versión, no ocurrió nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de poder para la tribu que la poseyera, razón por la que los N’bangus se habían apoderado de ella. La segunda versión, hacía mención al regreso del dios y su muerte a los pies de la entronizada esposa. Y la tercera, mencionaba el retorno del hijo ya hombre —o mono o dios, según el caso—, pero ignorante de su identidad. Era innegable que los imaginativos africanos habían sacado el máximo provecho de aquel misterio que subyacía debajo de la extravagante leyenda, fuera lo que fuese.
A principios de 1912, Arthur Jermyn dejó de dudar de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito y no se sorprendió cuando encontró lo que quedaba de ella. Pudo comprobar que se habían exagerado las dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no se trataba de un tradicional poblado negro. Lamentablemente, no logró encontrar ninguna representación escultórica, y lo reducida de la expedición no le permitió hacer el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a un sistema de criptas mencionado por Wade. Interrogó a todos los jefes y nativos de la zona acerca de la diosa momificada y los monos blancos, pero quien pudo ampliarle la información que le había dado el viejo Mwanu fue un europeo. M. Verhaeren, era un agente belga de una fábrica en el Congo que creía no solo que podía localizar, sino también que podía conseguir, a la diosa momificada de la que había oído hablar ligeramente. Los que en otro tiempo eran los poderosos N’bangus, ahora eran sumisos servidores del gobierno del rey Alberto, por lo que podría convencerlos sin mucha dificultad para que se desprendieran de aquella fea deidad de la que se habían apoderado. Cuando Jermyn partió nuevamente para Inglaterra, lo hizo animado con la esperanza de que, en unos pocos meses, podría recibir la inapreciable reliquia etnológica que confirmaría la más extraña de las historias que sostenía su antepasado, la cual era la más disparatada de cuantas él había escuchado. Aunque tal vez, los campesinos que vivían alrededor de la Casa de los Jermyn habían escuchado historias aún más extravagantes que aquella, alrededor de las mesas del Knight’s Head.
Arthur Jermyn esperó pacientemente la caja que enviaría M. Verhaeren, mientras, estudiaba con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade y buscaba rastros de su vida personal en Inglaterra, igual que de sus hazañas en África. Sobre su misteriosa y recluida esposa, había numerosas narraciones orales pero no había ninguna prueba palpable de su estancia en la Mansión Jermyn. Arthur se preguntaba cuáles circunstancias pudieron provocar tal desaparición e imaginó que la razón principal debió de ser la enajenación mental de su marido. También recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués establecido en África. Estaba claro que el sentido práctico que había heredado de su padre y su conocimiento del Continente Negro, aunque superficial, lo habían motivado a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el Congo y eso era algo que un hombre como él no habría olvidado. Ella había muerto en África, donde su marido, sin duda, la llevó a la fuerza decidido a probar lo que decía. Pero cada vez que Jermyn comenzaba con estas reflexiones, siglo y medio después de la muerte de sus antepasados, no podía menos que sonreír ante su poca trascendencia.
En junio de 1913, llegó una carta en la que M. Verhaeren le notificaba que había encontrado la diosa disecada. En ella, escribió el belga que se trataba de un objeto excepcional, imposible de clasificar para un inexperto. Que solo un científico podía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano. Aun así, sería muy difícil la clasificación debido a su estado de deterioro. En el Congo, el tiempo y el clima no son favorables para las momias, especialmente, cuando han sido preparadas por aficionados, como parecía haber ocurrido en este caso. Rodeando el cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que tenía un relicario vacío con emblemas nobiliarios, sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero a quien debieron de arrebatárselo los N’bangus, para colgárselo a la diosa en el cuello a modo de amuleto. M. Verhaeren, hacía una fantástica descripción comentando las facciones de la diosa, más bien, aludía jocosamente lo mucho que iba a sorprenderse su corresponsal al recibirla, pero estaba profundamente interesado desde el punto de vista científico para extenderse en trivialidades. Anunciaba que la diosa momificada llegaría, debidamente embalada, un mes después que su carta.
La tarde del 3 de agosto de 1913, fue recibido el envío en Casa de los Jermyn, siendo inmediatamente trasladado a la sala que alojaba la gran colección de ejemplares africanos, tal como los habían ordenados Robert y Arthur. Lo que sucedió después puede deducirse de lo que contaron los criados y del resultado que arrojaron los objetos y documentos que fueron examinados después.
De las diferentes versiones, la del anciano Soames, mayordomo de la familia, es la más amplia y coherente. De acuerdo con este fiel servidor, Arthur ordenó que todo el mundo se retirase de la habitación antes de abrir la caja, aunque los ruidos del martillo y el cincel indicaron que no había decidido aplazar la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más. Soames no podía precisar cuánto tiempo, pero menos de un cuarto de hora más tarde se escuchó un horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn del lugar y, como un loco, echó a correr en dirección a la entrada como perseguido por algún terrible enemigo. La expresión de su rostro —que ya era bastante horrible— era indescriptible. Cuando llegó a la puerta, pareció que pensó en algo, dio media vuelta y corriendo, desapareció finalmente por la escalera del sótano.
Los criados se quedaron estupefactos mirando en lo alto, pero el señor no regresó. Eso sí, les llegó un olor a gasolina. Ya de noche escucharon el ruido de la puerta que comunicaba el patio con el sótano y el mozo de cuadra vio salir sigilosamente a Arthur Jermyn, todo bañado en gasolina, y desaparecer hacia el negro páramo que bordeaba la casa. Luego, todos presenciaron un final de máximo horror, en el páramo surgió una chispa, se elevó una llama y una columna de fuego humano llegó hasta el cielo. La estirpe de los Jermyn había dejado de existir.
En el objeto que se encontró luego en la caja está la razón por la cual los restos carbonizados de Arthur Jermyn no fueron recogidos para ser enterrados. La visión de la diosa disecada era una visión nauseabunda, arrugada y consumida, pero era indudablemente un mono blanco momificado de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las variedades registradas e infinitamente muy próximo al ser humano... exageradamente próximo. Hacer una descripción detallada resultaría terriblemente desagradable, pero hay dos detalles que merecen ser mencionados, ya que encajan de manera precisa con algunas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas y con las leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son: los emblemas nobiliarios del relicario de oro que la criatura llevaba en el cuello eran los de la familia Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren al parecido que le recordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso y terrible espanto, nada menos que al rostro del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y de su desconocida esposa.
Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaron aquella momia, tiraron el relicario a un pozo y todos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.
Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His Family: escrito en 1920 y publicado en 1921.
Celefais20
Kuranes vio en un sueño la costa y la ciudad del valle que se prolongaba más allá y el pico nevado que se alzaba sobre el mar y las naves que salían del puerto con alegres colores rumbo a aquellas lejanas regiones donde el mar se unía al cielo. También, fue en un sueño donde recibió el nombre de Kuranes, ya que cuando él estaba despierto tenía otro nombre. Él era el último miembro de su familia por lo que tal vez le resultó natural soñar un nuevo nombre. También estaba solo entre los indiferentes millones de londinenses, de modo que no eran muchos quienes hablaban con él y quienes recordaban quién había sido. Él había perdido sus tierras y sus riquezas, por lo que lo tenía sin cuidado la vida de las personas a su alrededor. Él prefería soñar y escribir lo que soñaba.
Sus escritos hacían reír a quienes los leían, por lo que después de un tiempo decidió guardarlos para sí hasta que finalmente dejó de escribir. Mientras más se aislaba del mundo que le rodeaba más maravillosos