de amor del Padre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16), como el amor es la causa que, al principio de los tiempos, hizo crear todo cuanto existe.
La Palabra hecha hombre, Jesús resucitado, el Mesías esperado de Israel, en definitiva, el Hijo de Dios es el contenido central de la fe cristiana. El relato de su vida, palabras y hechos, vida transida por la relación personal con Dios Padre, es el foco central desde donde parten todos los rayos de luz que constituyen las verdades cristianas, o los contenidos de su fe: «El mismo Dios que mandó a la luz brillar en la tiniebla, iluminó vuestras mentes para que brille en el rostro de Cristo la manifestación de la gloria de Dios» (2Cor 4,6). Jesús es la plenitud de la revelación de Dios. Lo que Dios ha querido decir de Él, del hombre y del mundo, ya lo ha comunicado en Jesucristo: «Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser, y sustenta todo con su palabra poderosa» (Heb 1,1-3).
Por consiguiente, a él tenemos que volver nuestros ojos y nuestra mente para saber de la fe (cf Heb 12,2). Él es el que envía el Espíritu (cf Jn 20,19-23) para que permanezca en la historia la salvación iniciada por Dios con su vida, y se potencie la esperanza de que dicha salvación alcanzará a todo lo creado (cf Rom 8,24). Y el Espíritu de Jesús es el que envía a los discípulos a extender la vida del Resucitado por todo el mundo (cf He 2; Mt 28,18-20), no sin antes sentar las bases de la comunidad creyente como una fraternidad en la que se da la vida filial divina como identidad personal y colectiva de todos los bautizados (cf Rom 8,14-17; Gál 2,20): «Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Es el principio, primogénito de los muertos, para ser el primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud: que por medio de él todo fuera reconciliado consigo» (Col 1,18-20; cf 1Cor 12,12; 2Cor 5,18-19). Esta es la doctrina fundamental que entraña el credo cristiano y que recomienda Pablo que conservemos y defendamos: «Atente al compendio de la sana doctrina que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús» (2Tim 1,13; cf 1Tim 4,6). Es el depósito de la fe que la Iglesia debe traducir a cada cultura y a cada generación.
4. La confesión de fe
El contenido de la fe que narra los acontecimientos salvadores del Señor con Israel y la vida y misión de Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador, no se encierra en las páginas de un libro. No compone una ideología actual o pasada de moda, o una teoría científica. No se confiesa el principio de Arquímedes o la teoría del big-bang sobre el origen del universo. La confesión afecta al sentido de la vida, a los fundamentos básicos sobre los que se asienta la existencia humana. Es un acto personal y comunitario cuya forma es el contenido de la fe, o su dimensión objetiva plasmada en un texto.
De esta forma, la comunidad cristiana y cada bautizado reconoce la presencia del Señor en la creación y en la historia de Jesús, ante la comunidad eclesial (cf Flp 2,11) y ante todos los pueblos de la tierra (cf Mt 10,26). Y confiesa la historia de la salvación como un sacramento de la experiencia personal creyente que se crea en la relación con Cristo Jesús (cf CCE 185-197). La confesión de la fe es la unión con la comunidad y la expresión social de la fe subjetiva: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29); «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú dices palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el consagrado de Dios» (Jn 6,68; 10,36; 17,19; cf Mt 16,16). Y también las confesiones de fe proclaman la fe objetiva ante la comunidad, ante la sociedad, insertándolas en las culturas para enriquecerlas. Pero hay que pensar que la fe objetiva no se concibe como una suma de verdades desconectadas entre sí; al contrario, los símbolos creyentes presentan un conjunto de verdades relacionadas entre sí, con una coherencia interna que proviene de Aquel que las ha dado para la salvación. Por eso la confesión de fe es una alabanza, es una glorificación de Dios que ha donado la salvación al mundo.
Las confesiones de fe se han dado a lo largo de la historia por motivos diferentes: desde el desbordamiento personal de la experiencia sobre Jesucristo: «Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído», que comunica Pedro y Juan al Sanedrín; o como prueba de la adhesión personal a Jesús: «Os digo que a quien me confiese ante los hombres, este Hombre lo confesará ante los ángeles del Señor» (Lc 12,8; cf Mt 10,32); hasta dar la vida por él, como es el caso de Esteban: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios» (He 7,56). Y el contenido suelen ser fórmulas breves: «Puesto que tenemos un Sumo Pontífice excelente, que penetró en el cielo, Jesús, Hijo de Dios, mantengamos nuestra confesión» (Heb 4,14), fórmulas dichas en un contexto bautismal (cf He 8,37) y cultual, que se desarrollan por una reflexión teológica y una experiencia creyente intensa: «Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió un título superior a todo título, para que, ante el título de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo; y toda lengua confiese para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor!» (Flp 2,5-11; cf 1Tim 3,16; 1Pe 3,18-22).
Pero, además, las confesiones de fe no son un asunto que compete exclusivamente a una persona, o entrañe sólo una acción individual. Las confesiones de fe constituyen una experiencia comunitaria y tienden a construir la comunidad de salvación. Por ello la comunidad es la que recibe al que aspira a vivir el sentido de vida cristiano, le transmite la fe, la cuida y desarrolla, hasta que el cristiano la profesa desde su libertad, pero siempre dentro y en nombre de la comunidad. Y desde la comunidad la comunica al mundo como una propuesta de identidad personal y colectiva humana y de toda la realidad creada: «Si alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad dispuestos a darla» (1Pe 3,15).
Las confesiones de fe llegan a ser testimonio de fe cuando se refiere a los Doce. Ellos son los que convivieron con el Señor y fueron testigos de la Resurrección que aseguran el conocimiento perfecto de Jesús por su convivencia en su ministerio en Palestina y la revelación de su identidad filial plena en la Resurrección (cf He 1,21-22). Y junto a los Doce están Pablo (cf 1Cor 15,14), Lucas (1,1-4), Juan (Jn 17). Son testimonios que se dirigen hacia la unidad de la fe, la única verdad, aunque se den exposiciones diferentes, porque es: «uno el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno Dios, Padre de todos, que está sobre todos, entre todos, en todos» (Ef 4,5-6). Con todo, también se utiliza más tarde el testimonio de la fe cuando se da la vida por Jesús. Los testigos o mártires de la fe han sido siempre piedras angulares sobre las que se edifica la comunidad cristiana, comenzando por el mismo Jesús: «En presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con su noble confesión» (1Tim 5,13), es porque su presencia en la historia y su seguimiento es un signo de contradicción (cf Lc 2,34). Los mártires, al dar la vida por Cristo, expresan la salvación que transmite su existencia: «Si confiesas con la boca que Jesús es el Señor, si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás. Con el corazón creemos para ser justos, con la boca confesamos para ser salvos» (Rom 10,9-10).
El concilio Vaticano II resume los aspectos señalados de la fe con estas palabras: «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (Rom 16,26; cf 1,5; 2Cor 10,5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad” (DH 3008), asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del Espíritu y concede a “todos gusto de aceptar y creer la verdad” (DH 3010). Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (Dei Verbum 5).
Para leer
Catecismo de la Iglesia católica (CCE), Asociación de Editores del Catecismo, nn. 26-184.
2. Creo en Dios Padre
1. Religiones vecinas