En esto consiste la ciencia. Pero sólo la técnica del poder está separada de la moral. La libertad, la república fundada en buenas leyes y defendida por sus ciudadanos, pertenecía —y todos los Discursos sobre la primera década de Tito Livio lo demuestran— al campo del “deber ser”, de la moralidad, porque, si el interés del príncipe comúnmente es opuesto al interés general, que es para Maquiavelo la medida de lo moral, los deseos populares coinciden casi siempre con el bien común, pues los integrantes del pueblo no tienen posibilidad de acceder al poder individualmente y por lo tanto desean naturalmente, para todos, la libertad.
El error principal de De Sanctis es justamente el de considerar que Maquiavelo justifica el poder absoluto con el interés general, cuando el escritor florentino, con la excepción del último capítulo de El Príncipe, estudia el poder absoluto sin justificarlo más que desde el punto de vista de una técnica al servicio de las ambiciones personales del príncipe, y en cambio dice explícitamente que ese poder es, en general, opuesto al bien común.
Los príncipes se mueven en el campo de la realidad efectual. El “óptimo príncipe” de Egidio Colonna pierde inevitablemente el poder; para conservarlo, tiene que observar las reglas que da Maquiavelo en su obrita: ser bueno cuando se pueda, parecerlo en cualquier caso, pero ser malo, mentiroso, incumplidor, asesino, cuando sea necesario.
Maquiavelo está orgulloso, moralmente orgulloso, de decir en voz alta la verdad y terminar con la hipocresía del “buen príncipe”. Pero, en los Discursos, dice con todas las letras que en la resistencia al despotismo está el “deber ser”.
“No el bien particular, sino el bien común engrandece las ciudades. Y, sin duda, solo en las repúblicas se cuida el bien común [...] Lo contrario sucede cuando hay un príncipe, porque en general lo que aventaja perjudica a la ciudad y lo que conviene a la ciudad lo perjudica a él.” (Discorsi sulla prima deca di T. Livio, II, 2.)
Además, considerando que el príncipe suele salir de la nobleza y, de todos modos, tiene entre los nobles los rivales que desean suplantarlo, puede interesar, como corolario, este otro pasaje: “Si se considera el fin de los nobles y de los que no son nobles, se verá en aquellos un deseo grande de dominar y en éstos solamente el deseo de no ser dominados y, por consiguiente, un mayor deseo de vivir libres”. (Ibidem, 1,5.)
LA VERDAD VIGILADA
Éstas eran las ideas de Maquiavelo cuando sobrevino la crisis política de 1512 que divide su vida en dos partes profundamente distintas, exactamente como el forzoso destierro había dividido en dos partes profundamente distintas, dos siglos antes, la vida de Dante.
La “realidad efectual” ha caído sobre el autor bajo la forma de pérdida del empleo, cárcel, tortura, confinamiento en el campo. Los caracteres del absolutismo ya no son objeto de estudio, sino de experiencia directa. Y acontece lo que Maquiavelo siente más en lo hondo: se termina la libertad de palabra.
No podemos, por eso mismo, leer El Príncipe con los mismos criterios con que leemos los ensayos sobre las condiciones políticas de Francia o Alemania, escritos en tiempos de la república, antes res pérditas.
En El Príncipe triunfa el realismo, pero es un realismo vigilado, lleno de precauciones. Y, a pesar de que esto es evidente, casi nunca se ha tenido en cuenta al juzgarlo. Maquiavelo no dice lo que no piensa, pero dice sólo la mitad de lo que piensa: la otra mitad la dice en El asno de oro, cuyos primeros cantos, por el momento, oculta cuidadosamente en un cajón. Puede que los esbirros de los Médici los hayan encontrado en el allanamiento y que en ello esté la causa de la tortura y de la posterior imposibilidad para el autor de recuperar el empleo.19
De todos modos, el descubrimiento que él había hecho, de que la historia no es una galería de ejemplos para educar a los niños, sino una ciencia implacable y de que la vida política debe ser analizada como es y no mitificada presentándola como debería ser, lo llena de orgullo. Él proclama su verdad como un desafío a la hipocresía mojigata, y latinamente llama virtuoso (porque es eficaz en su terreno, hace bien lo que hace) a César Borgia, que en los Decenales había presentado como una serpiente ponzoñosa (I, 388-408).
Este realismo lo lleva a adoptar en lo personal un criterio que se puede llamar oportunista y que conciliaba —según él, y yo no lo justifico— su interés particular de conservar o recuperar el empleo con el interés de Florencia de ser gobernada —dentro de la tragedia de la pérdida de sus libertades— lo mejor posible. Siempre fue partidario del “mal menor”. Hay varias pruebas de esta línea de conducta, además de la comparación de El Príncipe con los Decenales anteriores y El asno de oro contemporáneo. Si en El Príncipe aconseja al monarca que no mantenga las promesas cuando no le convenga, en los Discursos afirma que, donde el pueblo interviene en el gobierno y lo controla, los pactos se cumplen más fielmente que en una monarquía y que, por lo tanto, una alianza con una república es siempre más segura. (Indirectamente sugería a las potencias extranjeras que ayudaran en Florencia a la república.)20
Cuando el Papa León X, que desde Roma era, a través de sus parientes, el virtual señor de Florencia, le pidió que estructurara una nueva constitución para la ciudad, Maquiavelo le propone un curiosísimo proyecto de poder unipersonal a término, destinado a durar mientras viviera el Papa, para ser sustituido después por un régimen republicano minuciosamente descrito.21
Por otra parte él proclama legítimo el oportunismo cuando se trata del interés general. En los Discursos exalta al primero de los Brutos, quien simuló la locura para poder preparar más tranquilamente la revolución contra el rey Tarquino: “Conviene hacerse el loco, como Bruto; y bastante se hace uno el loco, alabando, hablando, viendo, haciendo cosas en contra de lo que se piensa, para complacer al príncipe”.22
Otras de las conclusiones a las que Maquiavelo estaba llegando cuando se produjo la crisis decisiva de 1512, era que la multiplicidad de pequeños estados en que Italia estaba dividida, con la secuela de las pequeñas interminables guerras internas en las que repúblicas y príncipes empleaban milicias mercenarias en su mayor parte extranjeras, debilitaba desastrosamente a la península destinándola a transformarse en dominio francés o español, a menos que, como Francia en tiempos anteriores o España en esos mismos años, se unificara. La virtual, aunque efímera unificación de Italia central, doce años antes, por parte de César Borgia, le hizo pensar que una de las ciudades-estados o uno de los príncipes italianos podían ser agentes de una unificación que, por más que se la quiera definir hoy como utopía, en ese entonces estaba en el ambiente. Cuando Julio II levantó la bandera antifrancesa con el grito de “¡Fuera los bárbaros”, se apoyaba en cierta conciencia colectiva. Hay que decir que muy pronto se reprodujo, en favor de Florencia, la circunstancia que, a principio de siglo, había favorecido a César Borgia: el vínculo de parentesco entre el eventual agente unificador y el Papa, puesto que el señor de Florencia, Juan de Médici, fue elegido pontífice con el nombre de León X, y dejó sólo nominalmente el gobierno de la ciudad en manos de su hermano Julián, y luego de la muerte de éste (1516), en las de su sobrino Lorenzo.
Esta coincidencia debió impresionar profundamente a Maquiavelo, que recordaba con qué facilidad César Borgia, apoyado interesadamente por el papado (que siempre se había opuesto a la formación de un estado unitario en la península, pero que, en esa oportunidad, por razones de parentesco, la favorecía), se había apoderado de Umbría, parte de las Marcas y Romaña, derrotando a los minúsculos señores de sus ciudades y a las milicias mercenarias de estos últimos. Ahora la situación se reproducía, pues un Médici ocupaba el trono de San Pedro. Y esta vez, en el año 1513, era Florencia, la ciudad a la que Maquiavelo amaba “más que a su alma”,23 la que se encontraba en la situación particularmente afortunada en la que se había encontrado, en 1500, César Borgia.
“EL PRÍNCIPE”, PERSONAJE TRÁGICO
El Principe, compuesto en 1513, en un momento marcado para el autor por la detención y la tortura, refleja todos esos elementos contradictorios.
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