Antonio Marcos García

Vida de san Pedro


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el criticismo kantiano es una enorme construcción filosófica para detectar la forma de nuestro conocimiento y sus condiciones de posibilidad.

      Este punto de arranque nos ayuda a establecer una analogía con el tema que nos interesa. Simplificando mucho, podemos decir que durante prácticamente dieciocho siglos prevaleció en la Iglesia la consideración de los evangelios como reportajes biográficos fidedignos de lo que Jesús enseñó e hizo. Su historicidad estaba fuera de toda duda y el trabajo teológico y exegético consistía en desentrañar su contenido doctrinal. Así, las evidentes aporías de los evangelios eran solucionadas de modo concordista sin atender siquiera a la posibilidad de que hubiera distintas fuentes o tradiciones literarias. El ejemplo más significativo de esta visión historicista es el esfuerzo realizado con los evangelios concordados, donde la vida de Jesús es reconstruida cronológicamente integrando, con una fusión forzada, las peculiaridades de las cuatro narraciones evangélicas.

      Sin embargo, el nuevo tiempo reseñado va a significar una forma diversa de aproximación a los relatos evangélicos, partiendo de la actitud crítica antes descrita. Ahora, el protagonista absoluto es el texto escrito y a él, no sólo desde una actitud reverente de respeto a un texto considerado sagrado, se aplicarán todo tipo de cribas y filtros que pretenden establecer la historicidad de lo allí narrado. Así comienza el problema del Jesús histórico y el Cristo de la fe[4].

      Ahora bien, la reflexión que ofrecemos a continuación tiene la pretensión de reconstruir no sólo el desarrollo de la investigación histórico-crítica, sino, especialmente, los presupuestos hermenéuticos de la misma. De esta manera, queremos poner de manifiesto los prejuicios teoréticos que, respondiendo a posicionamientos filosóficos previos, han marcado el desarrollo de una pretendida investigación objetiva. Por ello, este es un primer gran tema de la cristología donde constatamos, como en un icono de todo el transcurso de la historia del pensamiento moderno y contemporáneo, el progresivo desplazamiento desde la idea de un Dios cristiano hasta la fabricación de dioses de razón que van a determinar el discurso filosófico y teológico. Al mismo tiempo, delinear los trazos que dan identidad a estos dioses será esencial para descubrir cómo la imagen que cada generación tiene de Jesús viene reconfigurada desde estas creaciones. Así, la reconstrucción de esta historia nos ofrece un binomio inseparable que se determina recíprocamente: Dios y Jesús.

      1. Los inicios del problema: H. S. Reimarus

      En 1778, G. E. Lessing publica una serie de manuscritos inéditos de su maestro H. S. Reimarus (1694-1768) que él mismo no se había atrevido a publicar en vida. El último de ellos, La intención de Jesús y de sus discípulos, levanta una enorme polvareda y da origen a un problema aún hoy inacabado: la identidad o diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.

      La tesis fundamental de estos escritos establece la diferencia esencial entre la predicación de Jesús y lo que de él enseñaron posteriormente sus apóstoles. Jesús habría tenido en su vida una pretensión mesiánica de carácter político, el centro de su mensaje estaría constituido por la irrupción inminente del reinado de Dios (Mc 1,14-15) sobre el fondo de las expectativas en torno a un libertador de Israel, y su pretensión terrena de ser reconocido como Mesías en Jerusalén explicaría el fracaso que lo llevó a una muerte inevitable. Ahora bien, sus discípulos son los que realizan el fraude de dar un sentido salvífico universal a su muerte en cruz. Para ello, roban su cuerpo y anuncian su resurrección, proclamándolo así maestro espiritual.

      No obstante, aunque estas tesis no aguantan hoy la misma crítica que Reimarus aplica por primera vez, en su reflexión se individualizan los principales problemas que tratará la consiguiente investigación crítica. Así lo reconoce W. Kasper:

      «De esta forma, el “colosal preludio” (A. Schweitzer) de Reimarus deja percibir ya todos los aspectos de la futura investigación sobre Jesús: la diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, el carácter escatológico del mensaje de Jesús y el consecuente problema del retraso de la parusía, el motivo del Jesús político y el problema de la espiritualización tardía de su mensaje»[5].

      Detrás del planteamiento de Reimarus se dejan ver los rasgos más sobresalientes del universo religioso de la ilustración, especialmente caracterizado por el deísmo. En efecto, Reimarus permanece hombre religioso, pero su fe no tiene ya por objeto al Dios de Jesús. El cristianismo tiene una pretensión que resulta ilógica a la nueva mentalidad ilustrada: la de que el Absoluto se pueda mediar en el tiempo. Además, lo ilógico de esta pretensión, a los ojos ilustrados, queda demostrado por la reciente historia de Europa. Después de los desencuentros entre las distintas confesiones cristianas que acontecen con los cismas del siglo XVI y las guerras de religión, esta pretensión ha evidenciado suficientemente su potencial destructor. A esto se une la lectura interesada de la Edad media como una época tenebrosa al amparo de la tenue luz de la fe, al mismo tiempo que el descubrimiento de América demuestra cómo el cristianismo, lejos de alcanzar implantación universal, tiene que verse confrontado con nuevas tradiciones religiosas particulares hasta entonces desconocidas.

      El amanecer de un nuevo tiempo señala el camino a seguir: sobrepasar los particularismos históricos de las distintas religiones para lograr que los hombres se encuentren bajo el amparo común de la colectiva luz de la razón. De hecho, Windelband define la Ilustración como el proceso de la razón contra la historia, y «naturaleza» comienza a ser la palabra mágica desde la que se intenta reconstruir la realidad toda: religión natural, Dios natural (deísmo), culto natural, derecho natural, ley natural, hombre natural, sociedad natural[6]… Desde aquí podemos entender cómo surge el convencimiento de que la era de la fe ha pasado y que los hombres, con la potente luz solar de la razón, pueden construir un futuro en el que nos encontremos a salvo de las arbitrariedades a las que ha conducido la mezcla de particularismo histórico y pretensión universal de las religiones.

      La Ilustración, entendida como el salto desde la historia hasta la naturaleza, implica inevitablemente una nueva concepción de «verdad». La filosofía kantiana evidencia el foso que se va dibujando y que distancia inevitablemente la potencia universalizable de la razón con la particularidad de los hechos acontecidos en las coordenadas espacio-temporales. Poco a poco se va estableciendo una nueva percepción de la religión que se mueve sólo en el ámbito de la mera razón, o de otro modo, que busca el consenso en aquello que es común a todos los hombres más allá de revelaciones positivas con pretensión de universalidad. En el fondo, el problema que subyace, como hemos afirmado anteriormente, es el de la posibilidad de que el Absoluto medie en la historia.

      G. E. Lessing es el que formaliza para la posteridad esta nueva concepción de verdad en su conocida distinción entre verités de fait y verités de raison. Las primeras, las verdades de hecho, son historizables y constituyen la esencia del cristianismo, sobre todo en la inaudita afirmación de que Dios se ha hecho hombre en un tiempo y lugar concretos. Las segundas, las verdades de razón, engendran evidencia, pueden ser, por tanto, aceptadas por todos los hombres en el ejercicio compartido de la racionalidad. Después de una Europa asolada por las guerras de religión, la nueva recomposición política buscará el consenso en estas últimas que, en caso de necesidad, incluso el Estado puede imponer a los ciudadanos.

      Desde aquí se hace comprensible «el terrible foso»[7] que se ha abierto entre hechos particulares y verdades universales, entre fe e historia, entre Iglesia y ciencia, entre el judío Jesús y el personaje confesado como Cristo e Hijo de Dios, del cual habla Lessing, y que, desde una mínima honestidad intelectual, es imposible saltar. Aunque es verdad que no se puede alegar ningún argumento histórico serio en contra de la resurrección de Jesucristo, no se puede pedir el salto desde este hecho histórico hasta toda una cosmovisión metafísica de alcance universal. Ahora entendemos con más nitidez la denuncia que Reimarus hace del fraude de los discípulos de Jesús: universalizar con valor de salvación la muerte del hombre Jesús en cruz.

      No obstante, este inicio no supone una evolución homogénea de la problemática del Jesús histórico. El Jesús ilustrado, que ha sido rescatado del revestimiento dogmático de la Iglesia, no será una realidad serenamente poseída, sino que dará lugar a sucesivas investigaciones que irán dando bandazos en un sentido u otro. Junto al Jesús de la ilustración, nos vamos a detener en el Jesús romántico,