Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro


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      La isla del tesoro

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      La isla del tesoro (1883)

      Robert Louis Stevenson

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Abril 2020

      Imagen de portada: Designed by Shutterstock

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

PRIMERA PARTE: El viejo pirata

      El viejo marino llegó a la posada el Almirante Benbow

      El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17… y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.

      Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel, su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul, tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas, y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido. De pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía: «Quince hombres en el cofre del muerto… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!» con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.

      —Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?

      Mi padre le respondió que no, pocos clientes, por desgracia.

      —Bueno, pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy hombre llano; ron, tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llámenme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisarás cuando me haya comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.

      Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple marinero, sino la de un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.

      Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo, y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba, sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla, por lo que tanto nosotros, como los clientes habituales, aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisamente lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta, y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo, participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo bufido, mirándome con tal cólera, que llegaba a inspirarme temor, pero, antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba mis cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».

      No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del mutilado. En noches de tormenta, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la marea rugía en la cala rompiendo contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla, otras, por la cadera, en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna que le nacía del centro del tronco. Yo lo veía, en la peor de mis pesadillas, correr y perseguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.

      Pero, aún aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era, de los que trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía más ron de lo que su cabeza podía aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos lo rodeábamos. En ocasiones pedía una ronda para todos los presentes y obligaba a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de pánico, sus historias y a corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa con su: «¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos los asistentes se apresuraban a acompañar por temor a despertar su ira. Porque en esos arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba enfurecido tanto si alguien lo interrumpía como si no, pues sospechaba que el grupo no seguía su relato con interés. Tampoco permitía que nadie abandonara la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su lecho.

      Y aun con esto, lo que más asustaba a la gente eran las historias que contaba. Terroríficos relatos donde desfilaban ahorcados, condenados que «pasaban por la plancha», temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la Tortuga y otros siniestros parajes de la América Española. Según él mismo contaba, había pasado su vida entre la gente más despiadada que Dios lanzó a los mares, y el vocabulario con que se refería a ellos en sus relatos escandalizaba a nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la ruina de nuestra posada, porque pronto la gente se cansaría de venir para sufrir humillaciones y luego terminar la noche sobrecogida de pavor, pero más bien me parece que su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes, que al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo, encontraban deleite: era una fuente de emociones, que rompía la calmosa vida en aquella comarca; había incluso algunos, entre los jóvenes, que hablaban de él con admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo tiburón» y otros apelativos por el estilo, afirmaban que hombres como aquél habían ganado para Inglaterra su reputación en el mar.

      Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos porque semana tras semana y, después, mes tras mes, continuó bajo nuestro techo, aunque desde hacía mucho ya su dinero se había gastado. Cuando mi padre reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera más, el capitán soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos en mi padre