y-line/>
José María de Pereda
Al primer vuelo
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664101525
Índice
—II— La tesis de Don Alejandro
—III— El ojo de Bermúdez Peleches
—XXIII— La tribulación del boticario
—XXV— En el que todos quedan satisfechos menos el lector
—I—
Antecedentes
O tiene escape. Denme ustedes un aire puro, y yo les daré una sangre rica; denme una sangre rica, y yo les daré los humores bien equilibrados; denme los humores bien equilibrados, y yo les daré una salud de bronce; denme, finalmente, una salud de bronce, y yo les daré el espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres ejemplares. In corpore sano, mens sana. Es cosa vista... salvo siempre, y por supuesto, los altos designios de Dios.»
Palabra por palabra, éste era el tema de muchas, de muchísimas peroraciones, casi discursos, del menor de los Bermúdez Peleches, del solar de Peleches, término municipal de Villavieja. Le daba por ahí, como a sus hermanos les había dado por otros temas; como a su padre le dio por la manía de poner a sus hijos grandes nombres, «por si algo se les pegaba».
Tres varones tuvo y una hembra. Se llamaron los varones Héctor, Aquiles y Alejandro, y la hembra Lucrecia. Pero no le salió por este lado al buen señor la cuenta muy galana que digamos. Héctor, encanijado y pusilánime, no contó hora de sosiego ni minuto sin quejido. Aquiles, no mucho más esponjado que Héctor, despuntó por místico en cuanto tuvo uso de razón, y emprendió, pocos años después, la carrera eclesiástica. Lucrecia, de mejor barro que sus dos hermanos mayores en lo tocante a lo físico, al primer envite de un indiano de Villavieja, de esos que se van apenas venidos, dijo que sí; y con tal denuedo y tan emperrado tesón, que a pesar de ser el indiano mozo de pocas creces, ínfima prosapia y mezquino caudal, y a despecho de los humos y de las iras del Bermúdez padre, la Bermúdez hija se dejó robar por el pretendiente, se casó con él a los pocos días, y le siguió más tarde por esos mares de Dios, afanosa de ver mundo y resuelta a alentar a su marido en la honrosa tarea de «acabar de redondearse» en el mismo tabuco de Mechoacán en que había dejado, trece meses antes, depositados los gérmenes de una soñada riqueza.
Alejandro, el Bermúdez nuestro, tuvo tanto de su homónimo, el de Macedonia, como sus hermanos Héctor y Aquiles de los dos famosos héroes de La Iliada; aunque, en honor de la verdad y escrupulizando mucho las cosas, algo vino a sacar, ya que no del insigne conquistador, de su padre, pues llegó a ser tuerto como el gran Filipo. Por lo demás, fue el varón más fornido de la casa, y el más sano y animoso. Eligió la carrera de Derecho, y le envió su padre a la Universidad, mientras Aquiles estudiaba Teología en el Seminario, y se sabía, por lo que propalaba la familia del mejicano, que Lucrecia estaba en Mechoacán engordando a más y mejor con la alegría de ver acrecentarse, de hora en hora, el caudal de su marido.
Héctor, hecho una miseria, se quedó en Peleches al cuidado de su padre. El cual, con esta cruz sobre la de sus muchos años, y el martirio, cada día más insufrible, de la prevaricación de su hija, se murió muy pronto. Con esta muerte, como con la de su yedra el muro vacilante, la vida de Héctor, insostenible por sí sola, se puso a punto de acabarse. Acudió a su lado el seminarista, enteco por naturaleza y extenuado por los ayunos y las maceraciones; y solos, tristes y doloridos los dos en el caserón de Peleches, muriéronse en pocos meses uno tras otro, después de testar en común a favor de Alejandro; y no por aborrecimiento a Lucrecia, bien lo sabe Dios, sino por acumular los caudales libres de la familia en el único encargado de perpetuar el ilustre apellido, y en la persuasión de que la hembra iba en próspera fortuna, no tenía más que un hijo y podía pasarse muy bien sin las legítimas de sus dos hermanos.
Ello fue que Alejandro se vio dueño y señor de las tres cuartas partes del haber de sus padres, que, aunque no eran cosa del otro jueves, reunidas en un solo montón daban para mucho en manos de un hombre hacendoso como él, por instinto,