un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce quilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa, avisándole que lo tenemos.
—¿Cree usted que ese Horner es inocente?
—No lo puedo saber.
—Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto?
—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre totalmente inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio.
—¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
—Nada.
—En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan embrollado.
—Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay perdiz. Por cierto, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar a los aposentos de Holmes.
—El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba adoptar—. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es este su sombrero, señor Baker?
—Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de ser un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
—Hemos guardado estas cosas durante varios días —dijo Holmes— porque esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el anuncio.
Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
—No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos —dijo—. Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.
—Es muy natural. A propósito del ave... nos vimos obligados a comérnosla.
—¡Se la comieron! —nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la silla.
—Sí, de no hacerlo no la habría aprovechado nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
—¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.
—Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su ganso, así que si usted quiere... —el hombre se echó a reír de buena gana.
—Podrían servirme como recuerdo de la aventura —dijo—, pero, aparte de eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de hombros.
—Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave —dijo—. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.
—Desde luego, señor —dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el brazo—. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del museo... Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el patrón, que se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto —con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su camino.
—Con esto queda liquidado el señor Henry Baker —dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él—. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson?
—No demasiada.
—Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca.
—Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco.
—Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos —dijo.
—¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido.
—Sí. Hace tan solo media hora he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club del Ganso.
—¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.
—¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
—Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
—¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?
—Se llama Breckinridge.
—¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches.
—Y ahora, vamos por el señor Breckinridge —continuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire helado de la calle—. Recuerde, Watson, que aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una línea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, y zigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.
—Buenas noches. Qué fría está —dijo Holmes.