alguna calle de Islandia.
Walt Whitman
Reencontrarse. 1
Los hombres angustiados. Juan Muñoz
Esta tarde, en mi primera salida tras el confinamiento, he bajado a la playa en bicicleta. Compruebo que los barceloneses, sedientos de mar, hemos interpretado a nuestra manera la norma que prohíbe alejarse más de un kilómetro de casa. Hay quien se ha disfrazado de atleta para salir sin levantar sospechas. Si haces deporte, se puede, dice el manual de desescalada. Yo he pedaleado hasta el mar. Aquí, desde lo alto del paseo, el panorama aturde. En circunstancias normales, los chiringuitos habrían estado llenos de jóvenes escuchando esos ritmos hipnóticos que son ideales para presenciar una puesta del sol. Los restaurantes desbordados, los manteros extendiendo su mercancía, corrillos junto a la orilla, el trasiego de taxis frente al hotel W, el desfile de aviones en su descenso hacia El Prat.
No es que hoy no haya gente. Al contrario, veo mucha más de la que sería aconsejable en esta fase temprana. Veo a las parejas hacerse selfis frente al corazón que el guardián del hotel W ha dibujado en la fachada abriendo y cerrando cortinas. Veo cómo a través de los móviles se intercambian esas fotos con otras fotos de otros corazones en otras ciudades donde el tiempo está tan detenido como en la mía. Veo los castillos de arena que nadie construirá y las olas sin surferos y las persianas bajadas de los restaurantes.
Y entonces, sin haberlos buscado, me fijo en ellos. Son los hombres eternamente confinados, los personajes de una historia de reclusión que empieza décadas antes de la pandemia. Los inadaptados de la Barceloneta. Como de costumbre, poca gente repara en su desgracia: están ocultos bajo esos cuatro magníficos ejemplares de bellasombra, un árbol también llamado ombú que tiene como base unas raíces gruesas que afloran a la superficie.
Son los cinco hombres angustiados de la escultura de Juan Muñoz titulada Una habitación donde siempre llueve, situada en la plaza del Mar. Una obra que fue instalada en 1992, cuando el Ayuntamiento emprendió, de la mano del arte, una transformación radical del espacio público. Cinco individuos sobre otras tantas peonzas que nos transmiten su pasmo.
De normal, la escultura ya sobrecoge. Son cinco condenados a cadena perpetua incrustados en medio de una postal playera. El contraste es llamativo. Pero hoy, cuando tenemos que pasar gran parte del día encerrados en casa, lo que impresiona es precisamente la ausencia de contraste. La instalación es más que nunca un espejo: sus barrotes son los nuestros y su playa prohibida es nuestra playa prohibida. El corazón del hotel palpita dentro y fuera de la habitación sin techo.
Me acerco al letrero de la obra. De no ser por él, no hubiera sabido que los hombrecillos reposan sobre un lecho de mármol, tal es la suciedad del piso. Sin embargo, no puede decirse que la escultura esté abandonada. El conjunto de la estructura se conserva bien. Debe de resultar difícil mantener el suelo brillante debajo de una vegetación tan frondosa.
Pero pienso que, aun teniendo un mantenimiento correcto, el trabajo de Juan Muñoz, igual que el de otros artistas, es víctima de cierta incomprensión. Nunca se acumula la gente para verlo. Es una joya ciertamente oculta en el corazón promiscuo de Barcelona. Un ángulo muerto. Un recordatorio de algo que no queremos recordar. Solo me viene a la memoria una circunstancia concreta en que la obra sí conecta con su entorno. Sucede en pleno verano, cuando los inmigrantes que trabajan vendiendo pareos se sientan a la sombra de los ombúes