Льюис Кэрролл

Alicia en el país de las maravillas


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–dijo Alicia–, y por qué odias a los G y a los P –añadió en un susurro, medio temerosa de que se ofendiera otra vez.

      –El mío es un cuento triste y largo como mi cola –dijo el Ratón, volviéndose hacia Alicia y suspirando.

      –Desde luego, es bien larga tu cola –dijo Alicia, mirando con asombro la cola del Ratón–; pero ¿por qué dices que es triste? –y siguió haciendo cábalas sobre el particular, mientras hablaba el Ratón; de manera que su idea del cuento fue más o menos así:

      La Furia dijo a

      un ratón, al que

      encontró en

      la casa:

      «Vayamos

      los dos

      ante la ley:

      tengo que

      denunciarte.

      Vamos, no

      admito

      negativas;

      debemos

      tener un

      juicio:

      pues en

      verdad

      esta

      mañana

      no tengo

      nada

      que hacer».

      Y dijo el

      ratón a

      la perra:

      «Ese pleito,

      señora,

      sin jurado

      ni juez

      será una

      pérdida

      de tiempo».

      «Yo seré

      el juez

      y el jurado».

      Dijo

      astuta

      la Furia:

      «Yo juzgaré

      toda la

      causa

      y te condenaré

      a

      muerte.»

      –¡No estás atendiendo! –le dijo el Ratón a Alicia con severidad–. ¿En qué piensas?

      –Te ruego que me perdones –dijo Alicia muy humildemente–. Ibas por la quinta curva, creo; ¿no?

      –¡No! –exclamó el Ratón secamente y muy irritado.

      –¡Un nudo! –dijo Alicia, ya dispuesta a mostrarse servicial, y mirando ansiosa a su alrededor–. ¡Ah, deja que te ayude a deshacerlo!

      –Ni lo pienses –dijo el Ratón, levantándose y marchándose–. ¡Me ofendes con esas tonterías!

      –¡No era mi intención! –se disculpó la pobre Alicia–. ¡Pero te ofendes con demasiada facilidad!

      El Ratón se limitó a replicar con un gruñido.

      –¡Por favor, vuelve y termina tu historia! –le gritó Alicia. Y los demás se le unieron a coro: «¡Sí, por favor, vuelve!». Pero el Ratón negó impaciente con la cabeza, y apretó el paso.

      –¡Qué pena que no se quede! –suspiró el Lori, tan pronto como hubo desaparecido. Y una vieja Cangreja aprovechó para decirle a su hija: «¿Ves, cariño? ¡Aprende que no debes enfadarte nunca!». «¡Calla, mamá!» –dijo la Cangrejita un poco molesta–. «¡Eres capaz de hacerle perder la paciencia a una ostra!»

      –¡Cómo me gustaría que nuestra Dinah estuviese aquí! –dijo Alicia en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular–. ¡Ella sí que nos lo traería enseguida!

      –¿Quién es Dinah, si se me permite la pregunta? –dijo el Lori.

      Alicia contestó con calor, pues siempre estaba dispuesta a hablar de su favorita: –Dinah es nuestra gata. Es única cazando ratones, ¡no os podéis imaginar! ¡Ah, pues me gustaría que la vieseis atrapar pájaros! ¡Se come un pajarillo en un periquete!– Este discurso provocó una tremenda conmoción en la concurrencia. Algunos de los pájaros huyeron precipitadamente; una vieja urraca empezó a arroparse afanosamente, al tiempo que comentaba: «La verdad es que debo marcharme a casa: ¡el aire de la noche no me sienta bien a la garganta!»; y un Canario llamó con voz temblorosa a sus hijos: «¡Vamos, niños! ¡Es hora de estar en la cama!». Y con diversos pretextos, se marcharon todos, y Alicia no tardó en quedarse sola.

      –¡Ojalá no hubiera mencionado a Dinah! –se dijo en tono melancólico–. Parece que a nadie le cae simpática, aquí abajo; ¡sin embargo, es la mejor gata del mundo! ¡Ay, mi querida Dinah! ¡No sé si volveré a verte más! –y aquí la pobre Alicia se echó a llorar nuevamente, ya que se sentía muy sola y deprimida. Poco después, no obstante, volvió a oír un leve golpeteo de pisadas a lo lejos, y alzó los ojos ansiosamente, medio esperando que el Ratón hubiese cambiado de parecer, y regresase a terminar su historia.

      Capítulo IV

      El Conejo manda a un tal Pequeño Bill

      Era el Conejo Blanco que regresaba al trote, mirando ansiosamente en torno suyo mientras avanzaba como si hubiera perdido algo; y Alicia le oyó murmurar para sí: «¡La duquesa! ¡La duquesa! ¡Ah, mis zarpas queridas! ¡Ah, mi piel y mis bigotes! ¡Me mandará ejecutar, tan cierto como que los hurones son hurones! ¿Dónde puedo haberlos perdido?». Alicia adivinó en seguida que buscaba el abanico y los guantes blancos de cabritilla; y con toda amabilidad, se puso a buscarlos ella también; pero no los veía por ninguna parte... Todo parecía haber cambiado desde que cayera en el charco, y el gran vestíbulo, con la mesa de cristal y la puertecita, se había desvanecido completamente.

      No tardó el Conejo en percatarse de la presencia de Alicia, ya que andaba buscando de un lado para otro, y le gritó en tono irritado: «¡Pero bueno, Mary Ann, ¿qué estás haciendo aquí? ¡Corre a casa ahora mismo, y tráeme un par de guantes y un abanico! ¡Vamos, date prisa!». Y Alicia se asustó tanto que echó a correr inmediatamente en la dirección que le señalaba, sin intentar explicarle que se había equivocado.

      «Me ha confundido con su criada», se dijo mientras corría. «¡Qué sorpresa se va a llevar cuando descubra quién soy! Pero será mejor que le lleve su abanico y sus guantes... o sea, si los encuentro.» Mientras se decía esto, se topó con una preciosa casita en cuya puerta había una placa de bronce con el nombre: «CONEJO B.», grabado en ella. Entró sin llamar, y subió corriendo las escaleras, con mucho miedo de tropezarse con la verdadera Mary Ann, y de que la echaran de la casa antes de encontrar los guantes y el abanico.

      –¡Qué extraño resulta –se dijo Alicia–, hacerle recados a un Conejo! ¡Supongo que Dinah me mandará hacer los suyos, después! –y empezó a imaginar lo que pasaría: «¡Alicia! ¡Ven inmediatamente, y arréglate para salir!». «¡Voy en un minuto, señorita! ¡Tengo que vigilar esta ratonera hasta que vuelva Dinah, y cuidar que no salga el ratón!» «¡Pero no creo –prosiguió Alicia–, que dejasen que Dinah siguiera en casa, si se pusiera a mandar de esa manera!»

      A todo esto, había encontrado el camino de la preciosa habitacioncita, con una mesa en la ventana, y en ella (como había esperado), un abanico y dos o tres pares de minúsculos guantes blancos de cabritilla: cogió el abanico y un par de guantes, y ya iba a salir de la habitación, cuando sus ojos descubrieron un frasquito junto al espejo. No tenía etiqueta esta vez con las palabras «BÉBEME», pero de todas formas lo destapó y se lo llevó a los labios. «Sé que pasa algo interesante», se dijo, «cada vez que como o bebo alguna cosa; así que voy a ver lo que ocurre con esta botella. ¡Espero que me haga crecer otra vez, porque la verdad es que estoy harta de ser tan pequeñita!».