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Akal / Básica de bolsillo / 84
Lewis Carroll
Alicia en el País de las Maravillas
A través del Espejo
Traducción: Francisco Torres Oliver
Ilustraciones: John Tenniel
Diseño cubierta: RAG
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Reimpresión, 2010
2.ª edición, 2012
© Ediciones Akal, S. A., 2003
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-3609-8
AVENTURAS DE ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
En plena tarde dorada navegamos lentamente;
pues unos brazos inhábiles, manejan nuestros remos,
y unas manitas pugnan en vano por guiar los vagabundeos.
¡Ah, crueles Tres! Pedir, en esas horas de sueño,
un cuento a un aliento demasiado débil para agitar la más leve pluma.
Pero ¿qué puede una pobre voz contra tres lenguas juntas?
Prima, imperiosa, lanza su edicto: «A empezar»;
en tono más dulce, Secunda, espera que «contenga tonterías»,
mientras Tertia interrumpe sólo una vez por minuto.
Luego, llegado el silencio, siguen imaginariamente
a la niña soñada por un país de nuevas, delirantes maravillas
donde ella charla con aves y bestias... y medio se creen que es realidad.
Y cada vez que se secaban las fuentes de la fantasía,
y la voz cansada quería débilmente diferir el relato:
«El resto para la próxima vez». «¡Ya es la próxima vez!», exclamaban las voces felices.
Así surgió el País de las Maravillas; así, uno a uno,
se fueron forjando sus hechos extraños; y ahora el cuento se acabó.
Y, alegres tripulantes, ponemos rumbo a casa bajo el sol de la tarde.
¡Alicia! Toma este cuento pueril, y con mano bondadosa,
ponlo donde los sueños de la Niñez se trenzan
con la cinta mística de la Memoria
como marchita corona de peregrino, de flores cortadas en un lejano país.
Capítulo I
Por la Madriguera del Conejo
Alicia empezaba a estar muy cansada de permanecer junto a su hermana en la orilla, y de no hacer nada; una vez o dos había echado una mirada al libro que su hermana estaba leyendo, pero no traía estampas ni diálogos; y «¿de qué sirve un libro», pensó Alicia, «si no trae estampas ni diálogos?».
Así que estaba deliberando en su interior (lo mejor que podía, ya que el día caluroso la hacía sentirse muy soñolienta y atontada) si el placer de trenzar una cadena de margaritas merecía la molestia de levantarse a coger las margaritas, cuando de pronto llegó junto a ella un conejo blanco de ojos rosados.
No había nada de particular en aquello; ni consideró Alicia que fuese muy excepcional oír al Conejo decirse a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!» (al pensar en ello más tarde, se le ocurrió que debía haberle extrañado una cosa así; sin embargo, en aquel momento le pareció la mar de natural); pero cuando el Conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo consultó, y luego reanudó apresuradamente la marcha, Alicia se incorporó de un brinco, ya que se le ocurrió de pronto que jamás había visto un conejo con un bolsillo de chaleco, o con un reloj que sacar de él; y, muerta de curiosidad, echó a correr tras él por el prado, justo a tiempo de ver cómo se metía por una gran madriguera bajo el seto.
Un instante después se coló Alicia también, sin pararse a pensar cómo saldría.
La madriguera siguió recta como un túnel durante un trecho, y luego torció hacia abajo tan bruscamente que Alicia no tuvo ni un momento para pensar en detenerse, antes de caer por lo que parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio; porque tuvo tiempo de sobra, mientras descendía, para mirar en torno suyo, y preguntarse qué ocurriría a continuación. Primero, trató de mirar hacia abajo para averiguar hacia dónde iba, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo, y observó que estaban llenas de alacenas y anaqueles: vio mapas aquí y allá, y cuadros colgados con escarpias. Cogió un tarro de uno de los anaqueles al pasar; en la etiqueta ponía: «MERMELADA DE NARANJA», pero para su desencanto estaba vacío; no quiso soltar el tarro por temor a matar a alguien de abajo, así que se las arregló para meterlo en una de las alacenas al pasar ante ella en su caída.
«¡Vaya!», pensó Alicia para sí, «¡Después de una caída como ésta, rodar por una escalera no me va a parecer nada! ¡Qué valiente van a pensar que soy en casa! ¡Bueno, incluso si me cayese del tejado, no dirían nada!» (cosa que era lo más probable).
Siguió cayendo, cayendo, cayendo. ¿Es que la caída nunca iba a tener fin? «Me pregunto cuántas millas llevaré ya», dijo en voz alta. «Debo de estar cerca del centro de la tierra. Veamos: el centro estará a unas cuatro mil millas, creo...» (como veis, Alicia había aprendido varias cosas de este tipo en el colegio, y aunque no era ésta muy buena ocasión para presumir de lo que sabía, ya que no había nadie que la escuchase, sin embargo, era buena práctica repetirlo) «... sí, creo que es ésa la distancia... pero entonces, ¿en qué Latitud y Longitud me encuentro?» (Alicia no tenía la menor idea de lo que eran Latitud y Longitud, pero le pareció que eran palabras importantes).
Luego empezó otra vez: «¡No sé si atravesaré la tierra de parte a parte en la caída! ¡Qué divertido sería aparecer entre la gente que anda cabeza abajo! Los antípatias, creo...» (casi se alegró de que no hubiese nadie escuchando esta vez, ya que no le sonó correcta la palabra, ni mucho menos); «... pero tendré que preguntarles cómo se llama el país, naturalmente: Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?» (y al decirlo trató de hacer una reverencia... ¡figuraos, haciendo reverencias mientras caía por los aires! ¿Podríais hacerlas vosotros?). «¡Qué niña más ignorante pensaría la señora que soy, por preguntarlo! No, no conviene preguntar; quizá lo vea escrito en alguna parte.»
Siguió cayendo, cayendo, cayendo. No tenía otra cosa que hacer, así que en seguida se puso a hablar otra vez: «¡Creo que Dinah me va a echar mucho de menos esta noche!» (Dinah era la gata). «Espero que se acuerden de darle su plato de leche a la hora de la cena. ¡Mi querida Dinah! ¡Cómo me gustaría que estuvieses aquí abajo conmigo! Me temo que no hay ratones en el aire; pero podrías cazar algún murciélago, que es muy parecido