Martha Rosler

La dominación y lo cotidiano


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      Autora

      Martha Rosler

      Traducción

      Gemma Deza Guil y Eduardo García Agustín

      Corrección

      Sonia Berger

      Diseño de la colección

      Maite Zabaleta

      Maquetación

      Zuriñe de Langarika

      Ilustración de la contracubierta interior haz click para ver imagen

      Iñaki Landa

      Selección de contenidos y edición

      consonni

      C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

      48003 Bilbao

       www.consonni.org

      Desde consonni agradecemos al traductor Eduardo García Agustín y a la editorial Gustavo Gili su colaboración.

      Edición en formato digital: noviembre de 2019, Bilbao

      ISBN: 978-84-16205-44-8

      Esta edición en español está sujeta a la licencia Reconocimiento- NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0). Los textos, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

      Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte de España, así como del Departamento de Educación, Política Lingüística y Cultura del Gobierno Vasco.

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      consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

      LA DOMINACIÓN Y LO COTIDIANO

      ENSAYOS Y GUIONES

      (1975)

      INMIGRACIÓN1

      Traducción de Gemma Deza Guil

      Los seis primeros meses me dediqué a pasear con el bebé mientras Lenny hacía el doctorado: empujé el cochecito colina arriba para contemplar extasiada las aguas cristalinas bajo el sol; comí muchas naranjas y verdura fresca, y aprendí mucho sobre alimentación saludable. Arranqué montones de garranchuelos y planté y cuidé muchas plantas. Tumbada en estancias enmoquetadas de pared a pared o sobre un manto de Dichondra, me dediqué a hacer revisiones de textos como autónoma, deambulé por los grandes almacenes FedMart, evité la autopista, observé todas las casas que me llamaron la atención y paseé por la playa. Había acudido allí en busca de «paz».

      En la parcela contigua había un jardín descuidado cubierto de hierbajos y rodeado por setos de cuatro metros y medio de altura. Planté y trasplanté bulbos, podé un inmenso y nudoso arbusto de hibisco y olisqueé el musgo húmedo. El propietario de nuestra casa era un joven flacucho que trabajaba en un taller de máquinas. Cuando nos mudamos, él y su esposa partieron tres semanas de vacaciones con una caravana alquilada detrás de su camioneta y una moto en la parte delantera. Yo nunca había visto una caravana de cerca. El casero vivía con su esposa en un garaje que había acondicionado detrás de nuestra casita e iba a trabajar conduciendo una enorme Kawasaki. Un día vino y me advirtió que no fuera a México porque la hermana de un amigo había desaparecido en plena calle en Tijuana y meses después había aparecido, violada y demente, en una prisión mexicana. Me explicó que su esposa nunca había visitado México y que no tenía intención de permitirle hacerlo. Parecía un tipo agradable, era simpático.

      Un domingo por la mañana, una pequeña excavadora arrasó el viejo jardín. El casero nos explicó que había decidido ampliar la casa. Tenía grandes planes para el futuro. Cada día aparecían dos hombres en una camioneta para construir un «dúplex». En las semanas que siguieron intercambié bromas con ellos durante sus descansos. Una noche soñé que uno de ellos moría en un accidente de moto. Días después, el joven propietario de nuestra casa nos comentó que uno de los carpinteros iba conduciendo su moto por una carretera del este, a través de unos cerros cubiertos de maleza, cuando un coche lo había embestido y había fallecido. El otro carpintero, su hermano, tuvo que acabar la estructura solo.

      Lenny y yo nos separamos y yo regresé con el bebé al este, al Lower East Side. Me instalé en un apartamento donde el polvo de pintura a base de plomo se filtraba por las rendijas y centenares de cucarachas habían construido su hogar. El dúplex ya estaba acabado. Los planos y una parte de la financiación los proveyeron un contratista jovial y emprendedor y su esposa. Él trabajaba para el condado durante la semana y ella se ocupaba del negocio, y los fines de semana ambos supervisaban sus proyectos. Estaban convencidos de que se harían ricos; parecían confiados y bien alimentados. Me mostraron orgullosos sus otras múltiples viviendas de hormigón rodeadas de asfalto negro en aquella misma calle, intercaladas con las casas unifamiliares más antiguas.

      El casero se mudó a uno de los dos apartamentos del dúplex y alquiló el otro, así como nuestra antigua casa y el garaje acondicionado. Su mujer estaba embarazada. Seis meses después regresé a aquella zona, a un lugar de Pacific Beach cercado por viviendas de la Marina. Un año después me instalé en la costa, 40 kilómetros al norte, en dirección a Leucadia. Conseguí una diminuta casita de cemento por 100 dólares al final de una hilera de diez garajes de madera en un enclave de mayoría mexicana junto a un camino de tierra. En una de las casas vivía una anciana polaca viuda que en el pasado había sido la dueña de todas las casas y creía seguir siéndolo. Horneó pan para el hombre que las adquirió hasta la fecha de su muerte. En algunos de aquellos garajes, unos cuantos surfistas tenían un negocio clandestino de fabricación de tablas de surf. Mi hijito se hizo muy amigo de un niño que vivía en una de aquellas casas, José, y su madre y yo también entablamos amistad. Teníamos la misma edad. María aprendía inglés con la televisión. Su marido, Pascual, trabajaba en una fábrica de cultivo de flores en Solana Beach. Nuestro casero era un tipo sonriente con opiniones progresistas que ejercía algún tipo de profesión liberal. Se registró para trabajar en la campaña electoral de McGovern. Tenía una gran casa sobre el acantilado, con vistas al océano, y alquilaba un pequeño apartamento en su interior. Mi alquiler era más barato que en Pacific Beach, lo que complacía a la asistente social, y a mí me gustaba el lugar porque era semirrural y bastante apacible. Continué viviendo allí incluso después de conseguir un empleo y cursar el posgrado. A Pascual lo condenaron a un año de cárcel por conducir ebrio.

      Un día vallaron el camino y nos separaron de la parcela de tierra situada entre nuestras casas y de la calle asfaltada donde se encontraban nuestros buzones. Únicamente podíamos acceder a nuestras casas en coche mediante un angosto callejón de tierra que se desviaba de la 101. La familia que erigió aquella valla, una mujer inglesa con pinta de estirada, un chicano y sus tres hijos, me comunicó que había adquirido la parcela y que tenían previsto construir apartamentos en ella pronto, cuando consiguieran financiación. La valla permaneció allí durante un tiempo, pero al final uno de los surfistas la derribó en plena noche. No tardaron en reconstruirla; permaneció en