Alberto Vazquez-Figueroa

Cien años después


Скачать книгу

      Cien años después

      Alberto

      Vázquez-Figueroa

      Categoría: Novelas

      Colección: Grandes acontecimientos mundiales

      Título original: Cien años después

      Primera edición: Abril 2020

      © 2020 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa

      Imágenes: @Shutterstock

      Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

      ISBN: 978-84-18263-15-6

      Impreso en España

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

      La Junta Provincial de Sanidad de mi presidencia, en sesión celebrada el día de hoy, acuerda lo siguiente:

      Vista la comunicación del Inspector provincial de Sanidad manifestando que la epidemia de gripe aparecida hace algunos días en la Capital y en algunos pueblos de la provincia se extiende considerablemente invadiendo numerosos pueblos y provocando gran mortalidad, esta Junta, teniendo en cuenta lo dispuesto en los artículos 153 y 154 de la Instrucción general de Sanidad y en la Real orden de 24 de abril último, acuerda declarar la existencia de la epidemia en la provincia de Burgos y habiéndose cometido en algunos pueblos la imprudencia, a pesar de los dispuesto por este Gobierno, de celebrar las fiestas de la localidad dando origen con ello a que se haya difundido rápidamente la gripe entre el vecindario, creando ello situaciones angustiosas, vuelvo a reiterar a los que todavía no están convencidos del grave peligro que esto encierra, que se abstengan terminantemente de celebrar dichas fiestas o reuniones.

      La triste experiencia de lo ocurrido en otros pueblos como Los Balbases, a los que fueron los mozos contrayendo allí la enfermedad, en pocos días en dicho pueblo llegó el número de afectados a ochocientos de los mil doscientos vecinos que lo habitan. Por tanto estoy dispuesto a castigar duramente a los incumplidores de esta disposición.

      Asimismo recuerdo que la infección se propaga por las gotitas de saliva que despide el que habla, tose, etc. a nuestro lado al ser respiradas por los que le rodean. Que se abstengan por tanto de permanecer en locales cerrados o mal ventilados donde se reúne mucha gente como tabernas, cafés, etc.

      Que tengan abiertas todo el día las ventanas de los dormitorios y se ventilen con frecuencia los locales. Estar en el campo el mayor tiempo posible porque el aire libre, el agua y la luz son los mejores desinfectantes Tener mucha limpieza de la boca, seguir los consejos del médico y desoír a los ignorantes que incitan a beber alcohol o consumir tabaco como remedios preventivos por ser sus efectos en esta ocasión más nocivos que nunca.

      Burgos, a 4 de Octubre de 1918

      El Gobernador: Andrés Alonso López

      CAPITULO I

      Una mujer hizo su aparición por el sendero.

      Se la advertía agotada, dolorida, con aire ausente, como drogada, borracha o inmersa en un universo del que el paisaje que la rodeaba no parecía formar parte.

      No prestaba atención a las flores, ni a los árboles, ni a los pájaros, y apenas reaccionó en el momento de atravesar un charco que le empapó los zapatos.

      Al fin se detuvo ante un alto muro coronado por una espesa alambrada de afiladas concertinas que semejaban cuchillas de afeitar y en el que a cada pocos metros se distinguían una calavera y un aviso:

      «No pasar. Peligro de muerte».

      «Solo están autorizados a coger agua y queso».

      No reparó en la fuente, en el arcón, ni en los perros que ladraban amenazadoramente alzando la mirada hacia el edificio principal de una inmensa granja en la que se distinguían toda clase de árboles frutales y animales domésticos.

      La mujer, visiblemente embarazada, se sujetó con una mano el vientre y abrió la verja.

      Ni siquiera tuvo tiempo de escuchar el ruido del disparo porque ya había caído de espaldas con una bala en la frente.

      Al cabo de unos instantes, del edificio surgieron dos hombres que le arrojaron botellas de gasolina con las mechas encendidas.

      No cesaron en su empeño hasta que del cadáver tan solo quedaron cenizas.

      Tras un ventanal del piso alto del caserón, Aurelia, que había contemplado la escena, se volvió inquisitivamente a su madre.

      –¿Y si no estaba enferma…?

      La respuesta fue inmediata:

      –¿Y si lo estaba…?

      La muchacha, apenas una adolescente, se vio obligada a guardar silencio puesto que aquella era la dolorosa pregunta que estaba en todas las bocas y martilleaba en todas las mentes desde hacía más de un año:

      ¿Y si lo estaba…? ¿Y si estaban enfermos la anciana que se sentaba en el tercer banco de la iglesia, el camionero de la mesa vecina o el chicuelo que se acercaba corriendo tras una pelota?

      ¿Quién garantizaba que ninguno de ellos, que ninguno de los cientos de miles de ancianos, camioneros o niños que pululaban sobre la faz de la Tierra portaba las invisibles semillas de la muerte?

      Semillas que habían demostrado ser capaces de arraigar en cualquier ser humano sin tener en cuenta la edad, la raza o el color de quienes se convertían al instante en propagadores de un mal que se extendía como las ondas en un estanque al que se hubiera arrojado una piedra.

      De dónde había llegado esa piedra aún nadie lo sabía pese a que miles de especialistas se esforzasen día y noche intentando encontrar una respuesta.

      En realidad para ellos no existían ni el día ni la noche puesto que eran tantos los desperdigados a todo lo largo y ancho del planeta que no debía existir un solo segundo en el que alguien no estuviera intentando contener semejante sangría.

      Se escuchó el monótono runruneo del tractor y Claudia observó con tristeza y amargura cómo su padre excavaba en el exterior de la granja, justo debajo del viejo roble, una sepultura a la que arrojó los calcinados restos de la mujer, alisando luego el terreno hasta que no quedó el menor rastro de que alguna vez hubiera existido, o de que algún día pudiera haber existido, el hijo que llevaba en sus entrañas.

      –No es justo.

      –Tienes razón, hija, no es justo –le respondió su madre, que también contemplaba la escena–, pero la justicia desapareció desde el momento en que todos somos iguales ante esa justicia.

      –No acabo de entenderte.

      –Pues en muy simple, cariño; ahora todos estamos expuestos a enfermar, y por lo tanto ya no hay distinción entre ricos y pobres, humildes o poderosos, honrados o delincuentes. Nadie intenta presionar a un juez o sobornar a un jurado porque sabe que quien se acerque portando su sentencia de muerte puede ser su padre, su hijo o su hermano.

      –No