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Misericordia
I
Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián… mejor será decir la iglesia… dos caras que seguramente son más graciosas que bonitas: con la una mira a los barrios bajos, enfilándolos por la calle de Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la Plaza del Ángel. Habréis notado en ambos rostros una fealdad risueña, del más puro Madrid, en quien el carácter arquitectónico y el moral se aúnan maravillosamente. En la cara del Sur campea, sobre una puerta chabacana, la imagen barroca del santo mártir, retorcida, en actitud más bien danzante que religiosa; en la del Norte, desnuda de ornatos, pobre y vulgar, se alza la torre, de la cual podría creerse que se pone en jarras, soltándole cuatro frescas a la Plaza del Ángel. Por una y otra banda, las caras o fachadas tienen anchuras, quiere decirse, patios cercados de verjas mohosas, y en ellos tiestos con lindos arbustos, y un mercadillo de flores que recrea la vista. En ninguna parte como aquí advertiréis el encanto, la simpatía, el ángel, dicho sea en andaluz, que despiden de sí, como tenue fragancia, las cosas vulgares, o algunas de las infinitas cosas vulgares que hay en el mundo. Feo y pedestre como un pliego de aleluyas o como los romances de ciego, el edificio bifronte, con su torre barbiana, el cupulín de la capilla de la Novena, los irregulares techos y cortados muros, con su afeite barato de ocre, sus patios floridos, sus hierros mohosos en la calle y en el alto campanario, ofrece un conjunto gracioso, picante, majo, por decirlo de una vez. Es un rinconcito de Madrid que debemos conservar cariñosamente, como anticuarios coleccionistas, porque la caricatura monumental también es un arte. Admiremos en este San Sebastián, heredado de los tiempos viejos, la estampa ridícula y tosca, y guardémoslo como un lindo mamarracho.
Con tener honores de puerta principal, la del Sur es la menos favorecida de fieles en días ordinarios, mañana y tarde. Casi todo el señorío entra por la del Norte, que más parece puerta excusada o familiar. Y no necesitaremos hacer estadística de los feligreses que acuden al sagrado culto por una parte y otra, porque tenemos un contador infalible: los pobres. Mucho más numerosa y formidable que por el Sur es por el Norte la cuadrilla de miseria, que acecha el paso de la caridad, al modo de guardia de alcabaleros que cobra humanamente el portazgo en la frontera de lo divino, o la contribución impuesta a las conciencias impuras que van a donde lavan.
Los que hacen la guardia por el Norte ocupan distintos puestos en el patinillo y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y San Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puede escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. En rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permiten a los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre (aunque los hay constituidos milagrosamente para aguantar a pie firme las inclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel o pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, formando en dos alas a derecha e izquierda. Bien se comprende que con esta formidable ocupación del terreno y táctica exquisita, no se escapa un cristiano, y forzar el túnel no es menos difícil y glorioso que el memorable paso de las Termópilas. Entre ala derecha y ala izquierda, no baja de docena y media el aguerrido contingente, que componen ancianos audaces, indómitas viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad irresistible (entiéndase que se aplican estos términos al arte de la postulación), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora de comer, pues también aquel ejército se raciona metódicamente, para volver con nuevos bríos a la campaña de la tarde. Al caer de la noche, si no hay Novena con sermón, Santo Rosario con meditación y plática, o Adoración Nocturna, se retira el ejército, marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso. Ya le seguiremos en su interesante regreso al escondrijo donde mal vive. Por de pronto, observémosle en su rudo luchar por la pícara existencia, y en el terrible campo de batalla, en el cual no hemos de encontrar charcos de sangre ni militares despojos, sino pulgas y otras feroces alimañas.
Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabras en la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores que daban envidia a las flores del cercano puesto. La florista se replegó también en el interior de su garita, y metiendo consigo los tiestos y manojos de siemprevivas, se puso a tejer coronas para niños muertos. En el patio, que fue Zementerio de S. Sebastián, como declara el azulejo empotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres vivientes que las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban para entrar en la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma mano en que llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se encaminaba a la sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como pájaro negro que ahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su mano crispada la teja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta por encima de la torre.
Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, porque ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan insensible a la nieve como al calor sofocante, con su mano extendida, mal envuelto en raída capita de paño pardo, modulando sin cesar palabras tristes, que salían congeladas de sus labios. Aquel día, el viento jugaba con los pelos blancos de su barba, metiéndoselos por la nariz y pegándoselos al rostro, húmedo por el lagrimeo que el intenso frío producía en sus muertos ojos. Eran las nueve, y aún no se había estrenado el hombre. Día más perro que aquel no se había visto en todo el año, que desde Reyes venía siendo un año fulastre, pues el día del santo patrono (20 de Enero) sólo se habían hecho doce chicas, la mitad aproximadamente que el año anterior, y la Candelaria y la novena del bendito San Blas, que otros años fueron tan de provecho, vinieron en aquel con diarios de siete chicas, de cinco chicas: ¡valiente puñado! «Y me paice a mí—decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las lágrimas y escupiendo los pelos de su barba—, que el amigo San José también nos vendrá con mala pata… ¡Quién se acuerda del San José del primer año de Amadeo!… Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como quien dice, la probeza honrada. Todo es por tanto pillo como hay en la política pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a los pobres de tanda. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales por un lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan la voluntad a los más cristianos… Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio… Ya, ya se pudrirán allá las señoras almas, sin que la cristiandad se acuerde de ellas, porque… a mí que no me digan: el rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale… por Dios vivo que no vale».
Al llegar aquí en su meditación, acercósele un sujeto de baja estatura, con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta años, de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño; y poniéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que sin duda destinaba a las limosnas del día, le dijo: «No te la esperabas hoy: di la verdad. ¡Con este día!…
––Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos—replicó el ciego besando la moneda—, porque hoy es el universario, y usted no había de faltar, aunque se helara el cero de los terremotos (sin duda quería decir termómetros).
–Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no es flojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz de encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor. Y tú, Pulido, ten cuidado. ¿Por qué no te vas adentro?
–Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejor se está aquí con la ventisca, que en los interiores, alternando con esas viejas charlatanas, que no tienen educación… Lo que yo digo: la educación es lo primero, y sin educación, ¿cómo quieren que haiga caridad?… D. Carlos, que el Señor se lo aumente, y se lo dé de gloria…».
Antes de que concluyera la frase, el D. Carlos voló; y lo digo